Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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¿Palabras o etiquetas?

La tradición nos ha enseñado que las palabras son como etiquetas adheridas a las ideas y los objetos, y que siempre que queremos decir algo, basta con acudir a la tabla de correspondencias y hallar la palabra adecuada para tal o cual idea u objeto. Esa tabla de correspondencias es identificada con la palabra diccionario, y en ella encontramos la solución a todos nuestros problemas. De esta forma, la comunicación se constituye como una estrategia de identificación de los signos adecuados para lograr que otros, que comparten conmigo ese sistema de signos, entiendan lo que yo quiero decir. Hablar un idioma se convierte así en una suerte de salida al exterior de aquello que cocino en mi interior, bien entendido que para ello debo utilizar correctamente los ingredientes y pronunciar las palabras adecuadas, pues en otro caso no seré entendido, y ese intento de exteriorización de mis pensamientos será baldío.

Pero esta idea que ahora expreso, ¿será entendida por todos los hablantes del idioma que me lean? ¿Cuándo puedo realmente decir que son apropiadas mis palabras para expresar tal o cual idea? ¿Es el oyente, o el hablante, el que determina la adecuación a la norma de las palabras utilizadas? ¿Dónde situamos la instancia capaz de juzgar esa adecuación? ¿Debemos incorporar un diccionario a nuestras neuronas, a modo de archivo configurador de nuestra unidad central de proceso? ¿No acabarían siendo los hablantes —todo hablante: yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos— meros autómatas, cuya labor se limitaría a descubrir la correspondencia adecuada entre un término y su idea?

En una de sus críticas más radicales a esa concepción tradicional, Wittgenstein —el segundo Wittgenstein, para ser exactos— llega a afirmar que las palabras, como vehículos de comunicación, están vacías, y que nada significan más allá de lo que ellas mismas son. Que sólo en el uso y en la concreción cotidiana, mediante lo que llamaba la concordancia en la acción, podemos determinar su contenido. Y que no es posible concretar un pensamiento, una idea, un objeto, preexistentes a la palabra, que le sirvan a ella como identificadores de su contenido, pues la palabra nada contiene. Sería algo parecido al viejo aforismo que nos recuerda que hasta que no decimos algo, ese algo no es posible que lo hayamos pensado. Sólo en la concreción de la palabra se concreta nuestra idea. No existe una idea previa a la palabra, a la que aludimos cuando pronunciamos esa palabra. La idea misma se encuentra ínsita en ella: es la palabra la que determina con su uso la idea que pretendemos transmitir. Frente a la tesis clásica que considera que nuestra acción viene determinada por aquello que pensamos, Wittgenstein defenderá que es nuestra acción la que determina el contenido de nuestros estados mentales.

Algo falla en la caracterización figurativa del lenguaje: parece que éste no es fiel reflejo de aquello que pretende representar. Se le escapa el detalle, la determinación de lo concreto, el matiz, la tonalidad, el acento...¡qué sé yo lo que se le escapa al lenguaje! Si alguna vez traté de escribir de acuerdo con un plan predeterminado, pronto caí en la cuenta de la importancia de los espacios abiertos, donde el mismo desarrollo de la escritura iba configurando la posibilidad de lo que estaba por venir, indeterminado en su misma contingencia, cruzado por un magma de inmediatez que se desvanece en el instante mismo en el que se nombra.

La palabra es hábil albacea de nuestros pensamientos, gestora indolente de pretendidos objetos de la razón, lúcida administradora de nuestra presencia en el mundo. Pero es algo más. ¿Es el hablante o es la lengua quien marca la pauta? ¿Dónde queda la puerta entreabierta de lo ignoto? No me sirven los diccionarios que se cierran sobre sí mismos, pero tampoco los que se hunden en el océano sin consistencia, a poco que intente usarlos como tabla de salvación. Diríase que el idioma se autoinmola en su necesidad de garantizar la supervivencia: unas palabras suceden a otras en la determinación de aquello que resulta inasible.

Escribo ahora mismo sin un plan predeterminado, y las palabras surgen como por encanto del espinazo de la máquina, en mágica sintonía entre el teclado y mis neuronas. Y pienso que la tesis de Wittgenstein es un torpedo en la línea de flotación del sistema, pues de ella se sigue que no existen ideas, ni objetos, ni pensamientos previos de las que se dé cuenta en el texto. El texto mismo se constituye en idea, en objeto, en pensamiento, ya que sólo en él es posible la concreción de esa idea, de ese objeto o de ese pensamiento. Previo a él no hay nada, absolutamente nada. ¿Qué hacer, entonces? Cualquier cosa: en el hacer reside, precisamente, la respuesta. Y sólo en ese hacer se involucran nuestros sentidos, siempre a punto para captar lo que ocurre ahí fuera. Algo así como una gramática integradora de la relación que mantengo con el mundo que me rodea, dispuesto a ser, sin más, devenir incesante. Algo así como perderse en el murmullo de la vida, y salvar desde allí el acto de la creación de la pesada carga subjetiva del yo del artista, trasladando ese acto al momento mismo de la lectura: de un hacer surge otro hacer, de una acción surge otra acción, de una propuesta nace otra propuesta, de una escritura surge otra escritura.

Pienso —¿os doy cuenta de lo que pienso, o pienso en ello mientras escribo?: la respuesta ya la escribí hace un instante, mientras pensaba en ella– que una actitud activa ante la vida exige entablar diálogos, exige concretar respuestas: no podemos quedarnos impasibles tras la lectura de una obra de arte, pues esa pasividad delata una ausencia de creatividad lacerante para el ser humano, de suyo inclinado a la creación y la recreación —de lenguajes, de objetos, de espacios, de tiempos, de silencios...


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