Revista poética Almacén
Punto de encuentro

[Alfredo Bruñó]

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El encuentro en la intimidad

Tengo pocos libros. Los guardo en cajas debajo de la cama. En mi estudio-apartamento no hay estanterías, no hay cuadros en las paredes. Puede parecer frío o un poco triste; alguien puede pensar que vivir con paredes en blanco es como vivr distanciado de uno mismo, de las cosas que uno ama y que son uno mismo, exteriorizado. No lo niego, pero esas cosas también se petrifican, el tiempo se las come y queda de ellas nada más que el hueso, blanco y seco, de lo que fueron. Vivir con los huesos de mi existencia me atrae poco.

Lo que me atrae y me interesa es vivir con esa parte de mí que sigue viva, con miedos y mis alegrías que perduran en la memoria o desaparecen. Ponerlos en las paredes me sirve de poco. Es como dejarlos en la intemperie a secar, disecados. Tampoco viene mucha gente a mi casa, pero la que viene no tiene por qué convertirse en espectadora de esas cosas; y yo tampoco quiero serlo. Es como preservar una intimidad, con uno mismo y de uno mismo. Esa intimidad es todo lo que tengo, es mi posesión más preciada.

El otro día, mientras esperaba que mi amigo Colom se desprendiese del ordenador y del Libro de Notas, hojeaba yo un libro que encontré sobre la mesa: Esto es Nueva York, de E.B. White, y me llamó la atención la siguiente oración: “Nueva York está construida de un modo peculiar que le permite absorber casi todo lo que venga (ya sea un transatlántico de trescientos metros de eslora llegado del Este o un congreso de veinte mil personas venidas del Oeste) sin imponer el acontecimiento a sus habitantes; de manera que cada suceso es, en cierto sentido, opcional, y el habitante se encuentra en la feliz posición de poder elegir sus propios espectáculos y conservar así su alma.”

Me parece que, en el contexto que describo arriba, queda claro el sentido que tiene para mí lo que dice White. Poder elegir lo que uno ve, lo que uno quiere hacer, y elegir es un acto que debe surgir de la intimidad, es esencial para el alma. Por eso los protestantes se vieron en la necesidad de inventar un Dios personal, un dios íntimo, una forma de vida en la que el individuo se pueda retirar para estar consigo mismo y averiguar qué es lo que en realidad quiere, qué es lo que en realidad quiere ser.

La vida en las ciudades españolas me parece poco proclive a esa intimidad. Los mediterráneos queremos estar en la calle, hacer ruido, que todo el mundo sepa que existimos y que existimos mucho mejor de puertas afuera, rodeados de gente, a carcajadas y gritos. Confundimos el barullo con la alegría, el desorden con la felicidad. El espacio ajeno no puede sernos ajeno, hemos de invadirlo, pisarlo, derramar sobre él los alcoholes con los que escondemos la falta de sentido que tienen nuestras vidas. Nos encanta que los lugares a los que vamos estén llenos, que los de la mesa de al lado oigan lo que decimos, que nuestras canciones de borrachera despierten a todo el mundo y que todos se enteren de que nos hemos comprado un poco de vida para camuflar nuestro profundo aburrimiento.

No creo que Nueva York siga siendo como la describe White en su libro, es de 1949 y desde entonces las ciudades han cambiado mucho. La vida pública ha penetrado en las casas con su comercio, su insistencia de que compremos algo, lo que sea, pero que compremos. En otras ocasiones ya he dicho que estos artículos que escribo parten de conversaciones con amigos, muchas de ellas con Roger Colom, en cuyo ordenador estoy ahora copiando estas palabras. Y muchas veces, estos artículos me sirven para explicar las elecciones que he hecho en cuanto a mi estilo de vida, cosa que no haría si nadie me preguntara, claro.

El caso es que estábamos hablando del artículo de White, de la frase que he transcrito más arriba, de la constante y feroz invasión de nuestras casas y nuestras vidas por parte de los medios y la gente. Colom decía que la gente se comporta así porque necesita comunidad. Le contesté que soy profundamente urbano, que no puedo vivir sino es en ciudad, pero que no quiero comunidad. No la quiero para mí: los demás pueden hacer lo que necesiten hacer. Pero una comunidad no se construye a gritos, no se inventa a base de ruido; se crea a partir de la comunicación (comunidad, comunicación, es la misma raíz).

Lo que yo me pregunto es: ¿queremos comunidad, queremos comunicarnos? Bien. Pero antes hay que saber qué es lo que queremos decir. Una cosa es querer ser cantante, otra, muy distinta, es tener algo que cantar. Al final, siempre se nota la diferencia.


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Comentarios

me gusto

Comentado por mima el 5 de Mayo de 2004 a las 05:30 PM

Magnifico ejemplo de sentido ,inteligencia y actualidad,es un marco que tanto se puede aplicar a N.Y., como Madrid o cualquiér otra magalopolis,es por lo que este escrito es lo que he dicho mas arriba.
mil y mis filicitaciones.

Comentado por angel jardon el 15 de Mayo de 2004 a las 10:17 AM