Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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La igualdad

¿Es la igualdad una quimera? Oigo decir a menudo que los seres humanos deben ser tratados en igualdad de condiciones, pero más a menudo pienso que esa expresión es una manera como otra cualquiera de escurrir el bulto, de esconderse detrás de los conceptos para seguir promoviendo exactamente lo contrario de lo que se afirma. Pues toda actitud honesta debe reconocer, como premisa necesaria, que la desigualdad es un hecho, algo que al parecer es inherente a nuestra propia condición (conclusión que extrae fácilmente cualquier observador consecuente, de tan extendida y generalizada que se encuentra en todos los órdenes de la vida).

La igualdad es una inferencia que se deriva de la observación viciada de lo real: si los individuos "a,b,c...x" tienen dos piernas, dos brazos, dos ojos, dos orejas, etc..., puedo concluir que reúnen características comunes que los hacen pertenecer a una clase, y puedo entonces darle un nombre a esa clase para determinar su identidad, aquello que la diferencia de otras clases de individuos. Pero ocurre que en toda generalización —ésta que ahora mismo os escribo también lo es, luego sirve para contradecirse a sí misma...— omitimos lo diferente para resaltar aquello que permite clasificar: el concepto no es sino una conclusión, la meta donde la razón alcanza la seguridad de la tierra firme, la playa donde descansar tras el ajetreo de la larga travesía por el océano de las cosas inclasificadas y carentes de sentido. Acostumbrados a conceptualizar, no dudamos en cobijar bajo una misma palabra fenómenos y circunstancias que nos parecen similares. Pero que no lo son en absoluto.

Rescatar del lodazal de la generalización ese instante único de certeza, en el que las cosas vuelvan a ser sin más, es una tarea que requiere tiempo y esfuerzo. Y más. Requeriría dejar aparte nuestro aparato conceptual, en cuya formulación cobra especial importancia la pregunta acerca de la identidad. ¿Y no es acaso la identidad un invento, una entelequia, una falsa moneda que nos sirve para intercambiar información como quien intercambia productos en el mercado de las ideas? Porque no sólo nos engaña su uso; más aún: su uso es fruto del engaño. ¿Cómo podemos advertir la identidad allí donde se resuelve la diferencia? ¿Por qué la sugerencia de que compartimos casi la misma información genética con la mosca nos sorprende más que las evidentes diferencias que nos separan de ella? Igual cabe decir entre nosotros: reconocer la imposible reducción a la similitud de cada individuo, reconocer que cada uno de nosotros es único, realmente único, es el paso previo necesario para comprender algo de lo que nos sucede.

Os dejo apuntadas algunas ideas para suscitar debates abiertos e inacabados, por cuanto la igualdad es un concepto poliédrico, que resbala de un lugar a otro —de la economía a la política, de la educación a la filosofía, del derecho a la ética— sin posibilidad de retener un significado unívoco:

1. Para el mercado, la igualdad es despersonalizante, porque necesita tratar a todos los individuos como consumidores, espectadores, usuarios, clientes. La publicidad nos iguala a todos por el extremo del que cuelga el anzuelo.

2. El tratamiento homogéneo e igualador del individuo le invita a esconderse detrás de la máscara que le proporciona el grupo social al que pertenece (el barrio, el equipo de fútbol, la pandilla, la empresa donde trabaja, etc.) para ejercer en su seno el papel social asignado, sin formularse preguntas incómodas y difíciles de resolver.

3. Para la ley democrática, la igualdad debe partir del reforzamiento de la personalidad de cada individuo, no de su igualación masificadora. Cada persona es única, y cada uno de nosotros marca la diferencia con el de al lado. ¿Cómo educar en la diferencia? La pedagogía, más que una ciencia, se me antoja una ardua tarea.

4. La formulación jurídica del principio de igualdad más extendida hoy en día es la que propone tratar desigualmente las situaciones desiguales, y viene a decirnos que la ley no puede tratar igual al que duerme diariamente en la calle y al que camina diariamente sobre moquetas. ¿Pero hacia dónde se decanta el derecho? ¿No es acaso cierto que los delitos llamados de guante blanco —esto es: ¡aquellos cuyos autores no se manchan las manos!— acaban diluyéndose en el despacho de los mejores y más caros abogados del país, mientras que el delincuente de poca monta —¿debería ser llamado de guante negro?— cambia la calle por la trena?

Vuelvo al principio: ¿Es la igualdad una quimera? La mutua identificación en la diferencia nos lleva a una contradicción aparentemente insuperable. ¿Somos o no somos iguales? Más que una respuesta, me conformo con constatar que la desigualdad es un hecho. Y sólo entonces comprenderé que la única manera de abordar ese hecho es dando respuestas concretas a situaciones concretas, no tratando de establecer leyes generales, principios inmutables o axiomas.


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