Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Argentina

Llorar hoy por Argentina es llorar por una palabra cuyo significado se me escapa. Argentina bien podría ser una vieja dama que agoniza allende los mares, pero no es eso. Es el nombre de una nación, y como nación, es también el nombre que identifica a unos individuos concretos, de carne y hueso. En Argentina llueve sobre mojado. En un momento en el que desde el poder político, financiero y periodístico se reclaman ferozmente políticas globalizadas, ruptura de fronteras y libertad de mercado mundial, nos salen con que hay una nación –esto es: un territorio, unos ciudadanos– padeciendo una crisis económica local, propia e intransferible, no exportable, motivada por un mal comportamiento de no se sabe bien qué factores productivos.

Occidente no suena a vieja dama, y tampoco agoniza –¿o sí?–, pero no deja de ser, además de un punto cardinal, una manera de ser y de estar en el mundo, un modus vivendi que identifica a unos individuos concretos, tan de carne y hueso como los que habitan en la Argentina. Y tan viejo o más que esa vieja dama, ha sabido sobrevivir a lo largo de la historia con grandes dosis de soberbia y prepotencia. Digamos, en pocas palabras, que su costumbre ha sido crear problemas lejos de su territorio y acudir luego como salvador. Pirómano y bombero, Occidente no se recata a la hora de jugar sus cartas, pues nunca pierde. En Argentina, lo mismo. Hace unas semanas leía con pasmo la noticia de que ciertas empresas multinacionales subían artificiosamente su valor en la bolsa de Buenos Aires para luego vender sus acciones en la de Nueva York, y así realizar beneficios y llevar su capital lejos de esa frontera nacional que delimita el territorio en crisis. Ahora resulta que el capital, más que nunca, defiende las fronteras: si logro salir de Argentina ya no regreso, piensa el accionista especulador al recontar sus pingües beneficios en Wall Street. Globalizador de beneficios, que no de pérdidas, el capitalista ultraliberal moderno es un sagaz defensor del libre comercio a beneficio de inventario: salvaje utopía la del mercado. Sigue siendo válido el análisis tan lúcido que realizara Marx en su Manifiesto Comunista, tristemente actual a pesar de las distancias, cuando denunciaba que el capital no conoce fronteras... siempre que, valdría añadir, esas fronteras no le impidan su desarrollo exponencial.

Cambiemos de tercio. ¿Recordáis la guerra de Ruanda? Queda tan lejos su actualidad, que ahora se vende en el departamento de saldos del telediario –ya ni siquiera eso: hutus y tutsis no existen, literalmente. Ha llegado a mis manos un texto que denuncia también la hipocresía de Occidente, desde otra perspectiva no menos cruenta que la de Argentina, con la que a pesar de las distancias guarda peligrosos y sorprendentes parecidos. Es de Maurizio Bettini, lleva por título “Contra las raíces. Tradición, identidad, memoria”, y se publicó en el número de la Revista de Occidente de Julio-Agosto de 2001. Os transcribo a continuación sus tres últimos párrafos (disculpar de antemano la extensión de la cita, pero he creído conveniente, para su mejor comprensión, no interrumpirla):

Cuando estallaron en Ruanda los primeros conflictos entre hutus y tutsis, descubrimos con horror que en realidad no se trataba de un conflicto de carácter étnico ‑o mejor, «tribal», como los medios de comunicación se empeñan en decir cuando se trata de una guerra africana. Era algo mucho peor. En efecto, hutus y tutsis no pertenecen en realidad a etnias distintas. Hablan la misma lengua, apenas resultan distinguibles en el plano somático y durante siglos han compartido las mismas instituciones políticas. Habitantes de un mismo reino, si bien los tutsis desempeñaban funciones de aristocracia, a los hutus se les asignaban privilegios rituales de los que dependía el bienestar de todos. De este modo, hutus y tutsis habían convivido durante siglos en Ruanda. Fueron los misioneros y colonizadores europeos quienes interpretaron a estos dos grupos sociales como poblaciones distintas.

Adoptando los criterios utilizados por la antropología ochocentista ‑genética y jerárquica al mismo tiempo‑, a los tutsis, pastores «nobles», se les atribuyeron orígenes camitas: en otras palabras, un patrimonio biológico y cultural que los aproximaba en cierto modo a Occidente, a partir de una descendencia común de Noé; mientras que a los hutus se los convirtió en toscos campesinos autóctonos. Leon Classe, el primer arzobispo católico del país, pretendía sin más que los tutsis eran de raza «aria», mientras que sus sucesores prefirieron reconocer en ellos a los descendientes de una de las dispersas tribus de Israel. Todo ello porque los colonizadores habían hecho de los «aristócratas» tutsis sus interlocutores privilegiados, desentendiéndose de los hutus al tiempo que los despojaban de los privilegios rituales de que disfrutaban. Cuando los tutsis se convirtieron al catolicismo, adoptaron como propia la leyenda de sus orígenes camitas, mientras que los hutus fueron relegados al papel de campesinos de lengua bantú. En este punto los hutus, aceptando también ellos como buena la leyenda etnográfica que reconstruía su «memoria» y su «tradición» a partir de los modelos europeos, comenzaron a su vez a reprochar a los tutsis su condición de «invasores». Hutus y tutsis quedaron de este modo «etnicizados» por los belgas, y hoy luchan entre ellos como si fueran dos pueblos diferentes.

Las trágicas paradojas de la guerra en Ruanda - las paradojas de la etnicidad artificial y de la tradición inventada - no acaban aquí. En 1930 los colonos belgas habían previsto realizar un censo con el fin de proporcionar a cada individuo un documento de identidad. En él se indicaba si la persona era tutsi, hutu o twa (los pigmeos que representan el tercer grupo del país). Puesto que, como hemos visto era imposible distinguir somáticamente a un hutu de un tutsi, lo mismo que era imposible efectuar la distinción sobre una base lingüística, se decidió adoptar como criterio étnico discriminante el número de reses que poseía cada uno. La posesión de ganado bovino seguía siendo en efecto un indicador de prestigio para la población local: los belgas lo transformaron en criterio de etnicidad, evidentemente sobreentendiendo que sólo individuos de «raza» tutsi podían poseer un número suficiente de reses. Se decidió así que a los individuos varones que poseían diez o más bueyes había que considerarlos tutsis; los demás, aquellos que tenían un número inferior de animales o no tenían ninguno, serían considerados hutus. Y así para siempre. Estos documentos de identidad siguen existiendo hoy, y han servido para que los combatientes de las dos facciones en guerra supieran a quién había que matar y quién se salvaba. Todo ello basándose en una «tradición» creada por otros, pero que la memoria colectiva de tutsis y hutus había hecho desgraciadamente propia.

Vieja raposa la cultura occidental, tira la piedra y esconde la mano. Y ahí sigue. Pero la cruda verdad es siempre más cruda cuando la descubrimos, cruel en su desnudez, que cuando la imaginamos. El hambre da paso al desaliento, y el desaliento nos sirve para huir hacia ninguna parte. Estamos como perplejos ante tanto desplome, ante tanta desolación. ¿Tiene acaso solución el mundo? Mientras lo dudo, observo que para la televisión sí la tiene: una cámara sigue el movimiento de una masa de individuos mientras el saqueo parece no tener fin. Las hordas invaden los comercios, los cámaras de televisión se sitúan estratégicamente para captar los acontecimientos, y filman un montón de personas arremolinadas que, tras haber peleado por una bolsa de fideos o de arroz, pisotean restos de comida. Suenan las cacerolas, y las personas se suceden como en un relevo incesante de protestas. Todo parece llegado a ese límite del que no se puede volver sin magulladuras. Hable quien hable, hace y se hace daño. La dura realidad impone sus contornos y deja como una huella de dolor y de escepticismo.

El espectáculo está servido, precisamente a la misma hora en la que se sirve la cena en los hogares de Occidente.


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Comentarios

Muy interesante el artículo. Es una muestra de cultura que trasciende nuestra cegada perspectiva de occidentales.

Comentado por Alejandra Perea el 3 de Diciembre de 2002 a las 05:17 AM