Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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¿Hay alguien ahí?,


preguntamos sumidos en la oscuridad, cuando un ruido extraño altera la armonía de la estancia. Es una pregunta que deja en el aire un poso de inquietud, una espera que se hace eterna cuando reina el silencio, cuando ninguna respuesta viene a romper el cascarón de esa nuez enigmática que oculta en su seno la llave del conocer, cuando buscas sin acierto esa rendija abierta, esa mirada lúcida que libere de dudas el campo minado de las ideas.

¿Hay alguien ahí?, cabría preguntarse también cuando, tras plantear cuestiones de interés, se recibe la callada por respuesta. El silencio ante sus argumentos produce desolación en el contertulio. Le invade la sensación de que sus preguntas sin repuestas vagan como enigmáticas "mónadas sin ventanas", como si encerradas en su misma interrogación sus preguntas se enquistaran hasta perecer confundidas en esa misma oscuridad de la que partieron.

Esa pregunta —toda pregunta— se alza entonces como mascarón de proa, como punta de lanza, como la primera y más vital de las etapas que todo razonamiento debe recorrer en el camino del conocimiento. No sirve de nada contemplar sentado en la roca el discurrir de las cosas. No sirve de nada explicar el mundo como un cuadro detenido, como una foto fija, como un lugar estático donde cada elemento juega su papel, sólo uno, engarzado en una máquina espantosa. Al contrario, hay que armarse de herramientas capaces de interrogar al mundo e indagar en sus goznes, en sus resquicios, en sus rincones más ocultos. Ser activo frente a lo ignoto, insistir, elucubrar, disentir y vencer al prejuicio. He ahí la sinrazón que dota de sentido a la pregunta inverosímil.

Richard Dadd, glosado por Octavio Paz en El mono gramático, fue un enloquecido buscador de semillas escondidas. En su cuadro titulado The Frairy-Feller’s Masterstroke, multitud de gnomos miran expectantes la escena en la que un leñador, armado con un hacha, se dispone a partir una nuez —¿o era una avellana?6mdash; ¿Qué hay dentro de ella?, se preguntan mientras mantienen los ojos bien abiertos, con caras que oscilan entre la avidez y la inquietud, ignorantes pero al mismo tiempo sabios, pues desde su misma ignorancia están dispuestos a saber, a recorrer el camino que va de lo desconocido al interior de la nuez. ¿Qué hay dentro de la nuez?, nos preguntamos a menudo, mecidos en la ignorancia más absoluta, y a menudo damos media vuelta y no esperamos, no insistimos, no inquirimos con la perseverancia del gnomo. Saber es caro en los días que corren. Detenerse a contemplar el flujo del río, una quimera. Pues los días, efectivamente, corren, ya no andan. Corren con la prisa del autómata, y embutidos en la constancia del trajín periódico, los días repiten hasta la saciedad los mismos gestos y las mismas actitudes. Nada escapa al amanecer. Y nada se deja por hacer cuando declina el día. La mansedumbre se ha instalado en el quehacer de la neurona, cada vez más adocenada ante el misterio, cada vez más enlatada entre los tubos catódicos, mecida por respuestas virtuales en la placidez más absoluta —la misma que reina en los cementerios.

Pensar y escribir al hilo de lo que ocurrió hace un año se está transformando en un deporte de masas. En esta innombrable efeméride, vendidos al plumilla de turno, miles y miles y miles de seres humanos acuden al redil a recibir su dosis de torregemelismo. Saciado el apetito, duermen luego sumidos en el mejor de los olvidos, gestado en los arrabales del entendimiento por esa rabiosa actualidad —¡vaya epíteto!: ¿muerde?— que se asoma por la pantalla de los telediarios, por las páginas de los periódicos o por los noticiarios radiofónicos.

Salir a partir nueces parece ser el destino del que pregunta y no encuentra respuestas, agazapado entre tanto mausoleo virtual. ¿Hay alguien ahí?


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