Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Cumbres invisibles

Cunde la desazón: al parecer, no somos si no somos vistos. Problema filosófico de altos vuelos: ¿Es la realidad lo que es, con independencia del sujeto que la mira? ¿O la realidad, para ser lo que es, requiere ser vista, necesita de la mirada de un sujeto que la conforme? La historia de esta disputa ha ido delimitando el perfil de idealistas y realistas, y ahí andan, a la greña. Hasta el 20-J. Ese día constituye un hito en la aplicación práctica del idealismo más rancio. Ese día, para que un huelguista llegara a ser real no bastaba con que hiciera huelga o se manifestara tumultuosamente; era necesario, además, que fuera visto por alguien.

Sucede, sin embargo, que esa mirada constructora de la realidad es siempre voluntariosa. Quiero decir: requiere de la voluntad del sujeto, necesita de su determinación para señalar la parcela de realidad que ese mismo sujeto quiere mirar. Y si el sujeto no quiere ver, qué mejor estrategia que girar el cuello y mirar hacia otro lado –¡qué hábil el castellano!: cuando uno no quiere enterarse de lo que ocurre a su alrededor, cuando uno no quiere afrontar los problemas, hace como si “mirara para otro lado”–. La realidad que queda a mi espalda, con ese gesto, deja de existir.

Para concebir a un individuo haciendo huelga y manifestándose el 20-J, según esas tesis idealistas, necesitamos a otro individuo distinto que lo mire, que lo conciba, que lo haga real, en definitiva. ¡Y qué mentirosos se convierten los ojos del sujeto que no quiere enterarse de lo que ocurre a su alrededor! Si no quiero que haya huelga, mis ojos me dirán que no ha habido huelga. El problema surge cuando esos ojos son cámaras de televisión, son ojos de ministro portavoz, son ojos de propaganda oficial, son ojos colectivos que miran por ti, ciudadano-desvalido-que-vas-por-la-vida-sin-ojos-con-los-que-mirar. La realidad oficial se convierte así en realidad evidente, en la única verdad –verdad eficiente, cabría decir– para el poder, pues es la única realidad que esos ojos colectivos ven.

Nuestra visión del mundo conforma la realidad. Y la realidad que habitamos conforma en nosotros una determinada manera de mirar el mundo. No sólo las circunstancias configuran al hombre; también el hombre determina las circunstancias. También el Sr. Aznar ve el mundo de una determinada manera. Y ese mundo que le rodea hace que su visión sea precisamente esa y no otra. El poder mediatiza, conforma, manipula la realidad para adaptarla a sus necesidades. Esa operación adaptativa es común a todo ser humano. Lo grave es cuando se lleva a cabo desde las alturas del poder, pues en la operación se arrastran magnitudes importantes de información, masas informes que piensan y ven a través de esos ojos colectivos conformados desde el poder. Y es que el poder sabe estas cosas. Y las utiliza. Sabiamente. Lo que no debería sorprendernos, sino antes bien provocarnos para buscar el contraataque argumental: si tus ojos no quieren verme, tampoco los míos quieren verte a ti. La correspondencia es posible, lo que ya veo más difícil es su puesta en práctica.

Insisto. Esa respuesta, pensada al menos sobre el papel, es posible. Hoy no caben medias tintas. Si la huelga no existió, ¿por qué no afirmar que tampoco existió la cumbre, su cumbre, esa cumbre? Si bien es pacífico el uso de esta palabra como reunión de máximos dignatarios nacionales o internacionales para tratar asuntos de especial importancia (diccionario de la RAE), no es menos cierto que tal palabra denota altura, elevación, cima, parte superior, grado supremo al que alguien o algo puede aspirar. Puestos a mirar el grupo de mandatarios fotografiado cual promoción fin de curso de cualquier instituto, alrededor de ese pequeño hombrecillo que hace las veces de director, no cabe menos que preguntarse por el sentido ascendente o descendente que le queramos dar a la profundidad de la altura, porque más bien se asemeja a un pozo sin fondo que a una cima elevada en el horizonte. La bajeza elevada a la enésima potencia no la hace más alta, sino más baja aún si cabe. ¿Por qué no enterrarlos entonces en ese pozo y negarles la existencia? ¿O por qué no elevarlos hacia la más alta de las cumbres –estas sí: montañosas– de la miseria, que diría Groucho Marx, hasta perderlos de vista?

De todas formas, que nadie se lleve a engaño: la desbordante verborrea del dirigente político es un arma de defensa muy poderosa, pues aturde. Y sobre todo dispone de grandes medios económicos, con los que compra y recompra voluntades. Pero me resisto a caer en el escepticismo. Intuyo que la ocultación no puede mantenerse durante largos periodos de tiempo sin producir heridas. La realidad es machacona, y acaba siempre por florecer. El sujeto gusta de ocultarse, nos recordó Freud. Y también nos enseñó que no cabe confundir la satisfacción compensatoria del deseo producida por el sueño, con esa otra satisfacción producida por la realidad de las cosas. Tarde o temprano, los mentirosos acaban siendo descubiertos, pues sus mentiras, a las luces del mundo, terminan por delatarlos. Y los sueños de grandeza de un pequeño hombre no pueden ocultar por mucho tiempo la evidencia de su pequeñez. Aunque su pequeñez se declare en huelga.


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