Revista poética Almacén
Colaboraciones

La "moral" franquista y otras imposiciones

Meirande


Podría empezar diciendo: "Moral, ¡cuántos crímenes se han cometido - y se cometen, que es lo peor- en tu nombre!". Pero no quiero dar a este relato un sentido demasiado serio o profundo que podría caer en lo contrario de lo que pretendo. No. Intentaré narrarlo de forma alegre, casi despreocupada, divertida si me sale, para que cada cuál juzgue por sí mismo y saque las conclusiones que le parezca. Yo, claro está, haré los comentarios que a mí me sugiere lo que transcribo, pero tratando de emplear el humor como medio para evitar la indignación.

Encontré hace poco tiempo en “La Voz de Galicia” la referencia a un libro del historiador Carlos Fernández Santander titulado “La guerra civil en Galicia” y la transcripción del Capítulo XV que se titula “Imposición de una nueva moral”. Como es verdaderamente curioso, interesante, gracioso -visto desde cierto punto de vista- e instructivo, no me resisto a comentarlo.

Tengo para ello que copiar literalmente algunos párrafos, pues tiene un valor indiscutible y así no se pondrá en duda lo que, de otra forma, pudiera parecer una interpretación exagerada o parcial por mi parte.

Decía una circular del Gobierno Civil de La Coruña, en el verano de 1.937 :


"Artículo 9.- El traje de baño debe de ser de tela de buena calidad, no transparente, que cubra el cuerpo sin ceñirlo, y que reúna los siguientes requisitos :
Las mujeres usarán trajes que lleguen hasta las rodillas, bien enteros o compuestos de blusa y falda. Usarán, además, pantalones cuyos perniles tendrán como mínimo una anchura de 40 cms.
El escote del traje estará limitado por el pecho como máximo por una línea de 20 cms. de anchura y que correrá paralela a 10 cms. de la clavícula. Por la espalda podrá tener la misma anchura de 20 cms. y estará limitada por otra línea que será paralela a la de los hombros, a 24 cms. de ella. El escote estará
confeccionado de modo que nunca puedan separarse del cuerpo sus bordes, por muy virulentas y forzadas que sean las actitudes de quiénes lo usen.
Las mangas distarán, cuando menos, 15 cms. del codo por la parte inferior e irán ceñidas de tal forma que en ninguna ocasión un movimiento brusco descubra la axila. Las mismas condiciones respecto a escotes y mangas tendrán los trajes de baño de los hombres, quiénes usarán pantalones cuyos perniles sean de 40 cms. de ancho y acabarán cuando menos a 10 de las rodillas."

Aquí acaba el artículo 9. Si se lee detenidamente -y vale la pena-, aunque el sentido del humor no sea muy acusado pienso que, por lo menos, se sonreirá el lector. Pero pienso también que le dará pena. La mente del redactor, su evidente obsesión sexual, le llevan a un puritanismo tan estricto, tan ridículo, que lo descubre, nos lo desnuda -a él sí, aún sin ir a la playa- ante nuestros asombrados ojos. Imagíne el asombrado lector cómo habrá llegado a tan exquisitas y sagaces normas (“debe de ser de buena calidad, no transparente, que cubra el cuerpo sin ceñirlo”, “el escote estará confecionado de modo que nunca puedan separarse del cuerpo sus bordes, por muy virulentas...”, o “las mangas ... irán ceñidas de tal forma que en ninguna ocasión un movimiento brusco descubra la axila”) y a tan exactas medidas (20 cms., 10 cms.). Imagíne el sufrimiento de ese hombre en la playa viendo escotes, axilas, adivinando pechos, viendo muslos y radiografiando pubis y traseros. Imagínelo, imaginativo lector, redactando normas, tomando las medidas sobre el cuerpo casi impoluto de su santa esposa, o quizás haciendo un gran sacrificio y haciéndole vestir tan casto bañador a una prostituta para comprobar in situ que ya no había peligro de excitación insana, o quizás aún a su amante -ese pecado oculto tan corriente en censores tan severos. Pero es posible que la teoría con más posibilidades de ser cierta sea la de que dichas exhaustivas y decentes normas fuesen redactadas por la mujer -la santa esposa de que hablé antes- del censor, lógicamente fea y contrahecha por los apretados corsés; y para que su marido no pudiera contemplar ni por casualidad ni la insinuación de unos pechos bien hechos y bien puestos, ni la piel suave y tersa de la parte superior del muslo ..., para no provocar comparaciones siempre odiosas, hay que reconocerlo.

Pero sigamos. No contento con esto, pensando que aún así podría escapársele algún detalle en este minucioso diseño por el que pudiese atisbar el irremediable hombre o muchacho concupiscente de aquellos tiempos, por si acaso, añadió el artículo 10, que decía :

"Artículo 10.- Queda terminantemente prohibido tumbarse en la arena, aún yendo cubierto con albornoz. No obstante estará permitido sentarse guardando la debida discreción."


¿Tumbarse en la arena en la playa? ¡Tremendo acto pornográfico que hay que prohibir sin más! Después lo piensa mejor y se da cuenta de que tener a la gente (al personal, se diría con lenguaje actual) paseando arriba y abajo sin descanso puede ocasionar no sólo agotamientos peligrosos para la salud sinó, quizá, atrevidas miradas -a los ojos, claro, pues ya no hay otra cosa sin tapar a la vista- que podrían acabar en citas clandestinas, es decir ser peor el remedio que la enfermedad; y sintiéndose magnánimo deja sentarse, aunque, eso sí caramba, con la debida discreción. ¡Faltaría más!

El Capítulo continúa con sabrosas transcripciones de órdenes y artículos de la época, como otra Orden del Gobierno Civil también -complementaria de la anterior- prohibiendo circular por las playas en traje de baño sin albornoz, tomar baños de sol, etc., o disponiendo que en cada playa haya una zona reservada para mujeres exclusivamente (¿verdad que esto corrobora mi teoría de que fué la celosa mujer del censor la que redactó tamaño disparate?), si bien en el resto de la playa -otra vez la magnanimidad- "podrán bañarse indistintamente personas de ambos sexos"; o como una orden del Jefe Provincial de FET y de las JONS ordenando "a todos los militantes de Falange Española Tradicionalista y de las Jons se abstengan de asistir a las anunciadas representaciones de D. Juan Tenorio".

Por otra parte, el 25 de Noviembre de 1.987, La Voz de Galicia publicó en su sección “HACE 50 AÑOS” una Orden relativa a espectáculos y cine que empieza:


"Siendo indispensable que en la Nueva España sean realidades efectivas la seriedad y la disciplina, se impone una radical transformación en el régimen de espectáculos públicos, conducente a normalizar la vida familiar y social por los cauces que exige el momento que vivímos ..."


Y continúa fijando las horas de cierre de los distintos espectáculos, etc.; entre estas cosas aparece el siguiente párrafo, que efectivamente se cumplió después durante varios años:

"Se recuerda (o sea, la orden ya era anterior) a las empresas que en los entreactos debe aparecer en la pantalla el retrato de S.E. el Generalísimo, y al mostrarse, la orquesta tocará el Himno Nacional, que todos los presentes en la sala de espectáculos escucharán de pié, guardando profundo silencio y saludando con el brazo derecho extendido, en expresión de adhesión que en obligada gratitud se debe al Jefe del Estado."

Iba a subrayar algunas expresiones, pero me doy cuenta de que todo el párrafo merecería subrayarse, tal es el ataque sin contemplaciones a la libertad de pensamiento, palabra y obra, tal es el desprecio absoluto a la persona; lo cierto es que si queríamos ir al cine no nos quedaba más remedio que soportar semejante vejación, y aunque yo era un niño, me dolía. (En los cines, como no había orquesta, estaban obligados a poner un disco).

Pienso que bastarían estas anecdóticas y, muy en el fondo, intrascendentes transcripciones, para definir un régimen político. No sé si el lector lo habrá vivido o simplemente ha oído hablar de aquello. Pero quizá para comprender aquellas mentes que eran capaces de asesinar por ideas (no por una ideología propiamente dicha -que ya sería una aberración injustificable-, sinó por barreras ideológicas insalvables, producto del egoísmo de clase) pueda lo dicho ilustrar sobre los cerebros abstrusos, obscenos, diabólicos, capaces de ordenar tamañas estupideces como si de algo trascendente e importante se tratase.

Yo viví aquello. Y cuando a mis hijos les contaba que no podía andar por la playa con un traje de baño de medio cuerpo -y hablo de 1.940 á 1.945- notaba en su expresión que no me creían. Para ellos -alguno acude a playas nudistas- eso era inconcebible y supongo que pensarían que yo exageraba, llevado de mis dolorosos recuerdos. Eso, como otras muchas cosas de nuestra guerra civil (¡qué terrible es esto de decir “nuestra guerra”!) y de nuestra poosguerra. Ahora les enseñé el artículo y pudieron leerlo con sus propios ojos. Bueno, lo cierto es que se lo leí yo de la manera más cómica posible (hay que reconocer que el texto se presta) no pudiendo contener la carcajada a cada párrafo y propiciando la risa incontenida también en ellos. Se rieron y alucinaron, como dicen ellos. Y es que es para reirse y alucinar.

Hombres como esos censores, como esos gobernadores, hombres con esa moral tan “sui generis”, hombres obsesionados por el sexto mandamiento, al que concedían más importancia que a cualquier otro (aunque ellos lo transgredían siempre que su carne -débil, claro- se lo pedía, pues sacerdotes comprensivos y bondadosos les perdonaban), hombres así eran los fundadores de una nueva sociedad, de una nueva moral, de un nuevo espíritu nacional. De una nueva sociedad basada en esa moral pacata y ursulina, hipócrita y engañosa -o engañadora, mejor- pendiente únicamente de tapar el culo, sin importarle que los dedos de los piés estuviesen sucios o que entre el brillante cabello bien untado de brillantina pululasen los piojos de su alma misérrima; sin importarle que entre los dedos untuosos de sus manos se quedase lo de los demás, incluída la vida si se trataba de un enemigo político. Esos hombres (no hay muchos, por fortuna, pero son peligrosísimos) crearon la España de los cuarenta años franquistas, esa España que frenó en seco los aires europeos y progresistas -inteligentemente progresistas-, justicialistas (sin connotaciones peronistas), de hombres de la categoría personal y política de Azaña, Prieto, Salvador de Madariaga o Fernando de los Ríos. Hombres así -me refiero a los otros- lograron resucitar (con la fuerza de las armas, del odio, del rencor, del temor y del anclado nacionalcatolicismo) la España de la hipocresía y del qué dirán, en la que -lo reconozco bien a mi pesar- hemos sido educados varias generaciones. Y a fé que la transición todavía no ha logrado grandes cosas para acabar con esto. Acaso no se lo ha tomado con demasiado interés. Quizá el poder acabe por convencer a los que lo ejercen que la hipocresía no es tan mala como parece, que la corrupción no es lo que pensaban desde la oposición, sobre todo si se disfrazan con palabras engañosas -o sea, con hipocresía. Quizá. Acaso.


________________________________________
Comentarios