Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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Comer con las manos

Nos lo decían siempre nuestras madres, "hay que lavarse las manos antes de comer". O, en una variante más moderna, "no se debe coger nada del suelo". En su tan comentada como mal leída Vida sexual, C. Millet escribe de uno de sus múltiples amantes que tenía manos más de señalar que de palpar. Bello elogio. También paradójico. Mi amigo Daniel Salgado me contó que se había enamorado de una mujer por la delicadeza con la que había abierto el ligero abanico de sus dedos antes de sujetarse con la base de la palma en la barra horizontal de un ómnibus. Le comprendí perfectamente.

Desde pequeños, nos enseñan que utilizar las manos, en el más ancho y ajeno sentido que quiera dársele, es signo de barbarie. Auschwitz mediante, diría el otro, es a su vez indicio de civilización. El caso es que a mí siempre me ha gustado conocer por las manos, que a veces se parece a saber de memoria. Sea o no un mal hábito, sigo recogiendo cosas del suelo: cuanto más sucias y ajadas, más apetecidas. Y, sobre todo, cuando estoy en confianza, como con las manos. Bienaventurados los que creemos sin necesitar ojos. Tal vez por llevar gafas.

Una vez, hace tiempo, en una haima libia me pareció ver a Dido comiendo de un plato colectivo de cuscús, previamente amasado con los dedos y lo juzgué una nítida figuración del lujo. Otro día, un inmigrante venezolano me enseñó a hacer harepas bajo el grifo, a moldear entre gotas aquella masa informe, como dioses antiguos frente al barro del alma.

Aquí en la Habana, ciudad desde la que les envío esta postal eléctrica, también se come mucho con las manos. No vayan a creer que idealizo. En este lugar, el confort y la higiene son, a menudo, ausencias elocuentes. O, si se prefiere, son gritos al oído de la blanca europea que, como en condena trágica, impiden que se escape de su medioburguesa condición. Limpiarse todo el tiempo, darse varias duchitas, estar cómoda: formas de jerarquía. Sólo que la europea tiene en su haber, e incluso en su pasado, un nada desdeñable capital de extranjerías, extravagancias y extemporaneidades. Y hétela aquí, a Paredes, que posee divisa y puede comer (es decir, que puede degustar esas apetitosas tres comidas que el hábito español hace reglamentarias), se atreve a desviarse ligeramente del guión y reclama, a falta de una estrategia más efectiva, su legítimo derecho a comer con las manos. Todo le sabe, así, muchísimo mejor. Lo de chuparse los dedos adquiere, por fin, sentido literal, sin metal interpuesto que separe la carne de la carne. Como debiera ser.


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