Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Celestina


¡Ay, que me ha muerto, ay, ay, confesión, confesión!

Con estas últimas palabras muere acuchillada Celestina a manos de Pármeno y Sempronio. El principio de su fin empieza en su profesión de alcahueta y en su dominio de los filtros de amor. Para que Melibea caiga enamorada de Calixto, tras conjurar a Neptuno, mezcla y vierte sobre una madeja sangre y barbas de macho cabrío, aceite serpentino y un papel caligrafiado con sangre de murciélago. Todo sencillo si se leen los requisitos materiales necesarios para la mezcla que realiza la Maga del Laberinto de Fortuna de Mena: pulmón de lince, vértebra de hiena, los ojos de una loba vieja, médula de ciervo, piedra tobosa, pez, membranas de serpiente, cenizas del Ave Fénix, huesos de dragones y agua caliente de azufre. Claro que el objetivo de tal hechizo también es ambicioso: resucitar a un muerto.

En 1584, entre el Laberinto y la Celestina, surge un manual que explica pormenorizadamente todos los vericuetos de la hechizería, el Malleus maleficarum, libro que serviría como soporte teórico de la Inquisición de los dos siglos siguientes. Allí, los autores, dos dominicos alemanes, aseguraban que en la magia nada había de ilusión e imaginación, sino que era el terreno donde el diablo se manifestaba más profusamente. Y precisamente en las cuestiones venéreas, argumentaban, Dios cedía mayor terreno al ángel caído: por ello los manuales ofrecen tan detallada y numerosamente los artificios necesarios para encender la pasión en los pechos baldíos: la philocaptio.

En el siglo XVIII el racionalismo dio a luz una ola de castidad que podemos vislumbrar en la siguiente recomendación para reprimir los ardores de la carne:

[...] el fruto del cedro mojado, o el zumo de sus hojas puesto en los genitales quita el deseo y gana de usar con mugeres. [...] Pero hablando espiritualmente, las cosas que más conservan la castidad, es el ayuno, disciplina, y oración frecuente, y con mucha devoción.

El siglo XIX, como es sabido, en muchos aspectos vuelve al medievo: el Libro negro ó la Magia de Hortensio Flamel recomienda para hacerse desear por las mujeres dar a tragar a una víbora el corazón de una paloma; por la virtud de la paloma morirá la víbora y entonces se tomará su cabeza, se secará, se majará con almirez y los polvos que de ahí se obtengan se vertirán en un vaso de vino de cuatro años con un poco de láudano: con esto la tez se pone encendida, los labios de color de rosa, y todas las mujeres lo desean a uno, de cualquier edad que sea. Si es la mujer la que quiere atraer a un hombre: Tómese pelo de la barba del hombre que una quiere que le ame, procurando que sea lo más inmediato posible de la oreja izquierda, entonces se hace hervir junto con una moneda usada por él, con vino, salvia y ruda; se saca la moneda y, con esta en la mano derecha, se toca el hombro del amado y se dice: “Rosa de amor y flor de espina”.

Yo vivía de pequeño en un diminuto núcleo rural donde todos se conocían demasiado. Teníamos, claro está, nuestra propia celestina, pero ésta, amén de arreglar virgos, se encargaba de que todos los vecinos no le dejasen crecer el suyo. Corría el rumor de que si alguno no mostraba interés en las labores de fontanería venérea, le invitaba a café, brebaje donde previamente había introducido una de sus compresas recientes. El efecto de su philocaptio, dicen, era devastador.

El caso es que una mañana que bajaba yo la cuesta que desde mi casa iba a la parada de autobús oí alboroto en la casa de la alcahueta, y al acercarme la vi en el suelo, boca arriba, rodeada de todas las cornudas de la Plaza dos allos, que la golpeaban con palos, patadas y botellas mientras una vieja, un poco al margen, gritaba:

¡Dalle na cona!


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