Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Discursos sobre el poder (III)

Sucede a menudo que las palabras se ven reflejadas en la realidad, en un sentido opuesto al que la tradición agustiniana nos enseña: lejos de señalar a los objetos, son señaladas por ellos. Me ocurrió leyendo a mi compañero almacenista Marcos Taracido, cuando en sus dos últimas columnas nos aleccionó certeramente acerca de los silencios del poder —monárquico y eclesiástico— y sus afluentes. Su lectura, y la de los textos allí anotados de Mariano Gistaín y Javier Marías, me llevó a escribir otra más de mis columnas acerca del poder. Y van.

Decía Marcos que “el silencio lo impone el poder que aún tiene la Iglesia, la capacidad que conservan de dar miedo. Y es que el silencio vuelve, o quizás sólo sea más notorio y siempre estuvo ahí y alcanza todos los ámbitos y todos los estilos y todas las formas”. Poder que la Iglesia comparte con banqueros y políticos, con quienes se pretende propietaria de la palabra, y la reparte como alpiste para buches agradecidos. Ellos mismos no ignoran que la palabra es poder. Poder para decir y para callar, para nombrar y para olvidar, para mover los hilos del pensar como se mueven los muñecos en un teatro de guiñol. Poder, en fin, para crear el mundo en el que el poder quisiera reinar.

Enfrentarse a la lógica de ese poder, capaz de dar y quitar palabras como tesoros escondidos, requiere ciertas dosis de heroicidad. Llamamos a ese enfrentamiento “contrapoder”. Para llevarlo a cabo, es necesario tomar conciencia de la fuerza que esconde la palabra, cuestión reservada cada vez a menos gente. Dueños de la lucidez que concede el lenguaje, esas pocas mentes preclaras se niegan a callar cuando se les dice que callen. O se niegan a hablar cuando les impelen a hablar. Y es que el poder sabe de esa lucidez: el discurso de la verdad oficial, sea ésta política, médica, pedagógica, económica, literaria o filosófica, esconde entre líneas los silencios que le sirven de argamasa. No ceja en la elaboración de doctrina. Y sale incluso a la calle con afán proselitista, pues sabe que en su lucha se juega su propia supervivencia.

Frente a ese instinto de supervivencia, que moviliza todos los resortes del poder, el otro lado levanta barricadas y se organiza en una guerra de guerrillas, ágil frente al infortunio y las dificultades. Parece como si el poder agigantado, similar al elefante, no pudiera controlar el corretear del ratón entre sus patas, que se mueve con cuidado de no morir aplastado, pero sabe de su superioridad en el regate corto y en el manejo de la cintura de las palabras. La fuerza del contrapoder es la fuerza siempre en libertad de la palabra. De la palabra capaz de asimilar todo lo que le rodea, como la red en la que habita esta revista, que en los tiempos que corren se ha rebelado con astucia frente a los intentos de limitar su cada vez más extensa telaraña.

En esa labor de zapa, no conviene confundir la reacción con el anquilosamiento: las palabras embalsamadas no sirven para la acción, sólo para los ritos y las liturgias. Desde el derecho –gran embalsamador del poder– se mitigará alguno de los efectos perniciosos derivados del ejercicio del poder, pero quedarán intactas las causas. Es por ello que el contrapoder juridificado se convierte al rato en poder elefantiásico. Las experiencias revolucionarias del pasado siglo deberían enseñarnos algo: no por reforzar al Estado nacido de la revolución haremos que la revolución triunfe. En el momento mismo en que se produce, la revolución ya ha triunfado. Y lo que le resta, si no logra escapar al hieratismo del derecho, es una pendiente hacia el abismo que quiso eliminar. ¿Revolución constante? Constante interrogación, si acaso. Y constante recuperación de la palabra, esa mágica pieza del ensamblaje que nos permite habitar la tierra más libres, pero también más esclavos, a poco que alcemos la guardia.

Un último apunte para la reflexión: la educación en el uso de la palabra es siempre la asignatura pendiente en el aprendizaje de cualquier rama del conocimiento humano. Una juventud que sepa leer, hablar y escribir, necesariamente sabrá pensar. Propongo un ejercicio a desarrollar en las aulas, al menos una vez al mes: saquemos a la luz, con datos concretos, pelos y señales, las capas de verdad oficial con las que se intenta ocultar la realidad de las cosas. Desnudemos de una vez por todas la enorme cebolla del poder.


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