Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Efectos colaterales

De un tiempo a esta parte, en las cosas de la guerra no conviene andarse con medias tintas. Lanzamos al agua las redes de la información y al instante, sin gran esfuerzo, pescamos conflictos armados de diverso tamaño y extensión. Y con ellos pescamos también la morralla canallesca que merodea alrededor, en forma de declaraciones y actitudes, a modo de efectos colaterales.

Ante semejante captura, nuestro primer impulso es de rebelión. Pero no bien constatamos la vasta extensión de nuestras redes, y el exceso de información que capturamos con ellas, acabamos seleccionando las piezas de mayor peso y volvemos a lanzar al mar la cáfila que corretea inservible por la cubierta. Nuestras neuronas no pueden con todo, pensamos, y reunimos en cuatro o cinco bajeles lo que requeriría un trasatlántico del tamaño del titanic. Y siempre, curiosamente, devolvemos por la borda los detalles, las pequeñas cosas, lo que parece insignificante.

Una de esas piezas pequeñas e insignificantes, apenas perceptible, venía en la última edición en español de Le Monde Diplomatique, del mes de mayo de 2002, en un artículo de Selig S. Harrison publicado en la contraportada bajo el título "La ira creciente de los afganos contra Estados Unidos", en el que su autor transcribe parte de una entrevista que le hicieron en The Washington Post del día 18 de febrero de 2002 a Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa de EE.UU. Tras advertir el articulista que "son 3.712 los civiles muertos durante las ocho primeras semanas de hostilidades; o sea, más que los 3.062 estadounidenses víctimas de los atentados del 11 de septiembre", añade a continuación la reflexión de Rumsfeld, al admitir que 16 civiles inocentes murieron durante una operación en el norte de Kandahar el 24 de enero: "Yo no creo que se trate de un error. Las circunstancias en Afganistán son difíciles, nos guste o no. Todo es desorden. No es una situación clara donde todos los buenos están de un lado y los malos del otro".

Tales palabras denotan sin duda que los mayores y más graves efectos colaterales se producen en la mente de los hombres. Hablar de buenos y malos es un lugar común en la infancia, y también es muy común a ella la dificultad por encontrar voluntarios que hagan de malos, dispuestos como están todos a hacer de héroes rescatadores de damiselas en apuros. Hacer de malos, convengamos en ello, no apetece a nadie. Las cosas de la guerra, a menudo, recuerdan esos desvelos de la niñez, donde ser el Llanero Solitario o el Virginiano le llena a uno de gozo, y lanzado sobre las praderas del oeste se dedica a eliminar bandoleros sin hacer preguntas previas. Cuando esas fantasías se trasvasan a la realidad, la realidad tiende a superar a toda fantasía que se le ponga por delante. Y de tales trasvases vienen simplificaciones tan infantiles como la formulada por Mr. Rumsfeld, incapaz de distinguir una batalla real de aquellas otras que organizaba en el parque con sus amigos. Al parecer, no encuentra voluntarios que quieran hacer de malos.

Y es que lo sorprendente, tras la lectura de sus palabras, no es que vuelva a hablar de los famosos efectos colaterales con mayor o menor justificación, sino que insinúe la dificultad de delimitar dónde empieza uno a ser bueno y dónde a ser malo. ¿Debemos llevar un rótulo, una marca, un trapo a modo de señal colgado a nuestras espaldas? ¿Debemos pintar nuestra cabellera de algún color específico? ¿Cabe la posibilidad de que los menos buenos y los menos malos hagan una pequeña simbiosis e intercambien sus marcas? ¿Y no cabe pensar, asimismo, que un malo pueda llegar a ser bueno, acto de contrición mediante? O viceversa, ¿no cabe imaginar que un bueno se transforme en malo de toda maldad? ¿Es usted de los buenos, señor Rumsfeld, o de los malos? Y por último, llegados al límite de nuestra inquisición, ¿quién juzga la bondad y la maldad de un hombre? ¿Acaso el que aprieta el gatillo, o el que lanza el misil o la bomba de racimo? ¿Qué debe hacer un afgano para que se le considere bueno, y salvar así su vida, evitando los efectos-colaterales-incapaces-de-distinguir-entre-los-buenos-y-los-malos? Ahora ya dudo hasta de mi bondad: ¿Soy de los buenos? ¿O soy de los malos? ¿Importa acaso lo que yo opine de mí mismo, señor Rumsfeld? ¿Debo procurar, simplemente, no ponerme a tiro de sus soldados?

Intuyo que lo peor está aún por llegar. La colateralidad, esa enfermedad de las guerras modernas, parece que en algunos provoca alucinaciones de justiciero. Aún recuerdo como aturdido las comparecencias públicas de Javier Solana en su época de soldadito imperial justificando la caída de puentes y la voladura de autobuses. Los individuos que asistían al espectáculo, con pantalla de cine incluida, eran guiados por una mano invisible que les impedía ver el lado crítico de todo aquello, de forma que ahora vuelve a repetirse en suelo afgano y siguen mudos, como sometidos a una trepanación virtual. Nos esperan tiempos cargados de efectos neuronales colaterales. Y esos sí que son nocivos. ¡Que la razón nos libre de ellos!


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