Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Mosquitos

Cuando cazo un mosquito me siento aliviado. No es para menos, pues de esa forma me ahorro un trago de sangre en la alimentación del minúsculo vampiro. Que no son pocos los centilitros con los que he contribuido a la reproducción de tales animalillos. No estaría mal que mi querido Alberto Majoral, vecino del piso de abajo y relator de las insuperables tertulias que se suceden en La Ideal, propusiera al taxidermista la disección de un mosquito, de modo tal que se le pudiera hincar el diente y extraerle a discreción las gotas de sangre –virtual, desde luego: agua coloreada, salsa de tomate, ¡qué sé yo!: no pretendo vampirizarme con sangre disecada– que nos ha ido robando a lo largo de nuestras vidas. Él solito pagaría por sus compañeros, pero bastaría un sorbo para saciar la sed de venganza que se queda pegada a la piel tras un picotazo. Imaginaros, tras una de esas noches desesperantes, visitando la taxidermia y haciendo cola junto a otros individuos desangrados, ávidos de descargar su ira sobre animal tan fiero.

El problema técnico se intuye: la pequeñez del insecto dificulta sin duda el trabajo del taxidermista. Pero todo sea por demostrar su habilidad y superar el reto. Dicho queda y pasemos a otra materia, que me quedan pocas neuronas despiertas. La placidez del sueño parece que me es ajena últimamente y no puedo menos que redoblar los esfuerzos para concentrarme en las tareas más cotidianas, tales como comerme una tostada tras remojarla en el café con leche. ¿Habéis sentido alguna vez desesperación e impotencia a pares? Por dos veces seguidas se deslizó el pan mojadito hasta el fondo del tazón, y tuve que recuperarlo con la cuchara, mientras pensaba en cómo disecar un mosquito.

Aturdido me levanté de la silla y me dirigí a la calle a pasear, con ánimo incierto. Al cerrar la puerta me di una palmada en la frente: ¡había olvidado las llaves de la puerta dentro de casa! ¡Y el puchero con las patatas hirviendo estaba al fuego! Me fui directo al Into's Bar y le pedí al camarero las páginas amarillas: "cerrajeros de urgencia". Llegaron al cabo de una hora, en la que tuve tiempo de leer el periódico y sufrir por mis patatas. Cual fue mi sorpresa cuando el operario, antes de comenzar su tarea, me dice: son diez mil pesetas. Y le digo: después de abrirme la puerta. Se saca del bolsillo una especie de tarjeta de plástico del tamaño de una cuartilla, muy moldeable, y la inserta por la ranura de la puerta. Al chocar con el cerrojo, éste se abre de un chasquido mágico. Tan sencilla parece la operación, que tomo nota de los detalles por si me ocurre otra vez y ahorrarme así el pago del impuesto cerrajil.

Las patatas, a salvo por milagro. Todo en su sitio. ¿Y los mosquitos? ¡Casi logré olvidarme de los mosquitos! Por cierto: tal y como me advierte el poeta Roger Colom, recordando viejas cuitas colegiales, son mosquitas, sí, mosquitas y no mosquitos los que pican, lo que añade un elemento más de pasión furibunda a sus picotazos (en descargo de la hembra: antes que el sexo del animalillo, tal vez sea nuestra sensibilidad encolerizada la que aumente el daño de sus punzadas).


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