Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Teratología III. Tratado del miedo

El monstruo es el miedo. Nuestro miedo. Lo monstruoso es como un vapor emanado por nuestro cuerpo que va tomando formas extrañas e imperfectas; o quizás sumamente perfectas: lo monstruoso es una categoría estética puramente estadística: lo define la mayoría.

Con fecha de 12 de Enero de 1959 Roon Grebelek anotaba en su cuaderno:

"Cuando estudio a los insectos, a las larvas, a los microbios... y me miro en el espejo, veo claramente hasta qué punto la perfección, la belleza, el canon estético y moral no son sino el resultado de una visión del mundo particular, segregadora y egocéntrica del ser humano. Si no consideramos que el modo en que un perro está conformado es monstruosa es sólo porque llevamos muchos siglos viéndolos a diario."

El monstruo —el ficticio y el real: Nessy o un hombre nacido con dos cabezas— es la proyección del cerebro moral y limitado del hombre.

A continuación inserto un breve relato escrito por mí hace unos cuatro años; cometo la imprudencia de aprovecharme de mi propia y torpe prosa por el simple hecho de que hay cosas que, bien o mal, uno sólo es capaz de decirlas de determinado modo.



Tratado del miedo

Hay un anciano ante una senda vacía. Nadie regresa de la ciudad lejana; sólo el viento sobre las últimas huellas.

Yo soy la senda y el anciano, soy la ciudad y el viento.

Antonio Gamoneda, Libro del frío.


Llevamos diez días tras la bestia. El frío congela las bebidas y aterece las manos. La nieve acabó de borrar esta noche todas las huellas: hacia atrás no hay pisadas ni restos de fogatas; hacia delante, camino del hielo de los picos, dos metros cubren todo vestigio del monstruo. Carlos y Garduña hablan de volver y yo les explico que ya no hay vuelta. Los otros no están en condiciones de pensar. Julio hace tres días que sólo rige las piernas para seguir nuestros pasos y apenas sí tiene fuerzas para comer y ya se caga encima por penuria de los músculos. Cortés viaja arrastrado en una lona con los dos piés negros de gangrena. Arturo lleva en los ojos la enajenación del miedo.
Comida ya no queda. El perro se agrupa a mi cuerpo y tiembla y su lana desprende un calor agradable de rastrojos vivos. Ya no rastrea. El frío le mató el olfato. Ahora me será imposible justificar su vida.

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Garduña me dice del monstruo que es como un lobo hambriento en su ferocidad. Engulle sierpes y ganado y arranca sin freno los miembros del humano. Aún comiendo vegetales depone sangre y escupe acónito a los ojos de sus víctimas. Su forma cambia, y a veces es nieve o roca, a veces viento, y a veces se viste con la carne de sus víctimas.
Sabemos que llora y ruge porque nos rodea su aliento desde que partimos. Diluidas entre el clamor de la ventisca nos llegan sus quejas. Nadie que lo haya visto vive.

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Salimos quince tras la bestia. A todos quitó algo. A los más afortunados arrebató el ganado o las gallinas o destrozó el huerto y los almiares. De otros se llevó la mujer o la madre; violentó niñas y ancianas y quemó viñedos. A mí nada hizo. Yo tengo un hijo, y lo siento en el llanto de la bestia.
Aquí, en este punto de la montaña igual a cualquier otro, nublados por el blanco y el gris de la tormenta, tras diez días de horror, quedamos seis.

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No hay paisaje. No hay día ni noche y sólo alguna madrugada se percibe el destello lejano de la luz. Somos bultos entre el blanco y la grisura y salvo Arturo que no pestañea, abrimos los ojos lo justo para que no se congelen las pestañas.

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Cortés cree en un monstruo verde de hiel, deforme como los roquedos que rompen el entorno. Por sus venas corre la ponzoña y su aliento atosiga y corrompe. Sus partes seccionadas crecen como ramas de árbol. Él mismo crea su progenie pues está dotado con miembro de macho y vaina de mujer. Vive entre el hielo y sólo baja al valle para aterrar al hombre.

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Se comen al perro. Aprovecharon una tregua del viento para prender unos cartones y tostar un poco la carne aún caliente. Yo lloro alejado del grupo. Vomito asqueado cuando noto jugos en la boca al ver el banquete.
Julio murió. Se dejó ir hace días. Se agarró a la biblia y se tendió al frío. Amaneció bajo una capa de hielo. Hablamos de abandonar a Cortés. La gangrena le corroe ya por las rodillas y ahora que amainó un poco la tormenta será posible avanzar sin él. Menos Arturo, que empieza un gesto y no mira, todos asentimos. Cortés nada reprocha mientras nos alejamos, pero Garduña tiene el valor de volverse y clavarle una piqueta en la cabeza.

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Amo la lentitud del cierzo, la caricia áspera y cortante de su llegada, el silvido del viento sobre las cosas. Amo cómo se ahueca la nieve y cruje bajo mi pisada. Amo la tiniebla blanca que nos envuelve. Amo el aliento de la bestia y el miedo. Amo todo lo que me queda, sabedor de mi muerte.

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Atravesamos un muro de copos, frío y viento que nunca acaba. No hay descanso porque en cada pesado paso arrastramos el vértigo de pisar fuera de la senda, sobre el vacío. El único espacio posible lo llevamos en los piés porque pensar que la bestia acecha nos impide imaginar atrás o adelante o por los lados. Sólo avanzamos.

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Sentimos su latido en nuestras sienes; su humedad en nuestra piel mojada; su tacto se proyecta en cada copo; su hedor se huele en nuestro miedo. Yo vuelvo a mi niño para no rendirme. Lo imagino caliente y rojo o verde. Luego, una agresión del viento me obliga a pensar en cada paso y veo que estoy muerto y que después bajará por el niño.

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Llego al cuerpo. Me afirmo a la cuerda que arriba sostienen y observo. Está deshuesado por los golpes y sin forma de hombre. Tiene el color asimilado al entorno. Bajó quebrándose contra cada risco de hielo. Casi nos arrastra a todos. Carlos cortó el nailón a tiempo de salvarnos. Se había agachado de pronto cubriéndose el rostro con los brazos, lloriqueando. Después inició la estampida de un grito y se precipitó aterrado fuera de la senda. Lo vimos en el vacío lo justo para saber que ya no gritaba. Arturo, la mente seca por la presión del miedo, no aguantó.

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Decía Arturo que el monstruo ve de un solo ojo que tiene en el pecho. La amplitud de la boca le cubre todo el rostro y hiede y supura por el cuerpo una baba azulada que aflije y condena al que la ingiere. Los brazos son largos en extremo porque se ayuda de ellos al andar, y la cola es fina y cortante al punto de segar un cuerpo. Tiene doblados en número todos sus órganos de modo que duplica su fuerza y aguante, y siendo uno dañado acude al otro. Teme y odia intensamente, y para la caza utiliza la cólera de veinte dioses.

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Yo intuyo de la bestia que no es fiera ni mostruo deforme, sino de humana forma y cerebro. Es hombre en el vigor y el sigilo, anciano por la astucia y la calma, es niño cuando llora y mata. Es todos los tiempos y ninguno: añora lo que ya se pudre y la cólera en sus dedos destruye lo que ve.
A veces no lo siento en el hielo y pienso que el monstruo era Arturo o Cortés o alguno de los otros. A veces vuelvo mi rostro hacia el de Garduña y espero aterrado encontrar en sus ojos a la bestia. Las menos busco en mi alma despojos del monstruo.

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Vamos. La cumbre se perfila ya entre los claros de la ventisca. Esperamos que surja de la nieve y nos despiece o nos arroje como piedras al abismo. Ebrios de miedo movemos el cuerpo para seguir sobre la senda. Yo, como un niño, me oculto la cara con las manos y me imagino invisible.


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