Revista poética Almacén
El conservero

[Alberto Majoral]

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Punto de partida

Es la hora y te acuestas. Todo está tranquilo. Los vecinos de al lado no se pelean ni los de arriba están viendo la tele. Por la ventana se filtra de sesgo la luz de una farola, entra pero no te da en la cara, por lo menos si mantienes esta posición. Estás sobre tu costado izquierdo, bien agarrado a la almohada, con las rodillas dobladas y las sabanas que pesan sobre tu cuerpo. Te gusta ese peso, como el de una armadura contra los demonios de la noche.
Por tu mente pasan los eventos del día, lo leído en el periódico, la conversación en el bar, el pago de los recibos, la hora de espera para que al final te dejaran plantado. Quizá quedaste mal con alguien y te sientes culpable. De repente, viene hasta ti un sentimiento de culpabilidad que creías olvidado. Te das la vuelta en la cama para conjurarlo. Intentas recordar aquello que normalmente es lo que piensas para dormir en paz. Imaginas por ejemplo un tren que hace un viaje sin fin. Vives en el tren, con tu camarote, tus libros, tus pocos efectos personales. Eres un monje siempre en movimiento hacia cualquier parte. En el tren hay otros como tú, pero nadie habla con nadie. En el tren sólo se oye el traqueteo de las ruedas de los vagones contra las junturas de los rieles, eso te arrulla, te invita a dormir. Es una ligera claustrofobia la que te da paz, y tu la reproduces en el peso de las sábanas. Pero oyes un ruido y te despiertas. Piensas que llegaste a dormir. Ahora estás despierto y vuelve hasta ti, como una suave marea, el sentimiento de derrota y de humillación de hoy a media mañana en el trabajo. El tren hace una parada. Tú no conoces la ciudad ni sabes, a esta hora, descifrar el alfabeto en el que su nombre está escrito, apenas iluminado por una bombilla desnuda. Alguien dice el nombre y tú apenas lo captas. Quieres preguntar, quieres que alguien lo repita, pero estás sólo en el andén. Mientras averiguabas el nombre, los demás pasajeros han desaparecido por las puertas de la estación, camino de la ciudad. También tú sales.
Las calles están desiertas. A través de la niebla -sí, tiene que haber niebla- las farolas se ven de un amarillo de fiebre. Cuando eras niño, estuviste enfermo una vez durante muchos días. Tus sueños de fiebre eran como la luz que viene de esas farolas. Das vuelta en una esquina y encuentras una tienda abierta. Entras. Sobre el mostrador y en unos estantes con puertas de vidrio hay decenas de animales disecados. En un rincón, una máquina de bebidas y unas sillas gastadas. A una le falta una pata y por las marcas en la pared, sabes que quien se sienta en ella, la inclina recargándola en ese lugar. Piensas que será un hombre joven quien lo hace, pero no puedes imaginar a nadie joven entrando en esta tienda, sentándose ahí, quizá participando en una tertulia.
Dices, ¡Hola!, pero nadie te responde. Vas a la máquina para sacar algo de beber. No posees las monedas adecuadas. Ahí es cuando siempre aparece el taxidermista, que te recuerda a alguien. El te cambia el dinero. Mientras bebes, hablas con él un rato. No te sorprende que conozca tu idioma, como dicen en las películas dobladas. El te mira y te habla con cierta sorna, que cada vez te resulta más familiar. Te despides y vuelves al tren.
Todos los pasajeros ya están a bordo. El tren sale, y cuando entras en tu camarote te das cuenta: el joven que ocupa la silla sin pata debes ser tú mismo. Pero no sabes cuando. Es demasiado tarde, el tren no se detendrá. No te atreves a tirar del freno de emergencia y bajar del tren para volver a esa tienda. Sabes que el tren no te esperaría, que lo perderías para siempre.
Te inventas algunas excusas. Inventas, para tranquilizarte, que tal vez el tren vuelva a pasar por este lugar, y que cuando lo haga, bajarás e irás a ver al taxidermista. De repente lo sabes: el tren siempre sigue hacia adelante y es el deber de cada quien saber en que estación debe bajar. Tú acabas de escapar de tu estación. La costumbre de la pequeña y confortable claustrofobia de tu camarote resultó más fuerte que lo que ahora, empezando a despertar, llamas tu destino.
Despiertas. Miras el reloj-despertador que brilla en la oscuridad a tu lado. Te quedan tres horas en la cama. Sin que al día siguiente lo recuerdes, vuelves a dormir. Al sonar el despertador, sabes que el día es nuevo, que volverás a la hostilidad de tu empleo, y que lo más normal sería que hoy también te deje alguien plantado en un bar. Quieres que llueva. Lleva días lloviendo.
Estás de buen humor. Tarareas alguna canción vergonzante mientras te afeitas. No importa si te cortas. Recuerdas el sueño del tren. No te duele haber subido a él y haber perdido la oportunidad de hablar con el taxidermista. Sabes que volverás a soñar lo mismo, aunque no cuando. Es imposible prepararse. Pero sabes que si vuelves a soñar con esa parada en la noche, volverás a tener la oportunidad de quedarte junto al taxidermista y quizá recargar esa silla contra la pared y sentarte en ella durante una larga conversación.


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