Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Macabro y real

Un hombre camina por el centro de una ciudad moderna y occidental. Digamos que viste como cualquier otro hombre y que anda un poco aleatoriamente: se para en el semáforo, cruza, se detiene frente a un kiosko y mira a su alrededor con la vista perdida entre las nubes y los edificios, como quien busca tranquilamente a un francotirador; reanuda la marcha calle abajo y aparece en la plaza central, donde las palomas que la infestan dan pequeños saltos para evitar su paso desmañado. Bajo el brazo lleva una cabeza humana que de cuando en cuando deja caer unas gotas de sangre que se estampan contra las bandas blancas del paso de cebra, del asfalto, de las palomas. La gente se aparta igual que lo hacemos de alguien disfrazado: no sabemos exactamente en qué realidad se ubica y eso nos inquieta. La mayoría no quieren interpretar nada, sólo se apartan; algunos, quizás los más jóvenes, se acerquen burlones y toquen la cabeza suponiéndola de plástico. El hombre no se inmuta; ahora la lleva agarrada por los cabellos; es una mujer, aunque la muerte, seguramente salvaje, le ha desfigurado las facciones y su piel carece de tensión y color. Pero alguien mira la escena e interpreta correctamente los distintos elementos del cuadro y en milésimas de segundo arma en su cerebro lo que todos los demás rechazaron porque no se cuadraba con las versiones que conocían de la realidad, y da la voz de alarma. Como un rumor crece el pánico en la plaza y mientras el hombre y su otra cabeza siguen volteando sobre el adoquinado, las carreras, los gritos, los desmayos invaden el lugar. La policía recibe el aviso: un hombre se pasea por la plaza con una cabeza humana bajo el brazo. Tampoco a ellos, más duchos sin embargo en estos temas, les parece algo aceptable dentro de sus realidades, así que lo interpretan de modo que puedan entenderlo: una broma. La insistencia en las llamadas les hace comprobarlo y la pareja que se acerca a la plaza tarda todavía unos segundos en aceptar lo que está viendo. Imagino que entonces mientras uno de ellos esposaba al hombre, el otro se encargaría de sostener la cabeza, bien por los pelos, bien con una mano a cada lado del rostro, y es posible que entonces fuese durante un instante plenamente consciente de que la realidad le situaba en el centro de una plaza con una cabeza humana entre las manos y sin saber exactamente qué hacer con ella, mientras las últimas gotas rojizas mojaban levemente sus zapatos negros.

El beso

El beso. Joel-Peter Witkin recibió de un amigo una entrega de pedazos humanos. De entre todos le llamó la atención una cabeza demediada y quiso hacer algo con ella. Preparó la cámara de fotos, dispuso filtros y carretes, pero no halló el modo de crear la escena. Pasó el día pensando en aquella cabeza seccionada en dos partes. A veces los puzzles de dos piezas pueden esconder un laberinto. Creo que por la noche logró encontrar el hilo que le llevase a la salida: unió ambas partes en un cálido beso. Todo es perfecto en la foto: la frente despejada y el pelo alborotado, los ojos cerrados por la pasión, las bocas entrelazadas… sólo el cuello en vísceras y jirones de carne nos advierte de cuál es la realidad, pero el beso en el espejo, el sueño de Onán vivificado nos regala esa otra realidad impresa en platino por la química, y usted puede apartar la mirada de ese beso porque no encuentra en sus realidades un anclaje que le permita observarlo y aceptarlo, o puede bucear en la fotografía e intentar percibir las venas del cuello, imaginar el anverso descarnado del encuentro, reproducir los intentos del fotógrafo para encontrar la postura exacta, imaginar la cabeza unida todavía en una sala de alguna universidad e intentar reconstruir sus rasgos y mirarle a los ojos, de frente, y preguntarle por qué la realidad le llevó a besarse con ternura frente a Joel-Peter Witkin.


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