Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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La ilusión

¿Y si lo que ahora veo no estuviera sucediendo realmente? ¿Y si mis sensaciones fueran producidas por un ordenador central, al que se mantuviera unido mi cerebro mediante precisas conexiones neuronales? Matrix, Abre los ojos, Blade Runner, Desafío total, Cerebros en una cubeta, etcétera, son recreaciones de un mismo mito contemporáneo, que nos plantea la imposibilidad del conocimiento real de las cosas, y con ellas, de nuestra propia existencia. ¿Somos seres virtuales que navegamos por una imbricadísima red de sensaciones complejas? ¿Existimos acaso como hombres? ¿Quién puede afirmar con certeza que de verdad existimos? ¿O que no somos máquinas replicantes?

La ilusión embrida al preguntón desbocado y lo doma. Pierde la noción de sí mismo como potro salvaje desde el mismo momento en que es sometido y obligado a apaciguar su furia inquisidora, desde el mismo momento en que se cerca el espacio infinito en el que habita. Sólo la indomable fe en la libertad nos mantiene erguidos, y por eso creemos ciegamente en ella, como quien para vivir necesitara mecerse en la inocencia de su propia conciencia. Pero nuestra conciencia no es inocente, y nuestra libertad bien pudiera ser una quimera. Entonces, ¿qué nos queda? Apenas una ilusión, un fantasma, una película que cubre nuestra piel de sensaciones pretendidamente verídicas, una noción vaga de nuestra pertenencia al mundo, unas pocas cosas más, apenas nada: casa, amigos, familia, libros, y esa sensación de hartazgo infinito que te nubla la vista cuando tratas de preguntarte acerca de esas cuestiones tan repetidas y tan incontestadas, tales como quiénes somos, de dónde venimos o por qué estamos aquí. ¡¿Y quién lo sabe?!

Lo sabe quizás el que nada sabe, y en su ignorancia gravita. Lo sabe el que es erróneamente tomado por iluso, presa de la locura irreversible que provocan los libros. Lo sabe el que a sus años da holganza y vive en la más divertida de las estaciones, sin mirar a otro lado y sin detenerse a preguntar necedades tan absurdas. Y lo sabe el niño, que en su recién estrenada ignorancia es el más listo y el que mejor se adapta. Pues en la adaptación esté quizás la respuesta a tanta sabiduría desbocada que nos abruma, a tanto respondón que se cree en campo abierto cuando no ha hecho más que saltar al ruedo para batirse en la arena de la ilusión más abyecta, esa que está hecha de autoengaño y que trata de venderse vestida con los ropajes de la sabiduría.

Y es que creerse en campo abierto no es sino una construcción del lenguaje, un tamiz con el que el habitante del cercado trata de mitigar los efectos de visión tan insoportable, con la que querríamos nombrar no un campo cualquiera, sino un campo ancho y largo, grande, en el que no hay refugio, y en el que sólo caben dos alternativas: sobrevivir o perecer en la lucha. Aquel de vosotros que pretenda ingresar en la orden de los caballeros andantes, desfacedores de entuertos, debe antes pasar por la criba de la ilusión, y romper las bridas que lo atan a ella. Pues no es iluso el que salta la valla y recupera el contacto directo con la vida. Antes bien, ilusos son los que se quedan.


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