Revista poética Almacén
Estilo familiar

[Arístides Segarra]

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Pongamos que hablo de Madrid

Nadie está exento de decir tonterías, Irene. La desgracia es decirlas solemnemente. Eso a mí no me ocurre porque las mías se me escapan tan indolentemente como merecen, lo cual no les hace sino bien. Yo te recomiendo, hija, que las abandones a menudo, a poco que te cuesten algo, y no las compres ni las vendas mas que por lo que valen. Hablo al papel como lo haría contigo si te tuviera a mi lado, así que hablo al primero que me encuentro, y ése eres tú, lector amable. Me horrorizan los discursos morales, pero aún más que se justifiquen con ellos el interés y la pasión privadas.

¿A quién no debe serle detestable la perfidia, puesto que Tiberio la rechazó cuando tanto beneficiaba sus intereses? Le hicieron saber desde Germania que, si le parecía bien, le "distanciarían" de Arminio mediante el veneno (era el enemigo más poderoso que los romanos habían tenido, quien más vilmente les había tratado en tiempo de Varro, y él sólo impedía el crecimiento de su dominación en aquellos lares). Contestó que el pueblo romano tenía por costumbre vengarse de sus enemigos abiertamente, con las armas en la mano, no fraudulentamente y a escondidas. Abandonó lo útil por lo honesto. A pesar de ello era, me diréis, un ser mezquino. Lo creo; no es nada extraño en personas de su profesión. Pero la defensa de la virtud no tiene un alcance menor en la boca de quien la odia. Tanto mejor cuanto que la verdad se la arranca por la fuerza, y que, si no la quiere para sí, por lo menos se cubre con ella para adornarse.

Nuestro edificio, público y privado, está lleno de imperfecciones. Pero no hay nada inútil en la naturaleza: ni siquiera la inutilidad; nada se ha introducido en este universo que no tenga su lugar oportuno. Nuestro ser está cimentado con cualidades enfermizas: la ambición, los celos, la envidia, la venganza, la superstición, la desesperanza habitan en nosotros poseyéndonos de forma tan natural que incluso reconocemos la imagen en las bestias. Incluso la crueldad, vicio tan desnaturalizado: porque, aún en la compasión, sentimos en nuestro interior no sé qué agridulce punta de voluptuosidad maligna al ver sufrir al otro: y los niños la sienten.

Pero hay príncipes que no aceptan a los hombres a mitades, y que desprecian los servicios limitados y condicionados. No hay remedio; yo les digo claramente mis límites, porque, esclavo, debo serlo sólo de la razón, aunque no pueda alcanzarla. Y ellos hacen mal en exigir de un hombre libre una tal sujeción a su servicio y una tal obligación como de aquellos que ellos han hecho y comprado, o de aquellos cuya fortuna depende particular y expresamente de ellos. La razón me ha sacado de grandes penas: ella me ha elegido partido y dado maestros: cualquier otra superioridad y obligación debe ser relativa a ésta, y subordinada.

Yo no quiero privar al engaño de su rango: eso seria entender mal el mundo. Sé que ha servido a menudo con provecho y que mantiene y nutre la mayor parte del tiempo de los hombres. Hay vicios legítimos, tantos como acciones, buenas o excusables, ilegítimas.

Pero no es necesario llamar deber (tal y como hacemos todos los días) a la acritud y el encarnizamiento intestinos, que nacen del interés y la pasión privada; ni coraje a una conducta traicionera y maliciosa. Ellos llaman celo a su propensión a la malignidad y la violencia: no es la causa lo que les enciende, sino su interés. Ellos atizan la guerra no porque sea justa, sino porque es guerra.

Irene, lee a Montaigne.


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