Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

Otros textos de Por arte de birlibirloque


El voto útil vs. la utilidad del voto

Hay al menos dos perspectivas que sirven para estudiar la naturaleza o el sentido del voto que cada ciudadano emite en las convocatorias electorales. Perspectivas que delatan, a poco que se profundice en ellas, contradicciones insalvables, cuyo reconocimiento se me antoja condición necesaria para poder plantearse ulteriores preguntas. Ni contigo ni sin ti, como rezaba la canción, tienen mis males remedio. Si voto al partido X, próximo a mis ideas, debo abjurar de parte de mis convicciones —y no, desde luego, de las menos profundas; pero si no voto al partido X, le doy fuerza a la opción que representa el partido Y, que es la que menos me agrada. Y si voto al partido Z, propio de sectores minoritarios, debo admitir la probable intrascendencia de mi voto a la hora de adoptar las decisiones importantes, salvo que dicho partido logre interpretar el papel de “bisagra” —con el riesgo evidente de pillarse los dedos en ella.

Entre la pregunta acerca del voto útil y la que se detiene en plantearse cuál es la utilidad de mi voto, hay una línea sutil: la primera va a parar al saco de lo productivo, y sienta el principio de que cuantos más seamos, mejor. La segunda opción es desde luego más abstracta, al menos desde la práctica de lo político, pues rechaza aliarse con lo concreto de una u otra fuerza política y se debate en el siempre inabarcable limbo de las ideas. La dificultad de conciliar el sentido y la utilidad personal de mi voto, particular e intransferible, que se ventila en el seno de mis inquietudes más íntimas, con su consideración más activa y militante, derivada de la suma con el resto de votos coincidentes con el mío, hace que cada elección se convierta para muchos ciudadanos en una dolorosa disyuntiva.

Los que lo tienen muy claro reproducen casi siempre los mismos argumentos, que normalmente se anclan en uno u otro extremo del dilema, y se limitan a ejercer limpiamente su derecho de voto sin mayores reparos (casi casi, diría maliciosamente, como quien compra un detergente con asiduidad y no se plantea —¿para qué?— cambiar de marca). Los que dudamos, nos solemos mover por el contrario en un vacilante campo abierto entre ambos polos, sin una determinación fiable, y podemos decir que nuestra decisión se asienta en una permanente inseguridad, en una duda ciertamente corrosiva, pues acaba en muchos casos por impedir el ejercicio del derecho de voto, y nos lleva a optar por la abstención —todo lo “activa” que uno quiera, pero abstención al fin y al cabo.

Y entonces llega el quebradero de cabeza. Camino de la urna, mi voto se rebela al sentirse inútil, y salta raudo del sobre con forma de avioncito de papel para salir huyendo por los aires. ¿Cuál es la utilidad de tu voto?, me pregunta cada vez la papeleta, y cada vez acabo respondiéndole con una batería de argumentos de esos que se autodefinen como los cimientos del sistema, basados en la necesidad de preservar lo que tanto costó conseguir, en la obligación ciudadana de participar en los asuntos públicos, y demás lugares comunes que por tan repetidos evito su cita. Ninguna respuesta nos sirve, ni a mí ni a mi voto. Sigo pensando que su utilidad, su función, su finalidad, su objetivo —llamarlo como queráis—, si alguno tiene, está lejos del discurso oficial, está cada vez más lejos de esa realidad bipolar que nos venden con regocijo. Si tuvo alguna vez sentido mi voto, fue en las pequeñas reuniones, ya sean asambleas universitarias, asociaciones de vecinos o incluso en el grupo de amigos: ahí ves la inmediatez de lo que decides, ahí ves pasar a la acción lo que se ha votado, y ves que las cosas se hacen de acuerdo con lo que la mayoría decide, sin perder por ello un ápice de respeto por las opciones que han quedado en minoría. Pero en estas elecciones periódicas, en las que se nos pide elegir representantes bajo el paraguas de un partido político, cada vez más aferrado a un núcleo impenetrable de intereses, tengo a menudo la sensación de que se nos invita a participar en una farsa, en un trámite, en una especie de trágala menor por la que el poder ha de pasar para legitimarse formalmente ante los ciudadanos, esos mismos ciudadanos que pasivamente aceptan luego lo que les caiga encima, con una dejadez e indolencia sublimes (los ejemplos los tenemos todavía bien recientes).

Concluyo. No con una respuesta satisfactoria —a los que alguna vez me hayan leído ya les sonará la cantinela: mi duda es pareja a mi asombro, que nunca deja de crecer—. Concluyo al menos reconociendo que la pregunta acerca de la naturaleza del voto es compleja, y que no me sirve si se formula desde la perspectiva de aquellos que me lo piden con tanta insistencia cada cuatro años. Pues ellos me hablarán entonces del voto útil. Sin embargo, si logro hacer esa misma pregunta desde mi perspectiva, seré capaz de plantearme la utilidad de mi voto. Y sólo entonces podré responder a la cadena de interrogantes con una mínima legitimidad personal, que a la hora de introducir —o no— mi papeleta en la urna, es la única que importa.


________________________________________
Comentarios