Revista poética Almacén
Quinta Columna en Nueva York

[Hilario Barrero]

Entradas de los diarios del 2003 y del 2004 de Hilario Barrero. El diario del 2001 se ha editado con el título de "Las estaciones del día" (Llibros del pexe, Gijón, 2003)
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Viaje NY-Miami

Jueves, 8.— A lo largo del viaje cada vez que miro al espejo retrovisor leo: “Objects in mirror are closer than they appear” Tú a mi lado apareces más cerca de lo que estás. Yo a tu lado aparezco más lejos de lo que aparezco en el espejo. Se viaja para pasar las hojas del libro de la vida. Cuando se vuelve de un largo viaje se tiene tanto cansancio como se tienen historias que contar, experiencias que compartir. Uno tiene tantas arrugas como nuevas páginas que contar. El cansancio desaparece pero el libro, cuyas hojas pasaste, está ahí a tu lado esperando. Y aunque tenemos el viaje bien planeado con mapas, reservas de hoteles, lugares que visitar, gente que saludar, sabemos que no vamos a ningún sitio concreto, sabemos que salimos, que comenzamos a envejecer cuando nos encontramos con el paisaje desconocido, con el rostro inesperado, con el olor insospechado. Viajar es ponerle puertas al mundo, acotar territorio y empezar a vivir. Viajar es empezar por el final. Dice T.S. Eliot:

What we call the beginning is often the end.
And to make an end is to make a beginning.
The end is where we start from.

Salimos con el alba y salimos en coche hacia Miami. Hace mucho frío y las temperaturas están bajo cero. Es de noche y las aceras brillan de oscuridad y escarcha. Bajando hacia el sur, el viaje durará cuatro días y tendremos que recorrer 2.000 kilómetros, se va pasando por muchas vidas, por muchas muertes, por muchos cuerpos y uno ve cómo la noche le llega al día, cómo la muerte sigue a la vida, la luz reemplaza a la sombra y cómo el aire se va amoldando, cambiando y hay un territorio de transición que es uno de los trayectos más hermosos del viaje. Es como si fuera la mocedad del camino: hay trozos es lo que todavía se ve la soledad de la infancia y la alegría de la juventud y hay pinos de un verde brillante mezclados con árboles resecos y viejos, solitarios. En un trozo de hierba verde se presiente otro tiempo, otro aire. Brilla tanto esta hierba que parece que se mueve, que casi vuela, que escribe, en el encerado del barro, una carta de amor. Y desviando un poco la vista se ve un párrafo de tierra turbia y arbustos requemados por el frío de la madrugada.

Hacemos noche en un Days Inn. La habitación tiene dos camas enormes, como todos los hoteles de USA, un televisor, un frigorífico y un microondas. Tiro de la colcha floreada para ponerla lejos de mi cuerpo y al hacerlo veo que por dentro tiene unas manchas rojas, como de sangre y me pregunto por los cuerpos que se habrán amado en esta cama. Me tumbo y pongo la televisión. A las ocho en punto comienza un programa que trata sobre el Prestige. Imágenes de Galicia, voces en gallego, el mar amordazado, la ira de la gente, el capitán del barco... reconozco los gestos gallegos y los gestos castellanos y pienso en mi amigo Marcos que es gallego. Me duerno con la imagen de un pez, encorsetado en una camisa de grasa negra y espesa que le ahoga y le hace abrir la boca.

Viernes, 9.— Salimos de Emporia que es un “país de gordos”: gordos enormes, desbordantes, gordos que van del coche al trabajo y del trabajo al restaurante y del restaurante a la casa a ver televisión y de la televisión a la cama y de la cama al coche y del coche a...

Entramos en Carolina del Norte con nieve que ha caído durante toda la noche. Nos nieva mientras atravesamos el estado, dificultándonos el viaje. Nos bajamos en una solitaria área de descanso y hago unas fotos a un paisaje que parece que pertenece a una región distante e inalcanzable. Según nos adentramos en el estado empiezan a aparecer anuncios de cigarros y de fábricas que venden fuegos artificiales, que son dos de los productos básicos de la economía de las dos Carolinas. La nieve se va y viene. Y hay una luz como en el cuadro La nevada de Goya. Una luz como los ojos de Ava Gadner, ojos que llenan una valla publicitaria en la que anuncian el Museo de la actriz.

Pienso en el significado del titulo de la novela de Margaret Mitchell, Gone with the wind. Y pensando en la traducción al castellano me pregunto, ¿qué es lo que el viento realmente se llevó? Se llevó la gloria del Sur, los hermosos jóvenes de mirada ardiente, la esclavitud, el esplendor, la aristocracia y el mismo viento trajo a los hijos muertos, la ruina, el odio y un puñado de flores amarillas.

Entrando al norte de Carolina del Sur se empieza a sentir “la actitud del Sur” en el paisaje, en el aire, en la luz y en la gente. La vegetación comienza a cambiar: aparecen las primeras palmeras, algunas zarzas, multitud de pinos... La luz es como si hubiera sido recién cocida en hornos de cálidos cristales, el aire huele a mañana de Corpus Christi en Toledo y la gente tiene una mirada entre desafiante y hospitalaria, pero siempre parecen estar en guardia. Entramos en la oficina de turismo que el gobierno tiene a la entrada del estado. Alguien con claro acento del norte responde al saludo de la empleada que tiene como tema la temperatura: “regular, porque aquí esta lloviendo”. La empleada, sonriente, pero firme, dice: “Sí, pero mucho mejor que en el norte, por las noticias que me llegan”. Yo me paso todo el viaje recordado un fragmento del poema de Espriu. “Assaig de càntic en el temple”:

Oh que cansat estic de la meva covarda, vella tan salvatge terra, i com m’agradaria d’allunyar-me’n, nord enllà, on diuen que la gent és neta i nobre, culta, rica, lliure, desvetllada i feliç!


Sábado, 10.— Pasamos el fin de semana en Charleston, famosa por haber sido una de las ciudades que fue incendiada por el General Sherman en la guerra de Secesión. Entramos en el cementerio más antiguo de la ciudad, que perteneció a la Circular Congregational Church. A nuestro lado va un perro con sus amos. Tú me dices que observe al animal, que mire sus ojos, como camina, como lleva la cola. Me doy cuenta de que tiene tanto miedo como puedo tener yo. Va pegado a sus dueños, y lleva la cabeza baja. Posiblemente sabe donde está y le llegue, a él que está más cerca de las sepulturas, el olor venenoso de la muerte.

Una cuna
para la muerte niña,
para la muerte vieja
la sepultura.

John Drayton fue un ministro de la iglesia, dueño de una plantación llamada Magnolia, un amante de la naturaleza, imitador de los jardines franceses en sus propios terrenos, que llamaba a sus esclavos “mis rosas negras”. Al lado de las casas de los esclavos, hay todavía una escuela que Drayton mandó construir para educar a sus esclavos. En el comedor de una de la casa de los esclavos hay una jarra sobre una mesa y un candelabro que con la caricia y el empuje que les da la luz los convierte en un bodegón de Zurbarán. Recorremos la plantación en solitario y a pesar de que hace un día soleado y brillante, el frío corta y se mete muy hondo. Veo y toco por primera vez lo que por aquí llaman Spanish Moss, (que ni es de España ni es musgo) que vive y crece en los árboles como si fuera un parásito, y no lo es. Lo llaman así porque les recordaba a los nativos las luengas barbas de los conquistadores españoles que anduvieron por estas tierras. Es el Spanish Moss la única presencia de España que no es ni religiosa, ni arquitectónica, ni política. Queda una especie de hierbas secas, barbas canas de misioneros, entre algodón y pelusa que cuelga de las ramas de los árboles como telarañas cansadas que hilan los errores de la historia. A la salida de la plantación hay un laberinto. Entramos en él y la luz ata los arbustos con una cuerda de sombra.

Medio perdidos en el laberinto, me tropiezo con tus labios de improviso
y encontramos de pronto la salida.

Domingo, 11.— Paramos al entrar en el estado de Georgia. Hay gaviotas, gorriones y unos pájaros negros de cola larga y cabeza pequeña que parecen cuervos. De entre los miles de folletos que ofrecen en la oficina de información, me fijo en uno que promociona la biblioteca y el museo de Carter al que se le ve en la portada caminando por un campo de algodón, en camisa, con estas palabras escritas al lado de la imagen del presidente: “Soy del Sur y soy americano. Soy un granjero, un ingeniero, un padre, un marido, un cristiano, un político y fui gobernador, soy un planificador, un hombre de negocios, un físico nuclear, un oficial de la marina, me gusta el deporte de la canoa, soy un forofo de las canciones de Bob Dylan y de la poesía de Dylan Tomas”. Y aunque fue presidente de USA es como la mayoría de nosotros, dice el panfleto. Follow the path. Amen.
“Where have all the flowers gone?” Hay una luz de domingo de resurrección mientras nos adentramos por el corazón de Georgia. Escuchamos la canción en la voz de algodón mojado de Peter, Paul and Mary. La cantamos con ellos y se llena mi corazón de melancolía. Y veo a Peter Seeger, el autor, hace muchos años, cuando en España empezaba a amanecer, cantando esta misma canción yo con apenas veintitantos años... Y recordando los amigos que han desaparecido, las flores que se han marchitado, los soldados que han muerto en la guerra, las mujeres que se han quedado esperando... No, nunca aprenderán.


Where have all the young men gone?
Long time passing
Where have all the young men gone?
Long time ago
Where have all the young men gone?
Gone for soldiers every one
When will they ever learn?
When will they ever learn?



Es domingo. Cruzando Georgia no encontramos en la radio ni una sola emisora de música clásica. La mayoría de las emisoras hablan de Jesús, de salvación y de redención. Un anuncio a la derecha de la autopista dice: “Visite la iglesia más pequeña de USA” La valla siguiente anuncia un club (¿para camioneros de paso?) donde hay 24 horas de sexo. Y dice: “We bare all”. La vida aquí se balancea entre la salvación los domingos y la condenación los sábados para volver a trabajar el lunes. Al entrar al estado de la Florida nos invitan a un vaso de zumo de naranja o de pomelo. El mensaje del gobernador da la bienvenida. Su apellido es Bush.

Lunes, 12.— Hacemos noche en San Agustín que es la primera ciudad del Estados Unidos. En San Agustín se celebró la primera misa y se celebró el primer mercado donde se usaron medidas. Aquí todo parecer ser que ocurrió por primera vez. La presencia española es más bien nominal que real. La ciudad es como un mercadillo montado con mentalidad americana. Nada parece ser auténtico, excepto el Castillo de San Marcos que es un mazacote defensivo de cara al mar. Salva la visita la luz que es como si fuera una luz de una jubilosa mañana de abril.

Martes, 13.— Mi casa de Toledo, en la que nací y me crié, tenia veinticinco habitaciones repartidas en tres pisos. Era un laberinto de pasillos oscuros, escalones, subidas, bajadas, habitaciones que se cortaban, estrechas, enormes, de techos altos y techos bajos. Era una casa un poco caótica como lo era mi familia. Una casa construida en el siglo XVII a la que se fueron añadiendo tabiques, derribándolos y volviéndolos a levantar, creando habitaciones y reformándolas a través de los siglos. Mi padre se pasó parte de su vida “en obra”. Y eso significa que nuestras vidas cambiaban por completo: Vivíamos entre escombros, dormíamos a cielo raso, sin ventanas, comíamos de pie, nos duchábamos con agua fría, la cuadrilla de albañiles se mezclaba con nosotros y a veces no se distinguía bien quiénes éramos los miembros de la familia y quiénes los empleados. Y mi padre cada día improvisando, disponiendo, mandando tirar un tabique, levantar otro, abrir una ventana, cerrar una puerta o abrir una claraboya donde la oscuridad tenía su territorio más espeso. Ni importaba que el maestro albañil le insinuara a mi padre que la claraboya era inútil, que la pared que había que tirar era maestra y no se podía tocar. Nunca sabíamos si la casa se vendría abajo de un momento a otro. Mi padre disfrutaba gastándose el dinero en alimentar una cuadrilla de albañiles, mientras que nosotros íbamos a clase con los pantalones y los zapatos llenos de yeso. Cuando empezaban la obra, siempre lo decíamos en singular: “Es que estamos de obra”, era la frase que nos servía de disculpa para llegar tarde a misa, disculparnos delante del profesor por no haber hecho la tarea, responder a las madres de nuestros amigos que con un poco de ironía nos decían que parecíamos gitanos, etc. Cuando empezaba la obra las amigas de mi madre desaparecían, se aplazaban cumpleaños y se suspendían compromisos. Hasta mi madre dejaba de estar embarazada. A veces el tabique de la alcoba de mis padres permanecía caído por un mes robándoles de la privacidad necesaria para prepararnos otro hermano más. Cuando la obra acababa en realidad no acababa. Era una tregua que mi padre nos concedía para que nos repusiéramos. En ese intervalo mi madre volvía a estar embrazada, volvían las amigas de mi madre que habían envejecido, se celebraban primeras comuniones, cumpleaños y hasta entronizaban al Corazón de Jesús con la asistencia de Don Ángel, el párroco de la iglesia que se pasaba la velada comiendo y bebiendo. Hasta que un día mi padre decidía que había que mover el tabique de la cocina, hacer el cuarto de baño más grande, añadir un bidet, cerrar la claraboya, volver a poner la ventana que mandó tapar. Entonces sabíamos que empezábamos a vivir de nuevo como si estuviéramos de paso. Volvíamos a la edad de “estamos de obra”.

A pesar de que teníamos tres pisos y veinticinco habitaciones yo nunca había estado en la casa de un millonario americano, como no fuera en el cine. Desde anoche vivo en una. Y además en la casa de un millonario de Miami. Todo es tan elegante, tan bien puesto que parece que vivo en un museo. La casa tiene diez habitaciones, seis cuartos de baño, un garaje para tres coches, un porche con columnas de capiteles corintios, una piscina, un jardín donde se podría construir otra casa de 10 habitaciones, palmeras, un vicus bellísimo, enorme, un árbol dentro de otro árbol y un espacio con columpios, pasarelas, puentes, toboganes y un cama elástica para los niños. El salón es dos veces el tamaño de mi apartamento y los suelos brillan como si fueran espejos. La mejor habitación para mí es la biblioteca con paredes cubiertas de ricas maderas, alfombras persas, una lámpara de cristal que cuelga como una telaraña en celo y un óleo “de la escuela de Sargent” que preside la estancia. La hija de los dueños de cuatro años tiene una habitación para jugar y la tiene tan llena de juguetes que parece un almacén. Hay una colección de cuadros de pintores que ya se cotizan, acuarelas dedicadas a la joven coleccionista, casi 200 muñecas de todo el mundo, algunas piezas únicas, y los que son mis favoritos: dos escenarios del siglo XVIII en miniatura hechos a mano en Venecia en los que los actores se mueven tirados por cuerdas mientras suena un concierto de Mozart. Luego cientos de osos, de animales que rebuznan, que mayan, que duermen, que lloran y exóticos pájaros que cantan y mueven los ojos.

En la habitación de los invitados que está en el ala norte de la mansión alejada de la estancia de los dueños, hay un tapiz que cubre parte de la pared con la escena de un unicornio, un león, una mona y otros animales que procede del Metropolitan Museum. Sobre unos baúles del XIX, uno de ellos con las iniciales E.P.B.M., hay tres tallas de santos del XVI de la escuela “mexicana” que están oscurecidos por el tiempo, el humo y el incienso. La habitación del billar tiene colgada en las paredes una valiosísima colección de máscaras de África, Oceanía y América del Sur que podría estar muy bien en un museo. El despacho del dueño tiene una colección de cuadros de pintores modernos “algunos con obras colgadas en los museos más importantes del mundo”. La cristalería de diario es de Ralph Lauren y la vajilla de Royal Doulton. Por la noche en el jardín miramos las estrellas limpias, distantes, frías. Mientras se habla de otras cosas yo me he puesto a pensar en este texto de Octavio Paz:

Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice?

Entramos a la mansión y el brillo de las platas y de los muebles y de los óleos queda oscurecido por el brillo de las estrellas.

Miércoles, 14.— En Miami en la calle Ocho, que llaman “la sagüesera” hay dos cementerios y dos librerías. Una de ellas, “La Moderna Poesía”, se parece más a un cementerio que a una librería, con textos llenos de polvo y dos dependientas mayores, algo cansadas, pelo pintado de caoba, que sentadas detrás del mostrador, rodeadas de banderas, mapas, santos y políticos cubanos, leen el Hola o El Herald y comentan sobre la novia de Felipe de Borbón y esas cosas.

— ¿Sabes?, no es bueno comer pollo pues tiene muchas hormonas... — Yo no como pollo hace tiempo... Yo me preparo una sopita de verduras... — ¿A ti no te parece que es muy baja? — Mujer, es que él es un buen mozo... — Pues ya te digo yo hace mucho que no como pollo...

Lo más actual que veo en la tienda es un folleto que tienen colgado en la sección de actualidad en el que se anuncia la intervención de Jordi Doce presentado por Julio Trujillo para el día 9 de diciembre del año pasado. Aún tienen ejemplares de los “de antes” de la colección Austral cuando valían cinco pesetas. Ojeando una edición con las poesías completas de José Ángel Buesa, leo este poema sobre Toledo:

La tarde que se iba
se reflejó en el Tajo
y no supe si el río estaba arriba
o el cielo estaba abajo.

En la otra librería, algo más moderna, tienen las revistas cubanas “Espuela de plata” y “Verbum” en edición facsímile a precios prohibitivos.

Cruzando la calle Alhambra me encuentro con Juan Ramón Jiménez y Zenobia en Coral Gables y el “espacio” se llena de luz. (Recuerdo un artículo de Ana Rosetti titulado “Espacio” en Coral Gables en el que intenta escribir sobre la búsqueda de JRJ, al que no encuentra. Un artículo de encargo, me parece. )

Jueves, 15.— Atardece cuando abandonamos el zoo de Miami y el sol lleno de miel coloreando una colonia de flamencos que a su vez se reflejan en el lago pintando la orilla de un agua rosa, como sangre desleída. En una esquina hay un flamenco solo, que parece un eremita.

Vestido de domingo, monje niño budista, un flamenco medita, la vara de su pata un tallo plateado, reflejando su místico equilibrio en el claustro del lago.

He ido varias veces a la biblioteca de la casa de las nueve habitaciones en la que todos los libros son del siglo XIX o principios del XX. El dueño los acaricia y los enseña con orgullo. Son ediciones en piel, con valiosas ilustraciones y hermosa encuadernación. Hay mucha literatura francesa, sobre todo de Victor Hugo y una Biblia con remaches de plata que perteneció al tatarabuelo del dueño, un general famoso que luchó con Washington en la guerra de la Independencia. Abro una guía de viajes de Lorena de 1929 que habla de Alfonso XII y dice que en España había 22 millones de habitantes. Entre los libros que me llaman la atención hay uno en francés de 1872 que tiene como titulo Historia de Eclesiastés. Lo saco y lo abro. Leo el prefacio, sigo pasando hojas y de pronto me encuentro con que la hoja parece que se dobla y se hunde. La paso despacio y pesa y me encuentro con un espacio vacío, un hueco rectangular. Dentro de él hay una pistola pequeña, preciosa con adornos de plata, con las cachas de nácar, hay también una licorera vacía con el tapón de plata. Dentro hay unos posos, el esqueleto del alcohol de algún coñac solidificado, y rodeando la pistola y la botella hay un lazo de seda rojo que me parece sangre fresca y recién vertida. Cierro el libro con precaución y sigilosamente lo coloco en su sitio y salgo de la biblioteca un poco aturdido y sin saber qué hacer.

Mientras que las temperaturas en Nueva York son las más bajas que se recuerdan, aquí cenamos al aire libre.

Viernes, 16.— Volvemos al apartamento donde yo estuve por quince días hace ya casi veinticinco años. Yo tenía escondido los dólares en un cajón de la cómoda metidos entre los calzoncillos. A mí me parecía muy frágil la puerta del apartamento y tenía miedo que de un golpe la pudieran romper. Era una habitación de planta baja, con cocina, comedor, un pequeño jardín en la parte trasera y un porche en la delantera. Al estar cerca del mar era el tipo de vivienda que los judíos de Nueva York de aquel tiempo alquilaban los meses de invierno huyendo del frío. Luego la zona cambió cuando fue invadida por marielitos y otros inmigrantes y se deterioró. El apartamento estaba en la calle 87 y todavía está en pie y aunque viejo ha sido repintado muchas veces y tiene buena presencia. En esa zona había un local al aire libre donde los ancianos judíos iban a bailar. Viéndolos agarrados uno al otro parecían fósiles, elefantes preparados para morir, sombras tristes moviéndose lentamente, guardando un equilibrio doloroso y frágil, bailando una canción, Hava nagila, que les traía recuerdos de cuando fueron jóvenes y agresivos.

De vuelta “al norte”, como dicen en el Sur, miro con más atención los enormes campos de naranjas porque sé que tardaré en volver a verlos. Entre el verdor y los puntos rojos una enorme valla dice: “John 3:16. Check it out”. Al pasar Titusville leo otra valla: “Thank the Lord for George W. Bush”. No hace falta decir que estamos en tierras de Florida. Nos desviamos a comprar naranjas “Indian river” que, según dicen, son las mejores. La vendedora sonriente nos ofrece un trozo. Por la forma y limpieza con que ha cortado la fruta, un sol de muchos gajos, me he acordado de “La sandía”, el soneto de Salvador Rueda:

Las separó la mano de repente, y de improviso decoró la fuente un círculo de rojas medias lunas.

Domingo, 18.— La I-95 es una carretera que nace en Miami, bordea la costa atlántica y muere en Maine, ya en el norte. En la mayoría de los hoteles en que estuvimos predominaban los matrimonios de ancianos camino de Miami y el buen tiempo. Viejecitos lentos, pulcros, apagados. Desde la ventana de la habitación del Motel veo a una pareja que llega cuando está atardeciendo. Les cuesta trabajo bajar del coche y al abrir el portamaletas van sacando con esfuerzo y poco a poco bolsas y entrándolas a la habitación. Arrugados, temblorosos, cierran la puerta de la habitación cuando el sol se oculta y anochece. El viento cálido del Sur mueve una enorme bandera americana iluminada por la última luz de la tarde que parece que la incendia. Al pasar por Jacksonville me recuerdas que parte de Paradiso transcurre aquí. Y comentas algunos pasajes, sobre todo cuando Lezama describe el tamaño del pene de uno de los personajes y cómo hace el amor a la mujer y me recuerdas la expresión “ondulación permanente”. Hacemos noche de nuevo en San Agustín donde visitamos al atardecer el faro. Salimos temprano con dirección a Savannah en una mañana lluviosa y gris.

Visitamos la ciudad que por ser tan bella el general Sherman la salvó de la quema y se la ofreció como regalo de navidad a Abraham Lincoln. Recorremos una por una las 23 plazas incluido el cementerio histórico que ahora es un parque. Savannah es una metaciudad, plazas dentro de plazas. Recorro los sitios que se mencionan en Constancia, la novelita de Fuentes y la veo bajar al río, y la veo abanicarse en el porche sentada en la mecedora, y la veo mirar, disimuladamente porque su marido Hull está con ella, a una ventana iluminada en una casa que está enfrente de la suya.

Lunes, 19.— ¿Qué habrá sido de tantos cuerpos que amé y he olvidado? A menudo nos hacemos preguntas que no tienen respuestas que son, tal vez, las mejores preguntas.

Entrando en el estado de Carolina del Norte cambia la vegetación y comienza a hacer frío. En Virginia los ríos están helados, la nieve aparece de vez en cuando por la cuneta. Atardece cuando llegamos cerca de Washington. El sol arropa, suavemente, con una gasa rosa a los pinos y a los árboles desnudos protegidos por la noche fría que viene.

Martes, 20.— Hace un día precioso, el sol entra por las ventanas del coche, hay unas nubes lejanas, algodonosas y sucias y un cielo alto. Entramos a Nueva York por el Verrazano Bridge. Nos pesan los cinco mil kilómetros que hemos hecho. Pienso en la frase de Confucio de que una jornada de mil millas empieza por un primer paso y me gustaría saber cuantas millas hay en un paso hacia la muerte, porque viajar es el camino corto para la vida.


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Comentarios

Texto muy poético. Me gusta leerlo.

Comentado por Francisco J. Marín el 1 de Febrero de 2004 a las 06:30 PM

Me gustaria que la prosa de Hilario fuese como una de esas carreteras de Estados Unidos que nunca se acaba.
"Una luz como los ojos de Ava Gadner" es un verso que bien pudiera haber escrito un Garcilaso XXI. (Renueva, con el mito del cine, el cancionero del poeta castellano. He ahi la dificultad de la poesia: inventar la lengua sobre lo inventado).
Hilario es poeta, quien lo dude que lea.

Comentado por raul perez cobo el 2 de Febrero de 2004 a las 07:02 AM

Agradezco el comentario de Raúl (y el del amigo Marín) porque viene de un fino poeta como es Pérez Cobo. De Garcilaso tengo el paisanaje: los dos somos de Toledo y pare usted de contar.
Tu, amigo Raú, sabes muy bien, porque eres maestro en ello, lo de inventar la lengua sobre lo inventado. Tus poemas son como una carretera que no termina. Es decir: son los ríos que van a dar a la mar. Que es el vivir.
Gracias.

Comentado por hb el 2 de Febrero de 2004 a las 10:06 PM