Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Alas de mosca

Prometía yo la pasada quincena que esta columna estaría dedicada a la tercera parte de mi modesta contribución a la teratología, pero van a tener ustedes que esperar unas semanas más para solazarse. Y es que a uno a veces la actualidad le atropella y le carcome por dentro de tal forma que no tiene más remedio que dejarse llevar por los impulsos y utilizar estas crónicas leves para desahogarse. Cuando ustedes lean esto el Mundial de fútbol Corea-Japón habrá concluido y el mundo estará recobrando poco a poco el tan difícil cómo necesario movimiento de inspiración-respiración. Algunos países estarán contentos y satisfechos por la actuación de sus equipos nacionales; otros decepcionados, tristes y deprimidos; otros aliviados; y muchos, ajenos. Pero entre otras muchas cosas este mundial habrá servido para perpetuar en la opinión pública los prejuicios y los lugares comunes en un alarde del más profundo narcisismo. Occidente vive un nuevo Renacimiento en el que el centro del Universo es el Hombre occidental. Primero fueron los comentarios, jocosos en el mejor de los casos, sobre la costumbre coreana de comer perro: salvajillos, tercer mundo, bestias o desalmados fueron algunos de los adjetivos; ignoramos, claro, que los cerdos son al menos tan inteligentes como los perros y aquí no sólo los comemos sino que los condenamos a una vida deplorable en cochiqueras en las que apenas pueden moverse y se bañan en su propia mierda; mucho más razonable que comerse un perro es introducir en una caldera de agua hirviendo crustáceos vivos para que sepan mejor y esté su carne más blandita; y por cierto, a los perros aquí no nos los comemos, sino que los ahorcamos en un árbol cuando ya no cazan bien.

Pero el colmo del ombliguismo hispano-europeo llegó con la puesta en liza de los equipos africanos. Tópicos futbolísticos aparte (que si son desorganizados, que si corren como gacelas, que si luchan como leones), todos los medios de comunicación en mayor o menor medida resaltaron las costumbres religiosas de Nigeria, Camerún o Sudáfrica como de ritos propios de países atrasados y mentalidades tercermundistas. De los cameruneses se dijo que hacían magia negra antes de los partidos; de Nigeria que llevaban chamanes con el equipo; de Sudáfrica que sus jugadores introducían alas de mosca en sus medias. Cosas de negros ignorantes y supersticiosos que creen en la magia, el vudú, que realizan cánticos extraños antes de los partidos y que, seguro, creen en varios dioses a la vez.

Nuestros jugadores sólo creen en uno, y, por supuesto, no llevan chamanes ni alas de mosca en los calcetines. No, los nuestros sólo llevan una símbolo en forma de cruz que adoran y besan porque en uno como ese pero más grande murió el hijo de su dios hace 2000 años. Tampoco bailan extrañas danzas antes de los partidos, sino que hacen unos gestos mecánicos y repetidos que llevan el dedo pulgar a la frente, el pecho, los hombros y la boca; esto suele repetirse si se mete gol; si por el contrario se falla una ocasión o el gol les es metido a ellos, entonces, o bien se mira al cielo dónde se supone que está su dios para pedir una rápida intervención del divino, o bien se juntan las manos y se sacuden, gesto que también significa súplica en comunicación con la deidad.
En nuestro fútbol hispano-europeo no hay figurillas de barro con los colores de, digamos, el Barcelona, que son pinchadas y acuchilladas para inflingir dolor al equipo contrario. No por dios, aquí se hace todo mucho más civilizadamente y, para evitar males mayores, cuando comienza la temporada los estadios son rociados con agua bendita por un brujo occidental y autorizado legalmente, vestido de negro y con faldas y que con ese acto purifica el terreno de juego e impide que ningún otro equipo pueda venir allí a meter un gol. Igualmente, al final de temporada, si realmente dio resultado el maleficio, perdón, la petición legal al dios oficial de la religión del estado, y el equipo en cuestión ganó la liga, entonces toda la plantilla visita la cabaña de un brujo vestido de rojo y con gorra, normalmente de piedra y grande, donde ofrece algún sacrificio en forma de especies (normalmente dinero en efectivo) para agradecer al ser superior que hubiese entorpecido los pies de los jugadores contrarios durante toda la temporada. Si el maleficio no hubiese tenido efecto, cosa que les pasa a muchos equipos, entonces también acuden al templo más cercano y realizan también algún sacrificio contundente para ver si los brujos locales tienen influencias sobre el dios y el año que viene son ellos los agraciados. En esto, y perdonen la divagación, digo yo que el monoteísmo está en clara desventaja, porque al ser uno sólo el dios al que pedirle los favores, la cola para ser agraciado es muchísimo más extensa que si hubiese varios dioses.

Recuerdo que hace tres años me contaba un amigo que el equipo de su pueblo (se dice el pecado pero no el pecador), que jugaba en segunda división, era acompañado a todos los partidos por el brujo, perdón, cura local. El sacerdote rociaba con agua (bendita) a los jugadores en el vestuario, antes de salir y en el descanso. Depositaba una cruz en la portería que defendía su portero y, claro, la cambiaba a la otra en la segunda parte. Al portero le pegaba a la camiseta un estampa de la Virgen y los jugadores otra del Cristo crucificado. El equipo, con eso y todo, se vio involucrado en el descenso en los últimos partidos de liga, y el sacerdote decidió recrudecer su campaña de búsqueda del apoyo divino: celebraba misas en el terreno de juego, redoblaban los rezos en el vestuario y, ya desesperadamente, se situaba detrás del portero de su equipo y oraba desde el principio del partido hasta el final. En el penúltimo partido de liga, si perdían descendían de categoría; el voluntarioso cura repite todos y cada uno de los rituales descritos, pero mediada la segunda parte, su equipo pierde dos a cero; entonces, encomendándose a dios y al diablo, el brujo de negro se agarra el faldón y recorre el campo por la banda hasta situarse tras el portero visitante, que esa tarde paraba todo lo que le echaban; tras un pequeño titubeo nervioso, se le acerca y le dice: Mira hombre de dios, hasta ahora no he querido decirte nada por respeto, pero ¿no crees que te estás oponiendo abiertamente a los deseos del señor?


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