Revista poética Almacén
Estilo familiar

[Arístides Segarra]

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El olvido

Nada más natural que hablar de uno mismo. Irene lo hace. De ella, de mi, de mi mujer, de su madre. Por cierto, está muy enfadada con ella porque no le pone el cinturón de seguridad del coche como ella quiere. Le gusta más cómo se lo pongo yo. Permítame el lector esta pequeña maldad, migas de un pastel que seguramente no comeré nunca. Pero sigamos con el tema que nos ocupa: mi hija se autobiografía. Ya, ya sé que es muy joven para vender con provecho sus memorias al Hola, pero no es ése el propósito que mueve mis dedos sobre el teclado.

Ciertamente, mi niña no escribe todavía mas allá de su propio nombre, pero ello no significa que no sea capaz de construir un texto, un informe guardado en su memoria de los hechos que le acontecen, de modo tal que puede generar versiones más breves o más largas de sí misma, y sujetas, como discurso que son, a diferentes interpretaciones. Visto de otro modo, mi hija miente más que habla, puesto que al hablar del pasado, mentimos con cada aliento.

Con todo, su interlocutor no se lo tiene en cuenta. Cuando apago la luz, le cuenta a Bunny sus cuitas del día, los acontecimientos, los recuerdos de jornadas pretéritas y la percepción, dolorosa para mí, de su ayer, pues raramente recuerda su pasado conmigo, mi más preciado tesoro. Bunny es el conejito de trapo que puse en su cama cuando tenia veinte días. Ya que inevitablemente adoptaría un compañero de sueños, preferí elegirlo yo. Era la primera y, con seguridad, la única vez en que podría y querría hacer tal cosa.

Con la autobiografía nos ubicamos a nosotros mismos en el mundo simbólico. A través de ella nos identificamos con una familia, con una comunidad, con una cultura. Cuando generamos nuestra autobiografía a partir de recuerdos episódicos, intentamos la lastimosa operación de hacer creer que somos quienes somos, normalmente altos, guapos y felices, gracias a nuestro pasado, o si somos medianamente inteligentes, a pesar de nuestro pasado. Pero esto último sucede pocas veces, y aún tan sólo para ensalzarnos en el presente como self-made-man: Mario Conde, Javier de la Rosa, Eduardo Zaplana, José María Aznar. El self-made-man es una importación pedorra que oculta una triste realidad: todos queremos ser “el Lute”, de quinquis a abogados y escritores, protagonistas de biopics. Evolución que constata nuestro laxo y laxante Imanol Arias. De La muerte de Mikel a Eleuterio Sánchez, para acabar de inspector de policía en Brigada Central.

Algo así debió pensar Imanol Arias cuando decidió aceptar el papel de Antonio Alcántara en Cuéntame cómo pasó. Este chico no aprende, o simplemente cree en lo que hace: buscar en el pasado, en el recuerdo (selectivo siempre, gratificante) las causas de nuestra felicidad actual, la razón de nuestro lugar en el mundo.

Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, sino de un patio de butacas en que el cura tapaba la lente del proyector con la mano cuando Tarzán y Jane despedían la película con lo que ya en la época era un beso más casto que el que se daban mis padres cada mañana. En mi huerto claro maduraba la comida de cada día, sólo que ni el huerto, ni la comida, era mía. La formación escolar comenzaba cada lunes y acababa cada viernes en formación militar, con un acto de homenaje a las banderas (la nacional en su sentido guerracivilista, el único posible para mi, y la de la Falange) amenizado por nuestras voces entonando el Cara al sol. Usted, lector amable, puede pensar que, efectivamente, me autobiografío y que, por tanto, también miento. Sin duda, puesto que también construyo con ello la biografía de mi hija: la historia de sus vivos y la de sus muertos. Puedo mentir, pero no olvido.

La ficción autobiográfica de Cuéntame, el niño-narrador, que no protagonista, que rememora ya adulto su pasado, sólo puede contar mentiras, sólo busca el olvido. Tomada en préstamo de The wonder years, olvida la premisa principal que sostiene el edificio y evita el derrumbe. Lo que hemos de ver en pantalla es un niño protagonista y sus problemas, que sólo lateralmente se ven afectados por el mundo de los mayores. La mirada cándida, no inocente, sino inexperta. Una visión del pasado subjetiva pero no intermediada, que contrasta con el recuerdo y la reflexión del adulto. Kevin Arnold, en The wonder years, problematiza su biografía. Cuéntame la reduce a la más absoluta inanidad.

La España que resulta de ello es un lugar excelente, por cierto, que predice y presupone la realidad actual. Una realidad que nos merecemos, y que nos ganamos a pulso en aquella particular academia de Operación Triunfo que fue, según parece, el franquismo: España va bien, tenemos trabajo, cama, comida, piso, televisión... Y si alguien lo duda, nos bañamos en Palomares, perdón, en Muxía. Sólo una duda, ¿a quién se le ocurrió caracterizar al Generalísimo con una peluca rizada?


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