Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

Otros textos de Por arte de birlibirloque


Discursos sobre el poder (II)

Inclinado sobre la blancura del papel, qué puedo escribir si no borrones. Hoy, la página son las gastadas espaldas del mar, y las letras son manchones inmensos de desprecio. El fuel que se escapa de las entrañas del petrolero hundido es una metáfora mordaz —si se me permite tal uso, más allá de esa cruda realidad que escuece como herida abierta— del progreso como motor de la historia. Paradoja rampante, el mundo se olvida de sí mismo y se autoinmola tragándose el vómito para expelerlo luego desde las profundidades del océano. No. El mundo, no. Si acaso, sus habitantes, y no todos. Basta ya de ocultaciones: el origen de la porquería que desprende el barco partido en dos está lejos. Miremos hacia otro lado.

Leía el otro día en un artículo periodístico la tesis del "levantamiento del velo societario" y me carcomía un sentimiento de ira y escepticismo. El velo societario es la clave de bóveda del capitalismo: ¿qué sería de él sin las sociedades anónimas, sin la limitación de responsabilidades societarias, sin el trasiego constante de accionistas escondidos tras la máscara del capital? Huele a podrido más allá del Prestige. A diferencia del producto con el que comercian, sus propietarios no dejan rastro. No se contaminan sus salones de terciopelo, sus cuellos blancos, sus zapatos acostumbrados a la mudez de las moquetas. Compran y venden voluntades, velos de silencio donde esconderse, mientras cultivan, altivos, un altruismo de salón que los delata.

¿Cuesta tanto trabajo entender que el derecho es un instrumento de poder? Hablo, por supuesto, del poder económico, pues el otro, el político, cada vez lo es menos. Nuestros gobiernos son meros ejecutores de una política diseñada por otros. Es así. Y no debería llevar a escándalo. La importancia creciente del valor de cambio —todo, esto es: TODO tiene un precio— hace que las leyes y los reglamentos se valoren a buen precio en el mercado de instrumentos puestos al servicio del banquero para dirigir las riendas del negocio. Vestir esas normas jurídicas de legitimidad democrática es ya tarea propia del departamento de publicistas, y hoy ya se sabe: la mente del ciudadano que vota se desdobla por millones ante la pantalla del televisor, conectada a la unidad central de proceso de la información.

¿Y qué hace el propietario anónimo de un petrolero cuando éste se hunde?: abandona enseguida el barco, como las ratas, y le deja la patata caliente al gobernante, que para eso está y para eso le paga. Lo malo de esta película es que ni propietario ni gobernante minoran su patrimonio, no pagan por ello. Pagamos los otros. Los mismos que a fuerza de consumir productos derivados del petróleo enriquecemos los bolsillos del autor anónimo de la fechoría, que además de enriquecerse a nuestra costa, nos llena de mierda hasta las cejas. Los mismos que a fuerza de votar a esos gobernantes les inflamos la egolatría y les hacemos incluso creerse patriotas, salvadores o benefactores. Cuando cobras conciencia de ello, la sensación de abandono e impotencia es paralizante. Sabes que cada cierto tiempo ocurrirán desgracias como la del Prestige. Otro día será en Doñana con las minas de Aznalcóllar. O en Chernóbil con una central nuclear que se quede obsoleta. O en el Atlántico Norte con un submarino de propulsión atómica. La lógica del sistema económico que rige nuestras vidas no puede evitar esas catástrofes. Vive sobre ellas, o mejor, a expensas de ellas.

La inseguridad ante los elementos exteriores es una pauta común en el comportamiento de las sociedades modernas. Marcado por un sentimiento de fragilidad, el hombre contemporáneo delega en el Estado la gestión de los medios necesarios para evitar sucesos como el del petrolero hundido. Así, tras soportar acontecimientos trágicos preguntamos de inmediato si cabían soluciones, resurgen pensamientos míticos escondidos que imploran el regreso del Leviatán hobbesiano —vil ironía: un monstruo marino que nos salve de esos otros monstruos que navegan por las anchas aguas del planeta—, al que cederíamos con gusto parte de nuestra libertad a cambio de seguridad y protección frente a las desdichas.

Hay que despertar. Hay que escupir con fuerza tanta ensoñación. ¿No intuís acaso que esa cesión de libertad se firma en blanco, pues los gestores de lo público se dedican a otra cosa? Insisto: los principios de su acción política descansan sobre la varita mágica del beneficio empresarial, capaz de superar todos los problemas, sean estos de tipo sanitario, educativo o económico. Duele, y mucho, que nos dejen sin medios de defensa frente a la dificultad. Pero mayor y más profundo es el dolor que provoca el mar de fondo del déficit cero, ese tótem liberal que es venerado en las iglesias adoradoras de la mano invisible del mercado. O el desprecio con que nos tratan quienes piensan a expensas del erario, y que sigilosamente lo dilapidan. Duele ver cómo caemos en el engaño del sistema económico. Duele este mundo enfermo.

Para todos aquellos banqueros y gobernantes que retroalimentáis vuestras neuronas con manchas de fuel oil, y tratáis luego de expelerlas en círculo con la fuerza de la insidia, valga un llamamiento impulsivo: desafiar a la naturaleza tiene un coste. No económico o de votos, o más allá de ellos: es desafiarse uno mismo como ser humano, doblemente. Pues a este paso, si perdéis la apuesta, os quedaréis sin consumidores y sin votantes, sin tierra donde explotar vuestra empresa. Y deberíais ser doblemente enterrados bajo las manchas de ese fuel que no supisteis ver a tiempo. Para que nunca más asoméis el pico. Ese mismo que les sirve a las aves inocentes para envenenarse mientras tratan de limpiar sus alas pringosas de azufre.


________________________________________
Comentarios