Revista poética Almacén
Textos en adelante

Prologo a "Locura y sinrazón" de Foucault
Otra forma de pensar es posible
por Joaquín Ferrando


Michel Foucault escribió este prólogo a su obra Historia de la locura para su primera edición, pero desapareció de las sucesivas, en las que fue sustituido por otro. ¿Razones? Al parecer, puramente editoriales. En la recopilación de la editorial Gallimard, que lleva el nombre de Dits et Écrits, es rescatado del olvido. No hay en el mercado ninguna traducción al castellano. Extrañas circunstancias hacen que a veces las palabras queden ocultas por el velo de una amnesia de la que nadie responde. Y que surjan de pronto como por ensalmo a mostrarse tal y como fueron escritas, pero vistas ahora desde otras perspectivas. No sólo el vino envejece en las barricas.

Su interés reside quizás en ser una muestra de la inmensa tarea que se proponía Foucault allá por los primeros años sesenta. Su trabajo de arqueólogo era poco menos que titánico: había que leerlo todo, absolutamente todo, acerca de la locura. Los discursos se amontonaban en la trastienda para ser reciclados en la mesa de trabajo del filósofo enmascarado. Y a partir de ellos, y con ellos, desenmascarar los trazos de esa expulsión de la locura al exterior de nuestras ciudades y de nuestras conciencias.

Es una historia de la locura, no de la psiquiatría. Es la historia de un silencio, de una exclusión que apunta directamente a una de las zonas de sombra de la sociedad y la cultura occidentales: su mecanismo de rechazo frente a la locura y la enfermedad. Foucault intenta señalar a qué precio surge y se mantiene un sistema político, social, médico e institucional de marginación. Comienza advirtiendo cómo la locura, al final de la Edad Media, vendrá a ocupar el lugar de la lepra, incluso en el imaginario colectivo, como estigma de exclusión. Y cómo, más adelante, apartada del camino a la razón desde Descartes, es encerrada junto a vagos, maleantes y desocupados. Intenta hacer la historia de ese gesto de exclusión por el que los hombres se constituyen y se reconocen a sí mismos como cuerdos, enfrentándose al otro, al loco, al enfermo. La cita de Dostoyevski con la que inicia el prólogo es reveladora: "Sólo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud".

¿Cuándo acertamos a decir de alguien que está loco? ¿En qué momento decidimos colgar la etiqueta sobre los hombros de ese sujeto? ¿Qué mecanismo intelectual nos mueve a realizar ese gesto clasificatorio? La psiquiatría moderna ha desarrollado numerosas teorías acerca de los estados mentales, y ha procurado clasificar las distintas conductas del sujeto según cánones científicos. Pero hay aún grandes preguntas que están sin responder. ¿Por qué la locura? ¿Dónde se sitúa esa región inhabitable, ese lugar inasible a la razón? ¿Quién es el loco? ¿Es un sujeto capaz de tener una identidad, como cualquiera de nosotros? Y su identidad, ¿desde qué parámetros se construye? ¿Es sujeto de derechos? ¿De todos los derechos? ¿Es capaz de formular juicios con un mínimo de rigor? ¿Y quién define el rigor necesario para considerar la corrección o incorrección de un juicio? Foucault se lanza a bucear movido por una indisimulada atracción por lo que él llamará lo innombrado, por eso que se sitúa más allá de los saberes oficiales, de las verdades generadoras de discursos de poder que a su vez construyen nuevas verdades. Frente al “lenguaje de la psiquiatría, que es un monólogo de la razón sobre la locura”, Foucault tratará de hacer una “arqueología de ese silencio”, de esas “palabras balbucientes, en las que se hace el intercambio de la locura y de la razón”.

Una de las claves de interpretación de la Historia de la locura será el desterrar su consideración como un hecho natural, como algo ya dado previamente, para destacar su conformación cultural, histórica, social. La locura siempre ha sido lo otro, lo diferente, y ha sido explicada en cada época de distintas formas. Pero todas ellas han coincidido en su marginación: la palabra del loco se silencia, pasa a ser la palabra de la insensatez. La locura siempre ha sido, incluso en el lenguaje más cotidiano, el nombre con el que se identifica lo otro, lo ajeno, lo que se escapa del orden y la disciplina de las cosas. La locura, nos dirá ya en el prólogo es “ausencia de obra”, un estar allí sin estar, un murmullo que inevitablemente acompaña a “la gran obra de la historia del mundo”. El loco no actúa. Está en otra parte. Es lo exterior, lo que está más allá de la fortaleza. Desde la garita, el filósofo observa más allá de las almenas y trata de descifrar lo que ve allí afuera. ¿Cómo? ¿Traduce acaso la vida de los locos, divisada a través de sus prismáticos, para relatarla luego en el interior del castillo? ¿O sale a campo abierto a perderse entre las cosas? “La libertad de la locura sólo se comprende desde lo alto de la fortaleza que la tiene prisionera”, nos dirá en un momento de su obra. El eslabón perdido no deja que la cadena se complete. La locura es económicamente improductiva, y debe por tanto ser recluida. Pero también la locura es improductiva para el intelecto, es una lacra en el esfuerzo de la razón para construir el edificio del conocimiento. Y debe ser desterrada al limbo de lo irrisorio, de lo mentiroso, de lo grotesco.

Nos hablará en su libro de la nave de los locos, “extraño barco ebrio” que se creía inspirado en el viejo ciclo de los argonautas, y que recorría los canales de Flandes y la zona de Renania, como uno de los primeros mecanismos de deportación o exclusión, plasmada en cuadros de El Bosco, Brueghel o Durero. O de la peregrinación de los locos al monasterio de Gheel, en el Rhin. O de las fiestas y carnavales de locos celebrados en Bramante (Bélgica) o Basilea (Suiza). En todos ellos se revela una verdad demencial, como si con ella se señalara la otra mitad del hombre. Se trataba al loco como poseedor de un saber, de una verdad visionaria, cósmica, reveladora, fascinante, inspiradora de miedo. Si el hombre razonable era capaz de ver un fragmento de realidad, el loco se asomaba al otro lado, rayando el saber prohibido. También la literatura se ocupará de ella. Irrumpirá en cuentos, fábulas, relatos de cordel, cuadros de costumbres. Desde finales del siglo XV, el loco entra a formar parte de la imaginación del hombre occidental, y destaca por todas la obra de Sebastian Brant, un poema de siete mil versos titulado “La nave de los locos”, escrito hacia 1492-1494, que fue traducido y conocido en toda Europa. En grabados del mismo autor aparece un maestro tocado al mismo tiempo con el birrete de doctor y con el capuchón del loco. En ese poema nos hablará de dos naves: una que va a la tierra de Narragania (Narr: loco, bufón, en alemán) y la otra que va dirigida a la tierra de la Cucaña (país de la eterna juventud).

Seguirá Foucault sus pasos por otras latitudes, describiendo los sucesivos tratamientos que recibirá la locura durante la historia de Occidente. Y se detendrá en Shakespeare, Cervantes, Diderot, Holderlin, Mallarmé, Nietzsche, Artaud, Raymond Roussel, etc. Conoceremos al Sobrino de Rameau, novela de Diderot escrita hacia 1761, en la que se entabla un diálogo de igual a igual entre el cuerdo y el loco, como reconociendo ambos que en el otro hay algo de verdad. Y descubriremos que es posible preguntar cosas al loco, y que el loco es capaz de respondernos. "Lo importante es que vos y yo seamos; y que seamos vos y yo", dirá el loco en un momento del diálogo desde su inmediatez pura, sin matices, desde su pura necesidad, desde su naturaleza pegada al deseo. Pero también lo dirá desde la fascinación, pues el loco incluso oye voces, es visionario y se desdobla. A lo largo de su obra, realizará numerosas conexiones entre locura y literatura. Y convertirá al Quijote en pariente cercano del poeta, que busca por debajo del sentido de las palabras las semejanzas perdidas, los rumores ocultos bajo la superficie de las cosas. Me interesa especialmente esa mirada de Foucault, esas “palabras sin lenguaje que dejan escuchar, al que presta oído, un ruido sordo por debajo de la historia, el murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría solo, sin sujeto parlante y sin interlocutor, encogido sobre sí mismo [...]. Raíz calcinada del sentido”.

Poco después de su muerte, en 1984, Le Dictionare des philosophes (París, 1984, páginas 942-944) publica un artículo de Maurice Florence acerca de la figura de Michel Foucault. Tras situarlo en un paisaje filosófico “dominado hasta entonces por Sartre y lo que éste designaba como la filosofía insuperable de nuestro tiempo: el marxismo”, continua afirmando que Michel Foucault “desde Historie de la folie, está en otra parte. Ya no se trata de fundar la filosofía sobre un nuevo cogito, ni de desarrollar en un sistema las cosas ocultas hasta entonces a los ojos del mundo, sino más bien de interrogar ese gesto enigmático, quizá característico de las sociedades occidentales, por medio de los cuales se ven constituidos unos discursos verdaderos”. Maurice Florence resultó ser un seudónimo de Michel Foucault. En una suerte de casualidad o ironía del destino, precisamente Foucault, que reivindicó el anonimato, escribió ese artículo oculto tras la máscara del seudónimo, y pasó a considerarse como el testamento crítico de su obra. Más allá de la contradicción de considerar testamentaria una obra que huía precisamente de cualquier encasillamiento, es lo cierto que Maurice Florence nos enseña en su artículo unas cuantas claves para comprender la trayectoria vital y filosófica de sí mismo, de su alter ego Michel Foucault.

La obra de Foucault requiere tiempo y espacio. Quizás para transgredirlos. No pretendo en estas páginas más que hacer una breve reseña, un pequeño apunte de aproximación a uno de los textos más reveladores del empuje con el que trató de escribir su filosofía. Su modo de pensar es característico de un espíritu ilustrado, según ese sentido de la palabra ilustración que proclama una actitud vital y ética abierta, exigente, batalladora, siempre en libertad. La filosofía de Foucault desoye por eso cualquier intento clasificatorio, cualquier encasillamiento académico que pretenda explicar sus tesis desde los cánones clásicos. Su extensa obra es una especie de salto en ese vacío que deja la razón cuando se cuestionan sus cimientos, cuando se intenta pensar de otro modo. Su filosofía trata de sacar a la luz esas relaciones de poder que "caracterizan el modo en que los hombres son gobernados los unos por los otros; y su análisis muestra cómo, a través de ciertas formas de gobierno de los alienados, los enfermos, los criminales, etc., es objetivado el sujeto loco, enfermo, delincuente "[1]. Como señala Miguel Morey, "no es necesario añadir que, en una sociedad como la nuestra y en un momento histórico como el presente, el ejercicio de tratar de pensar de otro modo está bien lejos de ser un mero deporte intelectual, antes al contrario, es la condición de posibilidad misma para la creación de libertad"[2].

Foucault huye de las identidades impuestas, de las uniformidades producidas, de los roles dibujados desde el discurso homogeneizante del poder, donde todos y cada uno de nosotros cumplimos un papel y desarrollamos una función. Reivindica la contradicción, y con ella se reivindica como crisol de identidades. Frente al sujeto unívoco (sujetar=cerrar=constreñir), reclamará perder el rostro, desdoblarse en un territorio sin balizas, sin límites, sin barreras. Escribirá para perderse, y hallará en la literatura esa gran llanura donde desprenderse del ropaje de la identidad: "Más de uno, como yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige nuestra documentación. Que se nos deje en paz cuando se trata de escribir"[3]. Para Foucault la literatura es esa corriente donde el pensar fluye incesante, y que se opone a la obra escrita, detenida, muerta, donde las palabras yacen encadenadas al discurso. Algo de esa urdimbre que uno siempre encuentra, a poco que bucee, en el poso de su propia certeza, aprende a esconderse en la trama del lenguaje: las palabras son útiles instrumentos para el enmascaramiento, para la emulación, para camuflarse adoptando el color y la forma de aquello que las rodea.

Foucault habla desde un lugar que no ocupa lugar. Puestos a decir cosas, dice lo que no puede decirse. Cabe incluso dudar que Foucault sea realmente Foucault. O que sea otro el que dice lo que dice Foucault. La sombra del límite se asoma tras la bruma que acoge nuestro asombro ante lo ignoto. Decir cosas que no pueden ser dichas es como andar del revés. O torcerse los tobillos hasta desencajarse. Según parece, la realidad se muestra tal cual es y nosotros le damos forma. Pero no siempre sabemos conformar esa realidad de acuerdo con nuestros deseos. Hay momentos en los que somos, crudamente, realidad bruta, desnuda, informe, sin tapujos. Hay momentos en los que salta de nuestras manos la vida como espuma desbordada y busca lugares para olvidarse de esos mismos lugares que la habitan. Cuando el río era Heráclito y las manos se mecían en el fluir constante de otras manos, cuando la palabra hablada recuperaba los sonidos de la vida, situada a la misma altura real de las cosas, el loco no era. No por un problema de lenguaje. Entendámonos. No era porque no había necesidad de plantearse la pregunta acerca del ser. Esa pregunta era baldía, aún no había sido formulada porque no se daban las condiciones para ello: se resolvía siendo, sin más. Y en la extensión de la planicie el ser de la vida se desdoblaba en el mismo espacio en el que habitaban las piedras y las lagartijas.

¿Qué ocurrió para que semejante habitáculo se desplomara? Que se desplomó hacia arriba. Hacia la razón. Elevándose a la altura del intelecto, de la luz, de la anamnesis, el espectáculo del conocimiento se desplegó en toda su extensión. Y nos cegó. Locos o no locos, cuerdos o no cuerdos, los nombres no son sino intentos clasificatorios que comprimen lo real para encajarlo en la tabla de lo cognoscible. Para situarnos: la tradición occidental moderna parte de la duda, del cogito ergo sum cartesiano, como camino para afianzar los cimientos de una razón dominadora, y asciende por la crítica trascendental kantiana hasta dibujar los límites del conocimiento. Más allá de ellos nos aguarda la desolación, lo inasible, el pozo sin fondo, la inmensidad del océano. Foucault se rebela, y afirma que el límite kantiano es el bozal, la orejera, el raíl por donde necesariamente debe discurrir nuestra conciencia apaciguada. La metáfora kantiana de la isla y el océano le servirá para desdoblarse y lanzarse a remar en la barca junto a Odiseo. Pero en ese viaje procurará que no le aten al mástil, y se dejará guiar por las sirenas. La clave de su obra está en esa atadura: ¿podrá Foucault regresar de su viaje? ¿Perecerá hechizado por su canto? "Esta voz que canta sin palabras y que deja oír tan poco ¿no es acaso la de las sirenas, de las que toda su seducción consiste en el vacío que abren, en la inmovilidad fascinante que provocan en aquellos que las escuchan?"[4]. Ir a buscar la locura más allá de la razón se antoja una tarea imposible, sobre todo si se parte de la razón misma: hay que desprenderse de ella para adentrarse en campo abierto, donde la muleta del lenguaje discursivo no vendrá en nuestra ayuda. Es ahí, precisamente ahí, donde Foucault descubre el valor de la poesía: en el desdoblamiento, en la recuperación del ser del lenguaje, en la vuelta a la unicidad indescriptible de la vida. El poeta sabe lo que el filósofo busca, pero a diferencia de él no se aventura por la senda de la razón: sabe que con ella el límite de la isla le impide saltar a la inmensidad del mar. Y Foucault lo intuye. Por eso propone hacer filosofía desde ese lugar que es el no-lugar donde se hace el arte, donde se construye la poesía, allí donde el poeta devuelve al mundo lo que nunca debió salir de él, dejando hablar a las cosas el discurso inasible e indescriptible de la vida.

Concluyo con una cita reveladora, en la que se muestra una voz crítica con esa soberbia que la filosofía ha ido acumulando durante más de dos mil años de búsqueda infructuosa de la verdad. Es de María Zambrano: "Desde que el pensamiento consumó su toma de poder, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes; terriblemente indiscreta y en rebeldía. Porque los filósofos no han gobernado aún ninguna república, la razón por ellos establecida ha ejercido un imperio decisivo en el conocimiento, y aquello que no era radicalmente racional, con curiosas alternativas, o ha sufrido su fascinación, o se ha alzado en rebeldía"[5].




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[1] Maurice Florence, Le Dictionare des philosophes (París, 1984, páginas 942-944)
[2] Miguel Morey, Introducción a la obra de M. Foucault "Tecnologías del yo" (Ed. Paidós. Barcelona, 1990)
[3] Michel Foucault, La arqueología del saber.
[4] Michel Foucault, El pensamiento del afuera, Ed. Pre-Textos. Valencia, 2000
[5] María Zambrano, Filosofía y Poesía, p. 14 (Ed. FCE)



Prólogo a "Locura y Sinrazón. Historia de la Locura en la época clásica". Ed. Plon. 1961. Michel Foucault. (En Dits et Écrits 4; 159. Éditions Gallimard).
Traducción: Amparo Rovira. Enero 2001.

Pascal: "Los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, por otro giro de la locura, no estar loco". Y este otro texto, de Dostoyevski, en el Diario de un escritor dice: "Sólo enfermando al vecino, es como uno se convence de su propia salud".

Hay que hacer la historia de este otro giro —de esta otra vuelta de tuerca por la cual los hombres, en el gesto de razón soberana que enferma a su vecino, se comunican y se reconocen a través del lenguaje sin piedad de la no—locura; reencontrar el momento de esta conspiración, antes de que la locura hubiera sido definitivamente establecida en el reino de la verdad, antes de que ella hubiera sido avivada por el lirismo de la protesta. Tratar de alcanzar, en la historia, ese grado cero de la historia de la locura, donde ella es experiencia indiferenciada, experiencia todavía no escindida de la escisión misma. Describir, desde el origen de su curvatura, esa "otra vuelta de tuerca", que, a uno y otro lado de su gesto, deja caer cosas en lo sucesivo exteriores, insensibles a todo cambio, y como muertas la una en la otra, la Razón y la Locura.

Es esa sin duda una región incómoda. Para recorrerla es necesario renunciar a la comodidad de las verdades terminales, y no dejarse guiar nunca por lo que podemos saber de la locura. Ninguno de los conceptos de la psicopatología deberá, incluso y sobre todo en el juego implícito de las retrospecciones, ejercer un papel organizador. Es constitutivo el gesto que divide la locura, y no la ciencia que se establece, una vez hecha la escisión, cuando llega la calma. Es originaria la cesura que establece la distancia entre razón y sinrazón; y en cuanto a la presión que la razón ejerce sobre la sin—razón para arrancarle su verdad de locura, de falta o de enfermedad, deriva de ahí, y mucho. Va pues a ser preciso hablar de ese primitivo debate sin suponer una victoria, ni un derecho a la victoria; hablar de esos gestos machaconamente repetidos en la historia, dejando en suspenso todo lo que puede tomar forma de acabamiento, de reposo en la verdad; hablar de ese gesto de ruptura, de esa distancia tomada, de ese vacío instaurado entre la razón y lo que no es ella, sin jamás apoyarse en la plenitud de lo que pretende ser.

Entonces, y sólo entonces, podrá aparecer el territorio en el cual el hombre de razón y el hombre de locura, en trance de separarse, no están todavía separados, y en un lenguaje muy originario, muy zafio, más madrugador que el de la ciencia, entablan el diálogo de su ruptura, que atestigua de una manera fugitiva que todavía se hablan. Allí, locura y no-locura, razón y sin-razón están confusamente implicadas: inseparables de ese momento en el que ellas todavía no existen, y existiendo la una por la otra, la una con relación a la otra, en el intercambio que las separa.

En medio del apacible mundo de la enfermedad mental, el hombre moderno ya no se comunica con el loco: está, por una parte, el hombre cuerdo que delega al médico la locura, no autorizando así más relación que la que se da a través de la universalidad abstracta de la enfermedad; y está, por otra parte, el hombre loco que no se comunica con el otro a no ser por medio de una razón tan abstracta, que es orden, constricción física y moral, presión anónima del grupo, exigencia de conformidad. No hay lenguaje común; o más bien, ya no hay lenguaje común; la constitución de la locura como enfermedad mental, a finales del siglo XVIII, levanta acta de un diálogo roto, da la separación como ya adquirida, y hunde en el olvido todas esas palabras imperfectas, sin sintaxis fija, un poco balbucientes, en la que se hace el intercambio de la locura y de la razón. El lenguaje de la psiquiatría, que es un monólogo de la razón sobre la locura, sólo ha podido establecerse sobre un silencio como éste.

Yo no he querido hacer la historia de ese lenguaje; sino más bien la arqueología de ese silencio.

*

Los griegos se relacionaban con algo que ellos llamaban hybris. Esa relación no era sólo de condena; la existencia de Trasímaco, o la de Calicles, bastan para mostrarlo, incluso si su discurso nos es transmitido envuelto ya en la dialéctica tranquilizadora de Sócrates. Pero el Logos griego no tenía contrario.

El hombre europeo desde el fondo de la Edad Media mantiene una relación con algo que llama confusamente: Locura, Demencia, Sinrazón. Posiblemente a esta presencia oscura deba algo de su profundidad la Razón occidental, como la sofrosine del discurso socrático a la amenaza de la hybris. En todo caso la relación Razón-Sinrazón constituye para la cultura occidental una de las dimensiones de su originalidad; le acompañaba ya bastante antes de Jerónimo Bosco, y lo seguirá haciendo después de Nietzsche y de Artaud.

¿Qué es este enfrentamiento por debajo del lenguaje de la razón? ¿Hacia qué podría conducirnos una interrogación que no siguiera a la razón en su devenir horizontal, sino que buscara volver a trazar en el tiempo esa verticalidad constante que, a lo largo de la cultura europea, la enfrenta con lo que ella no es, la mide con su propia desmesura? ¿Hacia qué región nos dirigiríamos, que no es ni la historia del conocimiento ni la historia sin más, que no está solicitada ni por la teleología de la verdad ni por el encadenamiento racional de las causas, las cuales no tienen valor ni sentido más allá de la escisión? Una región, sin duda, donde se trataría más bien de los límites que de la identidad de una cultura.

Se podría hacer una historia de los límites —de esos gestos oscuros, necesariamente olvidados desde que se realizan, por los cuales una cultura rechaza algo que será para ella lo Exterior; y a lo largo de toda su historia, ese vacío abierto, ese espacio en blanco por el que ella se aísla, la designa tanto como sus valores. Pues esos valores los recibe y los mantiene en la continuidad de la historia; pero en esta región de la que queremos hablar, ella hace sus elecciones esenciales, hace la escisión que le da el rostro de su positividad; allí encuentra el espesor original donde se forma. Preguntar a una cultura sobre sus experiencias-límite es preguntarle, en los confines de la historia, sobre un desgarramiento que es como el nacimiento mismo de su historia. Entonces se encuentran enfrentadas, en una tensión siempre a punto de desatarse, la continuidad temporal de un análisis dialéctico y la actualización, a las puertas del tiempo, de una estructura trágica.

En el centro de estas experiencias-límite del mundo occidental resplandece, claro está, la de lo trágico mismo —Nietzsche mostró que la estructura trágica a partir de la que se hace la historia del mundo occidental no es otra que el rechazo, el olvido y las consecuencias silenciosas de la tragedia. En torno a ella, que es central porque anuda lo trágico con la dialéctica de la historia en el rechazo mismo de la tragedia por la historia, gravitan otras experiencias. Cada una, en las fronteras de nuestra cultura, traza un límite que significa, al mismo tiempo, una división originaria.

En la universalidad de la ratio occidental, existe esa separación que es Oriente: Oriente, pensado como origen, soñado como el punto vertiginoso del que nacen las nostalgias y las promesas de retorno, Oriente ofrecido a la razón colonizadora de Occidente, pero indefinidamente inaccesible, pues permanece siempre en el límite: noche del comienzo, en el que se formó Occidente, pero en el que trazó una línea divisoria, Oriente es para él todo lo que él no es, aunque deba buscar ahí su verdad primitiva. Habrá que hacer una historia de esa gran división, a lo largo de todo el devenir occidental, seguirla en su continuidad y en sus cambios, pero dejarla aparecer también en su hieratismo trágico.

Habrá también que contar otras escisiones: en la unidad luminosa de la apariencia, lo otro absoluto del sueño, contar que el hombre no puede dejar de interrogarse sobre su propia verdad —sea la de su destino o la de su corazón—, pero no pregunta más allá de un esencial rechazo que le constituye y le empuja a la burla del onirismo. Habrá que hacer también la historia, y no sólo en términos de etnología, de las prohibiciones sexuales: en nuestra cultura misma, habrá que hablar de formas de represión obstinadas y en continuo movimiento, y no para hacer la crónica de la moralidad o de la tolerancia, sino para actualizar, como límite del mundo occidental y origen de su moral, la división trágica del feliz mundo del deseo. Y en fin, habrá que hablar, en primer lugar, de la experiencia de la locura.

El estudio que se va a leer a continuación no será más que la primera, y la más fácil sin duda, de estas largas interrogaciones, que bajo el sol de la gran búsqueda nitzscheana, quisiera confrontar las dialécticas de la historia con las estructuras inmóviles de lo trágico.

*

¿Pero qué es pues la locura, en su forma más general, pero más concreta, que de entrada rechaza todas las conquistas que el saber ha hecho sobre ella? No es otra cosa, sin duda, que ausencia de obra.

La existencia de la locura ¿qué lugar puede tener en el devenir? ¿Qué estela deja? Muy delgada, sin duda; algunos pliegues que apenas inquietan, y no alteran la gran calma razonable de la historia. ¿Y qué fuerza tienen, frente a algunas palabras decisivas que han urdido el devenir de la razón occidental, todos esos propósitos vanos, todos esos historiales de delirio indescifrable que el azar de las prisiones y las bibliotecas han juntado? ¿Hay un sitio en el universo de nuestro discurso para los miles de páginas en los que Thorin, lacayo casi analfabeto, y "demente furioso"[1] , transcribió, a finales del siglo XVII, sus visiones huidizas y los ladridos de su terror? Todo esto no es más que tiempo caído, pobre presunción de travesía que el futuro rechaza, algo en el devenir que es irreparablemente menos que la historia.

Ese "menos" es lo que hay que interrogar, liberándolo para empezar de todo indicio peyorativo. Desde su formulación original, el tiempo histórico impone silencio a algo que sólo podemos aprehender siguiendo el rastro del vacío, de lo vano y de la nada. La historia sólo es posible sobre el fondo de una ausencia de historia, en medio de ese gran espacio de murmullos, que el silencio acecha, como su vocación y su verdad: "Yo declararé desierto este castillo del que tu huyes, noche esta voz, ausencia tu rostro". Equívoco de esta oscura región: puro origen, puesto que de ella va a nacer— conquistando poco a poco, sobre tanta confusión, las formas de su sintaxis y la consistencia de su vocabulario— el lenguaje de la historia; y residuo último, playa estéril de palabras, arena recorrida y pronto olvidada, que no conserva, en su pasividad, más que la huella vacía de figuras mostradas.

La gran obra de la historia del mundo está inevitablemente acompañada de una ausencia de obra, que se renueva a cada instante pero que corre inalterable en su inevitable vacío a lo largo de la historia: y desde antes de la historia, puesto que está allí ya, en la decisión primitiva, y después de ella también, puesto que triunfará en la última palabra pronunciada por la historia. La plenitud de la historia sólo es posible en el espacio, vacío y poblado al mismo tiempo, de todas estas palabras sin lenguaje que dejan escuchar, al que presta oído, un ruido sordo por debajo de la historia, el murmullo obstinado de un lenguaje que hablaría solo, sin sujeto parlante y sin interlocutor, encogido sobre sí mismo, anudado a la garganta, hundiéndose antes de haber alcanzado toda formulación y regresando sin resplandor al silencio del que nunca se ha deshecho. Raíz calcinada del sentido.

Esto no es todavía la locura, sino la primera cesura a partir de la cual la separación de la locura ya es posible. Esta partición es la reanudación, la repetición, la organización en la unidad precisa del presente; la percepción que el hombre occidental tiene de su tiempo y de su espacio deja aparecer una estructura de rechazo, a partir de la cual se denuncia una palabra como no siendo lenguaje, un gesto como no siendo obra, una figura como no teniendo derecho a tener sitio en la historia. Esta estructura es constitutiva de lo que tiene sentido y lo que no, o más bien de esta reciprocidad por la cual están unidos lo uno y lo otro; sólo ella puede dar cuenta del hecho general de que no puede haber en nuestra cultura razón sin locura, cuando incluso el conocimiento racional que se tiene de la locura la reduce y la desarma, prestándole el débil estatuto de accidente patológico. La necesidad de la locura a lo largo de la historia de Occidente está unida a ese gesto de decisión que destaca, del ruido de fondo y de su monotonía continua, un lenguaje significativo que se transmite y se consuma en el tiempo; en pocas palabras, está unida a la posibilidad de la historia.

Esta estructura de la experiencia de la locura, que pertenece toda ella a la historia, pero que reside en sus confines, y es allí donde se decide, es el objeto de este estudio.

Es decir, no se trata de una historia del conocimiento, sino de los movimientos rudimentarios de una experiencia. Historia, no de la psiquiatría sino de la locura misma, en su vivacidad, antes de toda captura por el saber. Habría pues que prestar oídos, inclinarse hacia ese susurrar del mundo, intentar percibir todas esas imágenes que nunca han sido poesía, todos esos fantasmas que nunca han alcanzado los colores de la vigilia. Pero sin duda esta es una tarea doblemente imposible: pues requeriría de nosotros reconstruir el polvo de esos dolores concretos, de esas palabras insensatas que nada amarra al tiempo; y sobre todo, porque esos dolores y esas palabras sólo existen y sólo se dan a sí mismos y a los otros en el gesto de separación que ya los denuncia y los domina. Sólo en el acto de separación y a partir de él, se puede pensar en ellos como polvo todavía no separado. La percepción que trata de captarlos en estado salvaje pertenece necesariamente a un mundo que ya los ha capturado. La libertad de la locura sólo se comprende desde lo alto de la fortaleza que la tiene prisionera. Pues ella "sólo dispone del sombrío estado civil de sus prisiones, de su experiencia muda de perseguida, y nosotros sólo tenemos, nosotros, sus señas de evadida".

Hacer la historia de la locura querrá decir pues: hacer un estudio estructural del conjunto histórico —nociones, instituciones, medidas jurídicas y policiales, conceptos científicos que tiene cautiva a una locura cuyo estado salvaje nunca podrá ser restituido en sí mismo; pero a falta de esta inaccesible pureza primitiva, el estudio estructural deberá remontar hasta la decisión que une y separa a la vez razón y locura; deberá tratar de descubrir el intercambio perpetuo, la oscura raíz común, el enfrentamiento originario que da sentido tanto a la unidad como a la oposición del sentido y del sin sentido. Así podrá reaparecer la decisión fulgurante, heterogénea al tiempo de la historia, pero incapturable fuera de él, que separa del lenguaje de la razón y de las promesas del tiempo, ese murmullo de insectos taciturnos.

*

¿Habría que asombrarse de que esa estructura sea visible sobre todo durante los ciento cincuenta años que han precedido y conducido la formación de una psiquiatría considerada por todos nosotros como positiva? La edad clásica —de Willis a Pinel, de los furores de Orestes a la Quinta del Sordo y a Juliette— cubre exactamente este periodo en el que el intercambio entre la locura y la razón modifica su lenguaje, y de manera radical. En la historia de la locura, dos acontecimientos señalan esta alteración con singular limpieza: 1657, la creación del Hospital general y el "gran encierro" de los pobres; 1794, liberación de los encadenados de Bicêtre. Entre estos dos acontecimientos singulares y simétricos algo ha pasado, cuya ambigüedad ha dejado en un aprieto a los historiadores de la medicina: represión ciega en un régimen absolutista, según unos, y según otros, descubrimiento progresivo, por parte de la ciencia y de la filantropía, de la locura en su verdad positiva. De hecho, por debajo de estas significaciones reversibles, una estructura se forma, que no deshace esta ambigüedad, sino que la determina. Es esta estructura la que permite ver el paso de la experiencia medieval y humanista de la locura a esta experiencia que es la nuestra, y que confina la locura en la enfermedad mental. En la Edad Media y hasta el Renacimiento, el debate del hombre con la demencia era un debate dramático que le enfrentaba a los sordos poderes del mundo; y la experiencia de la locura se obnubiló entonces en imágenes que trataban de la Caída y de la Redención, de la Bestia, de la Metamorfosis, y de todos los secretos maravillosos del Saber. En nuestra época, la experiencia de la locura se hace en la calma de un saber que, de conocerla demasiado, la olvida. Pero entre una y otra de estas experiencias, el paso se hace por un mundo sin imágenes ni positividad, en una especie de transparencia silenciosa que deja aparecer, como institución muda, gesto sin comentario, saber inmediato, una gran estructura inmóvil; no es ni la del drama ni la del conocimiento; es el punto en el que la historia se inmoviliza en lo trágico que a la vez la funda y la rechaza.

En el centro de este intento por dejar ver, en sus derechos y en su devenir, la experiencia clásica de la locura, se encontrará pues una figura sin movimiento: la separación simple del día y de la oscuridad, de la sombra y de la luz, del sueño y de la vigilia, de la verdad del sol y de los poderes de la medianoche. Figura elemental, que el tiempo sólo acoge como retorno indefinido del límite.

Y también pertenece a esta figura inducir al hombre a un poderoso olvido; había que aprender a dominar esa gran escisión, a reducirla a su propio nivel; hacer en ella el día y la noche; ordenar el sol de la verdad a la débil luz de su verdad. Así, tener dominada su locura, haberla captado, liberándola, en las prisiones de su mirada y de su moral, haberla desarmado, apartándola a un rincón de uno mismo, autorizaba al hombre a establecer, finalmente, de sí mismo a sí mismo, esa especie de relación que llamamos "psicología". Ha hecho falta que la Locura dejara de ser la Noche, y se convirtiera en sombra fugitiva en la conciencia, para que el hombre haya podido pretender detener su verdad y desenredarla en el conocimiento.

En la reconstrucción de esta experiencia de la locura, se ha escrito, por sí misma, una historia de las condiciones de posibilidad de la psicología.

En la realización de este trabajo, he llegado a utilizar material que ha sido reunido por otros autores. Siempre lo menos posible. y sólo en el caso de que no haya podido tener acceso al documento mismo. Fuera de toda referencia a una "verdad" psiquiátrica, era preciso dejar hablar, por sí mismas, a esas palabras, a esos textos que han terminado por debajo del lenguaje, y que no estaban hechos para acceder a la palabra. Y posiblemente, a mis ojos, la parte más importante de este trabajo sea el sitio que he dejado al texto mismo de los archivos.

Por lo demás, ha sido necesario mantenerse en una especie de relatividad sin recurso; no buscar la salida en ningún golpe de fuerza psicológico, que habría dado la vuelta a las cartas y denunciado la verdad desconocida. Ha sido necesario hablar de la locura sólo con relación a ese "otro giro" que permite a los hombres no estar locos, y por su parte, ese "otro giro" sólo ha podido ser descrito en la vivacidad primitiva que le liga a la locura en un debate indefinido. Hacía falta pues un lenguaje sin apoyo: un lenguaje que entrara en el juego, pero que autorizara el intercambio; un lenguaje que siendo continuamente retomado, debiera llegar hasta el fondo, en un movimiento continuo. Se trataba de salvaguardar a toda costa lo relativo, y ser absolutamente entendido.

Ahí, en ese simple problema de elocución, se ocultaba y se expresaba la mayor dificultad de la empresa: era necesario llevar a la superficie del lenguaje de la razón una escisión y un debate que necesariamente debían permanecer del otro lado, pues ese lenguaje sólo adquiere sentido más allá de ellos. Hacía falta un lenguaje bastante neutro (bastante libre de terminología científica, y de opciones sociales o morales) para poder estar lo más cerca posible de esas palabras primitivamente embrolladas, y para que esa distancia por la que el hombre moderno se asegura contra la locura, fuera abolida; pero al mismo tiempo, un lenguaje lo suficientemente abierto para que se inscriban allí, sin traición, las palabras decisivas a través de las cuales se constituye, para nosotros, la verdad de la locura y de la razón. Respecto a la regla y el método, sólo he retenido una, aquélla que está contenida en un texto de Char, en el que se puede leer también la definición de la verdad más acuciante y la más prudente: "Quitaría a las cosas la ilusión que producen para preservarse de nosotros y les dejaría la parte que nos conceden" [2]

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En esta tarea que no podía dejar de ser un poco solitaria, todos los que me han ayudado merecen mi reconocimiento. Georges Dumézil es el primero, sin él este trabajo no habría sido emprendido —ni emprendido en el curso de la noche sueca ni acabado al gran sol testarudo de la libertad polaca. Debo dar las gracias a Jean Hyppolite, y sobre todo, a Georges Canguilhem, que leyó este trabajo aún sin forma, me aconsejó cuando no era tan sencillo, me salvó de errores, y me enseñó lo que puede valer ser comprendido. Mi amigo Robert Mauzi me aportó sobre el siglo XVIII, que es lo suyo, muchos conocimientos de los que yo carecía.

Haría falta citar nombres que aparentemente no importan. Ellos saben sin embargo, esos amigos de Suecia y esos amigos polacos, que hay algo de su presencia en estas páginas. Que me perdonen por haberles puesto a prueba, a ellos y a su bienestar, tan próximos a un trabajo en el que sólo se cuestionaban lejanos sufrimientos, y archivos algo polvorientos del dolor.

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" Compañeros patéticos que apenas murmuráis, id a la lámpara apagada y devolved las joyas. Un nuevo misterio canta en vuestros huesos. Desarrollad vuestra legítima rareza."

Hamburgo, 5 de febrero de 1960.


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[1] Biblioteca del Arsenal; nº 12023 y 12024.

[2] René Char, Suzerain (Soberano). Poèmes et Prose.


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Comentarios

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Comentado por nystrom el 21 de Mayo de 2003 a las 06:51 PM

Leelo... por fa... con el favor de los dioses
aqui y alla
tu otro yo.

Comentado por Ruben el 13 de Junio de 2003 a las 06:04 AM