Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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(D)escribir la realidad

Después de escribir sobre algo, descubrir que ocurre tal cual uno lo ha escrito debe causar asombro. Pero las cosas normalmente suceden al revés: primero sucede algo, y luego se escribe acerca del asunto para que otros lo conozcan —cuestión distinta es que lo entiendan: cada vez dudo más de que el conocimiento, tal y como hoy es tratado, implique entendimiento cabal de las cosas—.

En ese juego de ida y vuelta, el periodista normalmente se enfrenta a la realidad de dos maneras: bien como fotocopiadora andante, bien asumiendo que la realidad tiene numerosos enfoques, y uno de ellos es el que se filtra a través de sus palabras. El periodista-fotocopiadora intentará en todo lugar y en todo momento ser objetivo, fiel reflejo de la realidad, tal cual una fotografía a piñón fijo, sin añadir ni quitar nada, tratando de hacer que sus palabras sean como signaturas que acompañan a las cosas en su existencia cotidiana. No de otra forma pretendía comportarse aquel famoso e infumable presentador televisivo, cuando concluía sus telediarios con la coletilla así han sucedido las cosas y así se las hemos contado. Ese segundo así, reiterativo y equívoco, que pretendía imbuirse de un sentido de igualdad y similitud, como diciendo tal cual ha sucedido, tal cual se lo he contado, lo delataba como periodista con ínfulas de fotocopiadora.

El otro periodista se enfrenta a esa misma realidad desde una de las múltiples perspectivas posibles, sin ocultar la que él escoge, sino mostrándola para que su lector sepa desde dónde le habla, y trata con ello de hacer más comprensible no sólo la realidad, sino también su punto de vista. Este segundo tipo podríamos denominarlo periodista-narrador, o quizás mejor, periodista-novelista, pues trataría en todo momento y en todo lugar de construir historias a partir de las historias que se encuentra por aquí y por allá, como si conformara un rompecabezas (aunque tampoco esta imagen sería adecuada: el puzzle acabado es una foto y sus piezas los engranajes necesarios para alcanzarla, mientras que el periodista-novelista sabe desde un principio que su narración no es la única posible, y que existen otras muchas capaces de describir, con otras palabras, los mismos hechos; esto es: que existen otros puzzles igual de legítimos que el suyo).

En el fondo, y salvando todas las distancias que se puedan salvar, se me ocurre pensar que este dilema es un reflejo —¿una fotocopia?— del viejo dilema filosófico entre externalistas e internalistas: aquellos entienden que la realidad es un conjunto fijo de objetos independientes de la mente, que puede ser conocida sin aportar ningún elemento subjetivo de intermediación entre el sujeto cognoscente y ella, mientras que los segundos consideran que la verdad cognoscible no es una mera correspondencia con estados de cosas independientes de la mente o del discurso, y que sin ese elemento de intermediación, el conocimiento del mundo exterior no es posible.

Todo esto viene a cuento del periodista norteamericano que osó inventarse las crónicas que escribía en su periódico, y las pasaba como reales. Más allá de otras consideraciones —algunas a destacar: la idiotez de su redactor-jefe, que se creyó a pies juntillas lo que escribía el periodista; o la trágala cada vez más acrítica del lector de periódicos, incapaz de discernir entre lo real y lo inventado—, me gustaría resaltar la demostración retórica o metaperiodística que supone el acontecimiento, pues incluso la forma en que lo han tratado los distintos periódicos e informativos es fiel reflejo de una u otra postura a las que me refería antes. A cualquiera sorprende que un periodista se invente, literalmente, los hechos, y trate de venderlos como reales cuando son producto de su imaginación. Pero este periodista no se inventaba los hechos: copiaba trozos ya escritos, los guisaba luego en su cocina, y los servía bien adornados en el plato, con una presentación al parecer envidiable e irresistible a los mejores paladares. Este tipo hacía con sus narraciones algo parecido a lo que haría cualquier estudiante aventajado cuando no le alcanza el tiempo para hacer el trabajo de una asignatura: cubrir el expediente de la mejor manera posible, tratando de engañar al profesor hasta hacerle creer que lo escrito es de su puño y letra, cuando en realidad se ha dedicado a copiar y pegar de aquí y de allá fragmentos más o menos homogéneos, limitándose él a darles coherencia.

Mientras el periodista-fotocopiadora trataría de ser objetivo y neutral, llegando al paroxismo de parecerse a un busto parlante o a una máquina escribidora, ajena por completo a su voluntad, firme y decididamente fiel a los hechos (un apunte malicioso: ¿no es sorprendente su parecido con la escritura automática del surrealista?: ambos se dejan guiar la mano por otra instancia extraña a su voluntad —el inconsciente, lo real, etc.), el periodista-novelista, a poco que se descuide, acaba por montar un novelón del suceso más nimio, y ve noticias allí donde su imaginación quiere verlas. El extremo al que se puede llegar nos lo enseña ese “periodista” norteamericano —sin duda, mejor narrador de historias que peridosita— capaz de colar sus relatos por los sucesivos filtros que todo periódico —es un decir— debería tener colocados en lugares estratégicos. La simpatía que me mueve hacia este personaje procede de mi atracción por los lugares inventados, por ese estadio intermedio en el que se desliza la literatura, tan fantástica a menudo que acaba siendo más cruda que la propia realidad de la que, según dicen, arranca.

Seamos serios: ¿no es eso lo que hacen, con más o menos pericia, todos los que se dedican a escribir? ¿No cogen de aquí y de allí los ingredientes —palabras, expresiones, frases, sucesos, noticias, bulos, accidentes, argumentos, discusiones, enfrentamientos, manifestaciones, deseos, etc.—y los mezclan en la olla para sacar luego a la mesa un guisado humeante, con aires de recién hecho? ¿No es acaso el acto de describir la realidad una quimera, un lugar imposible por inalcanzable? ¿No deberíamos eliminar la d y reconocer sensatamente que en realidad —¡y tanto que en realidad!—, más que describir, escribimos esa misma realidad a la que endosamos sin ningún rubor todas nuestras obsesiones y neurosis?


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