Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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El tiempo

"¿Qué es, entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé, y si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, ya no lo sé"

San Agustín, Confesiones. Libro XI.

Nos decimos a menudo, como alentados por un arrebato de pasión, que no hay otra vida que vivir, y que más vale aprovechar los momentos que la vida nos regala y disfrutar cada minuto al máximo, pues si nos demoramos puede ser que lleguemos tarde.

¿Pero adónde hemos de llegar tarde? O llegamos o no llegamos, pero si llegamos, no vale decir que lo hacemos tarde, pues siempre es en el momento preciso, ni antes ni después. Estamos inclinados a pensar que uno llega antes cuando corre mucho, y después cuando va despacio. Si uno va deprisa por la vida para llegar antes, y siempre llega antes que los demás a todas partes, parece como si pasara por la vida sin detenerse a mirar a su alrededor. Pero, curiosamente, si otro va despacio y se detiene a mirar en aquellos lugares que pasan desapercibidos para el que iba deprisa, llegará a ellos mucho antes que el que va deprisa. ¿Cuál es, entonces, el normal desarrollo de los acontecimientos? ¿El término medio entre el rápido y el lento, acaso? ¿No estamos tentados a pensar que la normalidad va asociada a cada uno, y que ir lento o deprisa no es sino una visión particularizada de la vida?

Pero no se trata de caer en visiones particularizadas o vanamente subjetivas. Insisto en mi primera pregunta, y reduzco sus términos: ¿Adónde hemos de llegar? El destino de nuestro particular recorrido parece no tener fin, a poco que nos preguntemos sobre lo que hay detrás de nuestras metas sucesivas, o incluso de una pretendida e ilusoria meta final. (Apunte para vivaces preguntones: si la meta final es la muerte, entonces ¡cuánto más tarde lleguemos, mejor! ¿O no?) Y si no hay meta final, ¿a santo de qué procuramos llegar cuanto antes a ninguna parte? ¿No sería más apropiado a nuestro natural devenir circular por esta vida como quien circula por la inmensidad de un bosque, y perderse en él a conciencia? ¿Qué más nos da, al fin, que lleguemos o no lleguemos, cuando lo importante es pasar, “pasar haciendo caminos”, como nos dejó dicho el maestro Machado?

El tiempo es demasiado resbaladizo como para ir entablando disquisiciones a diestro y siniestro acerca de su naturaleza. Me inclino a pensar como pensaba Agustín de Hipona, y prefiero vivir el tiempo antes que preguntarme acerca de su identidad. La mariposa de vuelo ágil que se pasea alrededor de esa flor sigue un ciclo inveterado, y desde ese ciclo nada se pregunta acerca de los ciclos, ni podría tampoco.

–"Pero nosotros sí podemos" –le contesta un poco molesta mi conciencia filosófica a mi conciencia narrativa.

–"Y tanto que podemos –le replica mi conciencia narrativa–. Podemos hasta plantearnos su abolición, e imaginar un mundo ajeno al tiempo, esto es, atemporal. Pero no podemos vivirlo. Y como no podemos, huelga plantearse preguntas acerca de la imposibilidad de detener el tiempo. Ocurre con todo esto algo parecido a lo que nos ocurre con el lenguaje: preguntarse acerca de la naturaleza de las palabras con las palabras mismas no deja de ser un contrasentido de la razón, violentada por un giro tan radical del entendimiento que se queda como en blanco, sin posibilidad de pensar nada, cuando trata de imaginarse sin lenguaje. No podemos, sencillamente. Como tampoco podemos pensar el mundo, y pensarnos a nosotros en su interior, sin aludir al tiempo como argamasa".

–"¿Cómo argamasa has dicho? ¿No es eso acaso una definición, un intento de responder a esa pregunta que hace un instante tratabas de no hacerte? ¿En qué quedamos? –le inquiere mi inquisidora conciencia filosófica a mi conciencia narrativa, como diciéndole ahí te he pillado–. No pretendas dar lecciones en las que tú misma caes en el error que tratas de evitar a los demás. Predica con tu ejemplo y si se tercia el tiempo, cállate. Decir algo acerca de él es asumir que puedes plantearte preguntas acerca de su esencia, de su identidad, de su naturaleza –llámala como quieras– y que puedes salir fuera del círculo para ver lo que hay en su interior. Y ello, mi querido aprendiz de filósofo, es una quimera que tuerce el gesto del observador como violentado por un fuerte imán: la atracción del misterio atrofia a menudo nuestras neuronas y las deja como atontadas, en absoluta hibernación, preguntándose acerca de cosas que ni ella misma se atreve a reconocer como tales".

–"¿En qué quedamos, entonces?"

–"Quedamos catatónicos perdidos, sin norte, sin rumbo y sin brújula".

Callemos, pues.


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