Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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Elogio del insomnio

Todo elogio del insomnio es una forma disimulada de culto necrófilo. Porque la la muerte, dama de guante blanco y ojos negros que se lleva de noche a los que duermen, solamente se deja seducir por quienes son capaces de resistirse al sueño de los justos, y no se acuesta más que con los miserables. Extraño honor, el de los miserables: yacer junto a la dama, ignorar su halitosis, cortejarla. Recorrer su piel clara deseando el deshielo imposible de la carne, nieve blanda del último temblor que a veces estremece a quienes perseveran.

Debe de ser difícil el tacto de la muerte. No por frío, sino por desgastado. La muerte es milenaria en sus duelos nocturnos, ha sido sometida a todo tipo de rituales sádicos, se ha dejado embestir, ha tragado excrementos y ha escuchado paciente a sus lentos verdugos. Pero, al final, es tan pequeño el tiempo de los miserables. Ellos, que viven de día y mueren de noche, que esperan levantados a la dama y la acuestan despiertos en su lecho, y la aman y la temen y le escupen, tienen, como es sabido, todas las de perder. La muerte, que no lleva reloj, sobrevive con saña a todos sus amantes.

Mi padre es el mejor amante de la muerte. Recuerdo, desde niña, sus idas y venidas del comedor al dormitorio. Con el cigarrillo en la mano, como una pequeña espada luminosa contra la oscuridad de nuestra casa, mi padre deambulaba invocando a la dama, con una desesperación tan silenciosa que incluso era capaz de conmover las paredes remotas de mi cuarto. Entonces todavía no sabía que mi padre, un hombre ya casado y con dos hijos, le seguía siendo fiel a su primera novia. A su última novia. Sospecho que la muerte desprecia el matrimonio.

Los imagino juntos, bailando en el pasillo la danza más macabra que imaginarse pueda, con esa extraña mezcla de pasión y rechazo que, al parecer, guió todos los pasos de Fred Astaire y Ginger Rogers. Mi padre es un hombre pequeño pero elegante. La muerte le debe de sacar una cabeza y, en cambio, me la figuro torpe y desmañada. Juntos, encantadores y ridículos, cuántas veces despertarían las suspicacias de mi madre dormida. Tal vez en sueños se le aparecieron, moviéndose al compás ternario de su abrazo, tarareando un vals cursi y mortal.

Ahora que mi cuerpo ha crecido, que he cambiado de casa, de amigos y de novio, mi cabeza se sigue peleando con esa dama intrusa que robaba las noches de mi padre. Fiel a mis obsesiones como otros a sus perros, a sus esposas o a sus gatos, tramo alguna venganza. Desde hace un mes, la espero levantada, pero debo confesar que todavía se me resiste. Cuando aparezca ante mí —sé que lo hará más tarde o más temprano porque también yo, por derecho propio, me he ganado un puesto en el selecto club de los miserables— le plantearé un enigma que no podrá responder. He ahí mi victoria: escuchar el silencio de la muerte.

Aunque lo desease, no podría revelarles el contenido de ese enigma. Les adelanto, en cambio, que es una pregunta que cualquier miserable —y, si me apuran, incluso cualquier mortal— podría responder sin pensárselo mucho. Pero he llegado a intuir que planteársela a la muerte puede hacer que se enfríe incluso un grado más. O que se desdibuje el arroz blanco de su maquillaje. No es una cuestión metafísica. Tampoco práctica. Es algo susceptible de ser formulado en muy pocas palabras. Les dejo que se lo piensen. Entregada al insomnio cada noche, sólo espero encontrarme a mi madrastra para asistir, por fin, a su perplejidad.


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