Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Los otros

Son las dos de la madrugada. Llevo un rato queriendo escribir algo —escribir sobre algo— pero el ente azulado que me acompaña no me deja. Entiéndanme: no lo veo, no se me ha revelado, pero lo siento. Mirar por detrás de mi hombro no ayuda; intentar ver algún reflejo acusador en los cristales que la oscuridad ha convertido en espejo es intento vano: sólo yo, de aspecto descuidado y soñoliento, ocupo la estancia y mi imagen se mezcla con lo poco que sobresale de la noche del otro lado de la ventana. No, no hay presencia física ni visual, ni tampoco noto como otras veces un aliento extraño, un viento ligero o un leve roce. Pero sé que está aquí.

La pasada semana Carlos Pauner coronó el Kangchenjunga, tercer pico más alto del mundo. En la bajada una ventisca repentina lo extravió de sus compañeros. En las montañas, como en la vida, el descenso siempre es mucho más duro y peligroso. Pauner se guareció entonces como pudo tras un risco y esperó a que amainase el temporal. Ahí comenzó su lucha contra el frío, el cansancio y la desesperanza, y también contra el otro: en la espera, en el descenso hasta el campo base donde su equipo esperaba poco más que recuperar su cadáver, el montañista tuvo que pelear contra un hombre que le acompañaba y que no quería seguir, que quería dormirse, que cerraba los ojos y se sentaba y comenzaba a soñar con una playa y una niña hermosa con una profunda mirada blanca, el otro que no quería levantarse después de cada caída, que no quería averiguar si bajo el risco había hielo o nada, que no quería soportar el dolor de los dedos en la congelación.

«No sé si conscientemente, pero esta montaña quería acabar conmigo»

No se sorprendan. La montaña es un ser vivo igual que esta casa que me acoge es un ser vivo: ambas respiran, crujen, se mueven, sudan; ambas se aquietan o enfurecen. Ambas son. Dos días después, Pauner venció a la montaña y arrastró al otro hasta el campamento. Si no hubiese sido por su desgana e incompetencia, si no hubiese tenido que salvarlo, no habría sobrevivido.

Aron Ralston tampoco le cayó muy bien a la montaña: desprendió una de sus rocas y le dejó colgando de uno de sus flancos sostenido por el peñasco que aplastaba su mano. Aguantó así durante cuatro días y cuando tuvo la certeza de que nadie vendría a rescatarlo se cortó el brazo con una navaja, detuvo la hemorragia con un torniquete y bajó la montaña y caminó durante diez horas hasta encontrar ayuda. Tardó una hora en la amputación: sajó la carne primero y, como no podía con el hueso, retorció su brazo hasta que se rompió. No hay que pensar mucho para saber que allí también estuvo el otro, y le serró el brazo, y pensó por él mientras el dolor le sedaba la mente, y le dobló el cuerpo hasta el crujido y le dijo ahora desciende y piensa sólo en una playa con una niña hermosa y de profunda mirada blanca mientras yo te arrastro hasta la ayuda.

Ahora ya son las tres. El ente azulado me ha mantenido despierto y más o menos lúcido. O quizás no; quizás haya cerrado los ojos y soñado mientras él otro presionaba mis dedos sobre el teclado para salvar, más o menos, la columna. Gracias.


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