Revista poética Almacén
El conservero

[Alberto Majoral]

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Lujos y lujos

Una de las primeras sorpresas que me llevé en España, cuando llegué, hace ya casi diez años, fue una cierta aversión (no sé cómo llamarla) por parte de muchas personas hacia el lujo. El lujo estaba mal visto. O era cosa de pijos o era cosa de la patronal. El lujo, claro está, pertenece a las élites culturales, que son la verdadera clase alta, sean cuales sean sus ingresos, o las clase baja adinerada, los llamados nuevos ricos. Podríamos decir que el lujo se contrapone a la televisión. Quienes atacan a los medios por su zafiedad, automáticamente se ponen del lado de la élite, aunque luego también a esta la critiquen. El problema no está, de todas maneras, en la cultura popular, que ya prácticamente no existe. El problema está en que los medios pertenecen a la élite, que es la élite quien produce los programas y que luego dice que son cultura popular, apuntando con el dedo de apuntar hacia los índices de audiencia. Una mentirijilla que los promotores de Almacén tienen ganas de explorar. O así me lo han dicho.

En fin, la sorpresa que me llevé el otro día fue que al llegar a La Ideal— Taxidermia, estaba cerrado. Pero si la tertulia es inalienable, me dije. Entré en el bar de enfrente a preguntar si había pasado algo y me quedé ahí una media hora, celebrando la experta preparación por parte de sus camareros de un cóctel que requiere una mayor exactitud que el dry martini: el manhattan.

Sé que es tópico celebrar el whisky. Creo que en este país ha estado de moda desde la apertura de los años 60, y que algunos poetas de los 80 consideraron su adicción a él como algo moderno, sublime y digno de admiración. Pero en la modalidad combinada del manhattan, todavía no sé de nadie que lo haya convertido en lugar común.

Cuando salí, vi que doblaban la esquina el señor Chiner, Mr. Martínez y el Taxidermista. Venían trajeados a todo lujo y discutiendo con su característica y feroz sorna. Reconozco sus ademanes a cualquier distancia. Cuando llegaron a La Ideal, me saludaron como si a penas me conocieran, y no sé si con un levísimo desdén.

Les pregunté dónde habían estado, y por qué iban tan bien vestidos. (Es verdad que el traje del Taxidermista brillaba ligeramente, por efecto de la edad, pero su altura, aunque tenga la espalda un poco encorvada por los años de atención a su obra, le da un toque de distinción sea cual sea su vestimenta). Y Chiner y Martínez llevaban los trajes que se habían mandado hacer para un baile de fin de año reciente.

Me contaron que habían estado en la inauguración de una tienda de ropa y artículos de lujo, si bien en franquicia, perteneciente a la red multinacional de un grupo francés.

—Imagínese, joven Majoral, doscientas mil por una pluma, dijo Chiner.

—Y yo que no sé usar más que una de estas, añadió Martínez, sacando el bolígrafo Bic con el que suele hacer estragos en los crucigramas.

En eso, el Taxidermista sacó una pluma del bolsillo, el objeto más barroco que he visto en mi vida, una pluma italiana montada en oro con unas bonitas jugadas en lapislázuli.

—El dueño me pagó un trabajo con esto.

—¿Es un poco excesivo, no?, fue lo que se me ocurrió decir.

—Para firmar el testamento. A ver si encuentro algún heredero.

Y Chiner: Aparte del Estado, claro.

Y Martínez: A este hombre ya le habrá caído otra inspección de Hacienda. Tiene que aprender usted a no llevar esa doble y hasta triple contabilidad que tantos problemas le trae.

—Todavía no me han probado nada.

—Es usted rico y tacaño, no será usted valenciano, ¿verdad?

—Pues sí que lo soy, pero mire usted esto.

Y sacó del bolsillo interior de la americana una pluma igual que la del Taxidermista, con todo el oro y una funda de plástico del bueno.

—¿Qué le parece? ¿Soy tan tacaño como dice?

—Lo que no entiendo es para qué la quiere.

—El placer de escribir, que dicen.

—Bueno, pues aquí tenemos al calígrafo justiciero, ni más ni menos.

—No sea envidioso. Si ahorrara usted un poquito de su sueldo de maestro en lugar de irse de putas todos los miércoles...

—Cada quien entiende el lujo a su manera.

—Eso, ahora póngase a la defensiva.

—Usted no entiende ni de lujo ni de moda ni de nada

En ese momento me pareció propicio cambiar el rumbo, o mejor, dar un rumbo a la tertulia, que ya veía yo que no se iba a dar ese día, leyendo un fragmento subrayado de un libro de Walter Benjamin que llevaba en el bolsillo:

"Cada generación experimenta las modas de la que le precede imediatamente como el antiafrodisíaco más efectivo que se pueda imaginar. Este juicio no está tan desacertado como cabría suponer. Cada moda es, hasta cierto punto, una agria sátira del amor; cada moda sugiere lo perverso de manera implacable. Toda moda existe en oposición a lo orgánico. Toda moda conecta el cuerpo vivo al mundo inorgánico. Para los vivos, la moda defiende los derechos del cadaver. El fetichismo que sucumbe al sex-appeal de lo inorgánico es su nervio vital."

—Eso es precisamente lo que venía diciendo el Taxidermista de camino hasta aquí. A él le pareció bien que le regalaran una pluma, pero le pareció mal que yo me comprase una parecida.

—Será porque él intercambió un cadáver por un objeto muerto y...

Pero enseguida me interrumpió el Sr. Martínez:

—Porque usted es un copión, y no sabe hacer nada si no lo han hecho otros antes.

—Y usted es un putero, muy original, ¿verdad?

Me parece suficiente. Ya se sabe que "El amor por la prostituta es la apoteosis de la empatía con el objeto de consumo" (W. Benjamin, de nuevo). No creo que valga la pena seguir la bronca que se montó entre Chiner y Martínez a partir de ese momento. La verdad es que el contacto con el lujo parecía haber enfriado el ansia de conocimiento y debate de mis contertulios. El Taxidermista los miraba sonriendo en silencio. Los dedos de su mano izquierda jugaban con la pluma de oro con que le habían pagado la disección, hoy en día prohibida, de un aguila de las que en vida parece que quedan pocos ejemplares.


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