Revista poética Almacén
Impossibilia

[Marta Paredes]

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Alianzas

Si alguna vez me casase, lo haría con una alianza muy sencilla. De metal, sí, por noble y por durable, pero tal vez de bronce segundón, o de cobre verdoso. Por dentro, haría tatuar el nombre de mi otro. El placer de saber que está ahí, presionando la piel de la falange, y al mismo tiempo vedado a la vista de los muchos curiosos. Del ritual del casamiento me atrajo siempre esa dualidad entre lo público y lo privado. El sello, con testigos, de una unión que, por definición, se forja siempre a espaldas de la gente. Cuando no en su contra.

De pequeña, ya cursi, soñaba con mi radiante y blanca boda. Ahora pienso que, por educación o por genética, mis padres me condenaron a un destino romántico. Ellos se casaron al mes de conocerse. Mi madre, treintañera a medio camino entre lo vamp y lo camp, alimentaba con más escepticismo que pasión un largo noviazgo a distancia con un valenciano cuarentón. Mi padre, veinteañero afecto al existencialismo, a la poesía y a la pana había llegado a la rápida conclusión de que la vida no tenía sentido y, por lo que he sabido luego, coqueteaba a menudo con la idea del suicidio, idea que tiene bastante más de ideal utópico que de fatalismo. Los dos se veían eternamente solteros, es decir, eternamente libres.

Se conocieron, precisamente, en una boda. Se miraron, se sonrieron, el arquero, tartamudo y sonrojado, los flechó. En treinta días, unieron formalmente sus destinos, ante la general desconfianza de sus familiares y amigos, que, con cierta razón, creían condenada de antemano aquella boda. Contraviniendo las peores profecías, mis padres aún se quieren. Me atrevería a decir, y ya es mucho decir, que están enamorados. Así los pienso yo, con cariño y admiración, bellos supervivientes de su espíritu de contradicción. También de su locura.

Eso sí, antes de casarse emprendieron una singular peregrinatio amoris a San Andrés de Teixido, santuario barroco donde, como se sabe, florece la llamada “hierba de enamorar”. Es evidente que, a esas alturas, los filtros les hacían más ilusión que falta: el destino había obrado por su cuenta, a su riesgo. A mi madre, que es la que lleva siempre la iniciativa, se le ocurrió trenzar la enredadera erótica y hacerle a mi padre una sortija. Siempre me encantó el gesto: un anillo de hierba. La hierba, algo tan frágil, sujeta ya no al tiempo, que todo se lo come, sino a la misma brisa que acaricia el camino.

Mis padres, desde luego, tuvieron también su anillo nibelungo. Y esa alianza sólida, dorada y lisa, grabado en una mano el nombre de otra piel, se parece mucho, ya lo dije, a la que yo deseo como mía. Una vez mi padre perdió la de mi madre. La historia es muy bonita, y me adornó la infancia, así que se la cuento. Mi padre es hijo de labradores, cosa que en la Galicia de los años cuarenta no era contingencia, sino necesidad. Con el tiempo, se hizo hombre de letras, pero cada vez que volvía a su aldea regresaba a las armas, con la misma belleza y dignidad, con la misma tortura ensimismada, de sus hermanos, de los que no escaparon al destino del hierro sobre el campo. En uno de estos trabajos, se puso a recoger patatas nuevas y, sin querer, dejó caer su anillo de casado, como simiente de oro que, gustosa, la tierra le aceptó. Cuando regresó a casa se percató de la pérdida. Mi madre y él, los estoy viendo ahora, lloraron como novios. Imagínense, tendría yo cuatro años. Vivían todavía su noviazgo, sus risas y sus lágrimas, ellos que no lo habían tenido porque se habían casado sin plazos y sin planes.

El anillo, desde luego, apareció, pero no lo hizo hasta la siguiente cosecha. Mi abuela llenó un saco de patatas y nos las trajo a casa. Nos las fuimos comiendo, poco a poco. Cuando se acabaron, mi madre sacudió el saco vacío para limpiar sus restos de tierra y de raíces y entonces cayó al suelo la alianza. Con estos mimbres, el buenazo de Rivas forjaría una oda a la delicada flor de la patata. Menos lírica yo, celebro el caso como un episodio de justicia poética.

Pero, desde luego, de entre los cuatro anillos de mis padres, prefiero los de hierba, los de novios, los del aire. Actúo, en esto, como Pentesilea, heroína trágica de Heinrich von Kleist. Reina de las amazonas, Pentesilea lucha con Aquiles en combate singular y, a punto de matar o de ser muertos, se enamoran los dos. Él desea conocer su nombre, recibir de ella una prenda. Ella se le resiste. Transcribo su palabras:

AQUILES: Aparición brillante, que desciendes a mí como si la región del éter se hubiera abierto. Dime, mujer extraña, ¿quién eres? ¿Qué nombre te daré cuando el alma me pregunte de quién soy?

PENTESILEA: Si te pregunta, descríbele mis rasgos. Y ellos serán mi nombre, tal como me imaginas. Y este anillo de oro te regalo como prueba, para que te sientas seguro, y si lo muestras, todos te enviarán a mí. Pero un anillo se pierde, y se pierden los nombres. Si mi nombre se te olvidase, si perdieses el anillo: ¿volverías a recordar mi imagen en tu interior? ¿Sabrías evocarla con los ojos cerrados?

AQUILES: Está grabada en mí, como talla en diamante.

Como talla en diamante, o cálamo en tablilla. Eso es lo que más me gusta de la hierba de enamorar, que es capaz de ceñirse, sin ruido, a los muros más altos.


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Comentarios

Excelente!!!!!!

Comentado por Rosana el 5 de Noviembre de 2003 a las 07:30 PM