Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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La barbarie

Igual piden el reconocimiento público por su acción benefactora, y se creen con derecho a ello. Incluso pueden ser galardonados con algún premio a la solidaridad que les compense de tamaño esfuerzo. Ya se encargarán sus lobbys y sus gabinetes de relaciones públicas de cubrirles las espaldas con toda suerte de calificativos laudatorios. Las televisiones se sumarán a la campaña, y veremos aparecer en los telediarios a algún prohombre defendiendo su acción como ejemplar. Serán presentados como adalides del progreso humano, en cuyas manos descansan muchas de nuestras esperanzas en un futuro mejor. Y es que las industrias farmacéuticas acaban de ceder, según dicen, en la batalla judicial que tenían entablada frente al gobierno de Suráfrica, y han retirado todas sus demandas contra el intento gubernamental de vender genéricos, saltándose a la torera las licencias farmacéuticas.

Por favor, entrecomillemos la palabra ceder, pues es sorprendente el desfase económico que hay entre el antes y el después de esa batalla. Si ayer les costaba a los surafricanos entre dos y tres millones de pesetas mantener con vida a los enfermos de SIDA, hoy les va a costar en torno a las cincuenta mil pesetas. ¿Cuánta es la diferencia? Millón arriba o abajo, la diferencia no baja de un millón novecientas cincuenta mil pesetas por paciente y año. Si el coste del tratamiento se ajusta ahora al coste de producción, ¿qué barbaridad de dinero ganaba la industria farmacéutica antes, por paciente y año? Las industrias farmacéuticas maximizan el beneficio, minimizan las pérdidas y buscan la ganancia rápida, igual que una industria dedicada a la fabricación de bolígrafos o de sillas. Tumbadas sobre el colchón de la globalización –otra batalla camuflada del capital para abrir y aumentar sus espacios de dominación– las industrias farmacéuticas tienen excusa fácil para vender más y al mismo tiempo elevar sus precios.

Estamos en fase depredadora, comiéndonos los unos a los otros sin reparo, sacando beneficio del mal ajeno, con la mayor naturalidad y el mayor desprecio por la vida humana. Comparad sin prejuicios el estado del hombre civil con el del hombre salvaje e indagad, si podéis, hasta qué punto, a más de su maldad, sus necesidades y sus miserias, el primero ha abierto nuevas puertas al dolor y a la muerte, nos decía Rousseau hace más de doscientos cincuenta años. Y mientras se alimentan de enfermos de sida, deberemos agradecerles incluso su desinterés por comérselos pobres y sin recursos, en lugares alejados de nuestras limpias ciudades, sin dejar desperdicios que provoquen enfermedades infecciosas. Las puertas al dolor y a la muerte se mutan en puertas al negocio lucrativo a poco que se miren de su lado.

Los hombres –detrás del anonimato de las sociedades mercantiles siempre hay hombres de carne y hueso– que se benefician económicamente al curar el mal ajeno, y más cuando ese mal recae sobre personas incapaces de pagarse el tratamiento, están pidiendo a gritos que se les envíe gratis al cuerno, y desde luego dan pie al asalto de sus fábricas, de sus almacenes o de sus casas, pues los bárbaros son aquellos que, como ellos, son capaces de despojar de lo que aún no tienen a los que nada tienen.


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