Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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Escultura

Hoy no voy a hablarles de Camille Claudel, sino de mi peluquera. Porque ayer, mientras me miraba en el espejo de su salón, asistiendo al efecto de su diestra tijera, se me ocurrió que me estaba convirtiendo en una escultura. Inmovilizada en el sillón, embalada en un plástico rosáceo digno del mejor Christo, gélida o escaldada por la acción del chorro desafiante con el que me inundaba la cabeza, sentí que era una nueva Galatea a la que Pigmalión trataba de infundir vida y belleza. Pensé en decírselo, pero, además de admiración, mi peluquera me produce desconfianza. Todavía no he olvidado mi reciente desencuentro con una florista, que se sentía incomodada porque, en materia de envoltorios, prefiero el papel de seda al celofán y porque siempre le pregunto, sin piedad, los nombres de todas las flores que me llevo. El mejor remedio contra la tristeza es coleccionar nombres, porque los nombres tardan un poco más en marchitarse que las flores. Sobre todo si están escritos en latín. Se lo dije a la florista, pero creo que le dio igual. Se limitó a sugerirme que diluyera un terrón de azúcar en el jarrón. —A ver si así te duran más, añadió con cierta sorna.

Poco a poco, voy cogiendo confianza. El pelo va cayendo sobre mi regazo. La escasa luz de un ventanuco lateral hace bailar en los mechones reflejos de colores, convertidos en volutas flamígeras de un capitel decapitado, y me divierte tanto verme así, a medio cortar, que casi se me escapa un grito de alegría. La peluquera, como casi todas las de barrio, custodia un salón más bien sucio y descuidado, por donde campan a sus anchas los peines, las lacas, los tintes e incluso un producto de última generación que, según me aclaró, contiene keratina en estado puro. Qué miedo. La gomina se parece al fondo del mar, gelatinosa y cárdena como las medusas. La espuma que ahora extiende en la palma de su mano, y con la que corona las ondas de mi pelo, me hace pensar en el grupo escultórico “Las olas” de (esta vez sí) Camille Claudel. Pero donde la infeliz amante de Rodin pone agua de metal, mi peluquera pone agua del grifo. Las crestas de mis ondas se erizan, vanguardistas, mostrando una vez más que la naturaleza vence al arte.

Marcel Duchamp introdujo un urinario en un museo. Mi peluquera es capaz de eso y de más. Me sorprendo a mí misma, que siempre he hallado placer en el horror, escandalizándome al comprobar el calamitoso estado de la bacía y preguntándome si Elenita, que es su nombre &mdashy también, por cierto, el de mi madre—, se habrá molestado en limpiar ese cepillo de crueles púas con el que me acribilla. Vana sospecha. Elenita es una pequeña Francis Bacon que reina en su caótico estudio de provincias ajena a los protocolos de orden y limpieza que se nos exigen al resto de los mortales. Al mismo tiempo, demuestra tal arte en el manejo de la navaja, ahora que la empuña para desfilar lo antes cortado, que me hace casi sentir incómoda, ajena como soy al inquietante enigma de su furor cisorio.

Elenita culmina su labor con un gesto decisivo. Si Dios sopló (o besó, según otros exégetas) para secar el lodo de la carne, mi peluquera blande un secador inmenso y descarga su viento sobre mí. Puro aliento de vida, que resume el calor de la creación y la locura de las tempestades. La arcilla que yo era cobra forma, y un impulso de laca me barniza y deja sobre el pelo una leyenda que dice “no tocar”. Salgo de allí traspuesta, con una escultura ardiente en la cabeza. Por el camino, me encuentro con mi amiga Cristina Villarmea, a quien trato y admiro por su maldad congénita, y le recomiendo encarecidamente que visite mi peluquería. Cuando añado que ya tengo tema para el artículo de Almacén, me dice que me ande con cuidado porque cada vez me parezco más a Elvira Lindo. Ten amigas para esto. Y yo que sólo quería hacerle un regalo de cumpleaños atrasado a Alberto Majoral…


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