Revista poética Almacén
Colaboraciones

El último que apague la luz

Antonio Cambronero
Autor de la bitácora Tramontana

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No nos engañemos: no me digan que el título de un reciente artículo del diario Expansión, "Las empresas quieren que la plantilla se vaya pronto a casa", no tiene un doble sentido. Estos días, una gran empresa española anda metida en un ambicioso plan de regulación de empleo. A la vez, la compañía negocia su convenio colectivo. En ambos casos, el objetivo empresarial es, naturalmente, ganar dinero.

A menudo me pregunto si el ideal de una empresa, en la actualidad de la nueva economía (o lo que queda de ella) y la evolución tecnológica, no será una organización sin empleados. Ya podemos encontrar ejemplos de pequeñas empresas que se mantienen con un número mínimo de empleados y sin apenas activos inmobiliarios. Internet y el concepto de empresa en red favorecen ese prototipo de organización. Empresas que se fragmentan en organizaciones más pequeñas. Empresas que subcontratan a otras empresas y compañías que se unen con otras, durante el tiempo necesario para cumplir un objetivo común. En la empresa en red, lo de menos es el empleado, un activo con muy poco valor personal.

Ese artículo, al que me refería al principio, se inicia con una premisa falsa: los horarios, las rígidas jornadas y el vivir para trabajar no son, en mi opinión, los culpables de la baja productividad. La fidelidad de la plantilla y su motivación está garantizada precisamente con un horario, una rígida jornada y viviendo para trabajar. Pero con un horario, no precisamente flexible, sino ajustado a las necesidades sociales. Una rígida jornada, pero adecuada a un modelo humano. Y vivir para trabajar, porque se supone, sí, que esa actividad dignifica al hombre. O eso, al menos, es lo que nos enseñaron, a los que estamos en la cola de las desvinculaciones, en aquella época gloriosa del seiscientos, el UHF y Alfredo Landa.

Muchas firmas, entre ellas esa que anda ahora luchando con la competencia (¿y por qué a mí esta palabra siempre me trae a la cabeza esta otra: incompetencia?), han funcionado, desde casi principios del siglo pasado, con esquemas diametralmente opuestos a los que ahora utilizan. Y, curiosamente, han funcionado bajo las teorías que ahora promueven los nuevos gurús de las empresas modernas. Es significativo, pero realmente triste, que se pueda escribir hoy lo siguiente: "...Estas empresas encabezan un nuevo modo de concebir a la empresa y a los empleados. La cultura de los horarios inflexibles y la adicción al trabajo está dejando paso a una visión más humana de las compañías, que también persiguen el bienestar personal de sus trabajadores."

En el mismo artículo, se refleja la opinión de la autora de un estudio sobre políticas socialmente responsables: "...el principal problema de que los empleados no puedan encontrar un equilibrio entre la vida personal y la profesional no radica en la empresa ni en los horarios, sino en ellos mismos. El verdadero obstáculo está en las personas, en su incapacidad para combinar trabajo y familia. El segundo es la falta de apoyo que sufren tanto por parte de su superior como de los compañeros de trabajo".

Así que nos encontramos en un curiosísimo "abrazo mortal": las empresas que, durante muchos años, han pertenecido a la clase de empresas inflexibles, con horarios inhumanos, empleados adictos al trabajo y trabajadores exentos de bienestar personal invierten hoy, una elevadísima parte de su presupuesto, en buscar programas de flexibilidad laboral, cuyo objetivo es el retorno de la inversión en forma, como mínimo, de bienestar en la plantilla. Y, ¡abróchense los cinturones!, las compañías que siempre se han destacado por su modelo de empresa "familiar", con jornadas de siete horas, y todo tipo de beneficios sociales para sus empleados, implantan medidas de regulación (con la consiguiente pérdida de conocimiento y “talento”) para eliminar empleados y medidas de inflexibilidad y reducción total del bienestar laboral.
En otro artículo (del que no recuerdo la procedencia), que leí hace pocos días, su autor predecía cuál es el futuro del sistema democrático: los partidos serán absorbidos por las multinacionales y los votantes nos convertiremos en meros accionistas. El partido que más cotice en bolsa, será el que gobierne. Ese es el futuro, y no el del Gran Hermano.

Pero en ese porvenir aterrador, me temo, no hay sitio para los valores humanos.


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