Revista poética Almacén
Quinta Columna en Nueva York

[Hilario Barrero]

Entradas de los diarios del 2003 y del 2004 de Hilario Barrero. El diario del 2001 se ha editado con el título de "Las estaciones del día" (Llibros del pexe, Gijón, 2003)
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24 de diciembre

Diciembre, miércoles, 24.- Después de pasar la Nochebuena en casa de Susana, con ella y un grupo de amigos, tenemos que coger dos metros para volver a casa porque es imposible encontrar un taxi en la isla donde mi amiga vive. Hace frío y apenas algunos transeúntes caminan por las calles. Al llegar a la estación de la calle 34 tenemos que hacer trasbordo y coger otro tren. Son siempre estas horas muy especiales con esa duda entre la luz que no llega y la sombra que parece estar filtrada dentro de las miradas. Hoy, la noche de Nochebuena, en las entrañas del metro son horas doblemente difíciles. A uno, que fue educado en un colegio de monjas y en una familia católica y burguesa, le entra de pronto una melancolía y una tristeza, mezcladas con un ramalazo de culpabilidad al ver a estos seres, como sacados de los caprichos de Goya, de un manicomio o de una guerra. En esta noche, cuando otros son felices, estos fantasmas con olor a orín y con piojos se mueren de frío, soledad y abandono. En Nueva York hay gente que no es feliz.

Mientras subimos escaleras, recorremos pasillos, atravesamos recodos en busca del otro tren, veo personas, sobre todo hombres, dormidos en los bancos, tumbados en algunas esquinas fuera del alcance de la vista de los policías, recostados en las paredes, guardando un equilibrio doloroso, viéndoles resbalar lentamente, sus cuerpos llenos de cansancio y sueño, hasta quedar sentados en el suelo con la cabeza hundida en el pecho. Tan encorvados están que parecen sacos de soledad y arena.

Al llegar al andén huele a humedad y a noche sucia, noche mala, sin estrellas ni pastores, ni buey ni mula, ni siquiera establo. Me parapeto en una columna y miro el panorama: en mi andén todos los bancos están ocupados por bultos que duermen, la puerta del ascensor no se cierra y de vez en cuando da un golpe seco y fuerte (¿podrían ser los ángeles?) y una sirena salta y un ruido que brilla llena el recinto. (¿Podría ser el lenguaje de una estrella?). Un viejo con la cabeza hundida en el pecho, arrastrando sus pies por el andén, con un abrigo raído, se para ante una papelera y asoma la cabeza a la apertura. Mira en la oscuridad e introduce las dos manos quedando el cuerpo un poco grotesco, medio fuera y medio dentro. Saca un vaso de plástico con liquido, lo abre y se lo bebe.

(“Esta noche es Nochebuena / y mañana es Navidad / saca la bota María / que me voy a emborrachar”. Las copas de cristal en la bandeja, mi padre sonriendo, cosa que nunca hacía, mi madre feliz, mis hermanos y yo asombrados de que nos dejaran estar despiertos hasta tan tarde. Y oigo de pronto en la humedad de la bóveda del metro la voz correosa, roída de oscuridad de Elvira, la señora que ayudaba a mi madre en las tareas de la casa, cantando un poco alegre “una coplita dedicada” a mi padre: “Tengo que echar una copla / por encima de un armario / rogando por la salud / del señorito Hilario”. Y la veo bebiéndose una copa de anís, chascando un poco la lengua al terminar haciendo un ruido metálico y comiéndose un bollo de manteca y otro de aceite que hacían a mi madre para las fiestas en la panadería del señor Agapo).

El ruido de un tren que viene por uno de los andenes me sobresalta y miro enfrente de mí y veo más bultos y algunos pasajeros que esperan un metro que nunca llega. Veo, también, a un joven negro que está sentado en uno de los bancos que está enfrente de mí y que también está lleno de gente que duerme. El joven tiene una maleta color canela a sus pies que abre y cierra a menudo. Lentamente comienza a quitarse los zapatos, luego los calcetines, se levanta del banco y descalzo da unos pasos hacia el andén. Vuelve al banco y se quita el suéter, y la camisa clara. Se incorpora y da media vuelta. Se acerca de nuevo al banco y lentamente se quita los pantalones como si estuviera solo en su alcoba. Luego con calma y seguridad se quita los calzoncillos y se queda totalmente desnudo. Se sienta. Dobla la ropa que ha puesto en su regazo —no parece tener ninguna prisa— y la va metiendo en la maleta que abre y cierra. Saca de la maleta un manojo de servilletas cogidas tal vez en algún McDonald y se las pasa por los labios, luego se restriega el rostro, el pecho y baja hasta el pene, que limpia cuidadosamente. Se pone unos calzoncillos blancos, parecen limpios, y una camiseta sin mangas y se dirige lentamente, andando un poco como un robot, a una de las papeleras donde tira las servilletas arrugadas. Vuelve y saca unos pantalones que parecen de pana y se los pone. Da unos pasos hacia el andén y retrocede a su sitio de acción. Se pone otro jersey y se sienta de nuevo.

Suena en la bóveda —¡a estas horas y en esta noche y entre tanta miseria!— una canción de Navidad que alguien toca en un violín ronco, desafinado y borracho. Una canción que se desparrama tambaleándole en mi corazón. Miro al joven que ha puesto la maleta color canela en su regazo y a la que abraza como si fuera un náufrago agarrado a su tabla de salvación en un mar de sombras y de navajas ocultas, como si fuera el cuerpo que no tiene y que, tal vez, tuvo, cuando alguna vez fue feliz en alguna Nochebuena. Un abrazo en esta Nochebuena en una estación del metro de Nueva York mientras los trenes van y vienen con gente que vuelve de pasar una noche buena. Llega mi tren y entro en él y veo a través de la ventana al joven que sigue abrazado a la maleta como si fuera un cuerpo amado y querido. Como si fuera su mundo, su casa, su alcoba, su vida: una maleta color canela.


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Comentarios

Un angel dickensiano y cervantino, asfalto de Nueva York, tiene una pluma que no vuela, pero que escribe, para que Dios vea el mundo.
El angel de la literatura, Hilario, vive en Nueva York, Dios debe estar alli.

Comentado por raul perez cobo el 2 de Enero de 2004 a las 11:16 PM