Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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La cultura oral

Escondidos detrás de muros de silencio, sus escasos hablantes se reparten lo que parecen ser las últimas migajas. Apenas les queda espacio para vivir, y todo lo que un día hicieron sus padres por salvarles les recuerda la dificultad de la tarea, acosados por la tristeza y la extenuación. Su situación, próxima al exterminio, bien podría ocupar las primeras planas de los periódicos. Pero nadie lo entendería.

Se pierden las culturas orales como se pierden las huellas dejadas por el viento en las rocas elevadas de la montaña. Las grandes culturas europeas tratan de resolver el problema con apenas un leve trazo extendido sobre cualquier papel en blanco, a modo de firma, y dibujan divisorias en los mapas o proyectan mausoleos como estrategia de autojustificación, para conservar las obras que legaron sus ancestros, los de aquí y los de allende los mares.

De tan próximo, ese patrimonio apenas se valora. El habla, la palabra que se dice al calor de la hoguera, en la plaza, junto a la orilla del río o en la profundidad de la cueva, mientras se pasea en compañía o se disfruta de los banquetes y las sobremesas, esa palabra ignorada por los textos eruditos que todo, o casi, lo abarcan, ese patrimonio ágrafo no merece nuestra atención. Quizás porque resulte inasible, y al tratar de contenerlo lo enajenamos y lo volvemos en contra de su propia naturaleza mutable y contingente. Quizás porque en nuestros libros no cabe la palpitación de la inmediatez, la vuelta al sonido que reverbera por las esquinas de la aldea, y no podemos ya enjugarnos las lágrimas tras la tristeza infinita provocada por los pliegos de cordel, o emborracharnos de vino a destajo, tras los versos que nos recomiendan vivir a raudales, sin dejar espacio para el abismo de la razón, liberados del infinito inasible al que nos empuja la tozudez del conocimiento que se autocalifica de científico.

Fármaco de la memoria¹, pensamos que la escritura nos permite recoger las ideas de nuestros antepasados y legar las nuestras a la posteridad, como si participáramos en una rueda sin fin, al ritmo de engranajes que se suceden sin solución de continuidad. Moliendo el grano que otros cosecharon, recorremos sus mismos lugares y mudamos de piel, pero al alzar la mirada un poco más allá —o más acá— de nuestras miserias, comprobamos en el andén cargado de deshechos la esterilidad de esa misma memoria que tratábamos de conservar. Bebemos de la fuente del olvido y sembramos con ello la semilla de nuestra propia destrucción. Nunca como en nuestros días se disipa con tanta fugacidad la información acumulada en las estanterías. Nunca como hoy la escritura ha sido tan inútil, tan vana, tan vacía. ¡Qué sorpresa la de Fedro si viera cómo al cabo de dos mil quinientos años se cumplen las profecías de su maestro Sócrates!

Esa relación inmediata entre el hablar y el pensar que se desliza por los entresijos del diálogo, y que abre las espitas de nuestra imaginación para dejar que broten sin freno las ideas, nos enfrenta desnudos a nuestra propia realidad, nos sumerge en una especie de espontaneidad en bruto, en la que el lenguaje hablado se muestra en toda su crudeza, llegando incluso a zaherir con suma crueldad. ¿Es acaso la escritura el lazo que retiene y trata de domar la fluidez salvaje del habla en libertad? ¿Nació quizás del temor a nuestro propio olvido, como arma sutil para equilibrar la desventaja del que se sentía incapaz de razonar, de hilar un discurso, un logos verdadero? ¿Por qué vivimos convencidos de la superioridad de nuestra cultura escrita frente a las que se han mantenido, si es que alguna queda, erguidas sobre le fluidez inabarcable del habla?

Una de tantas paradojas me cita aquí, al pie de mi escritura, a mostrar los parabienes de su negación. No hay tal: pienso que la convivencia entre habla y escritura es factible si se aprecia, desde la extrema fijeza del texto, el valor de lo que quedó dicho y nunca más se supo. Pero dudo. Desde el interior de la página en blanco nace una astilla que me interroga sin fin: ¿Cómo dirías sin mí lo que hasta aquí dejaste escrito?


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¹ Casi al final de su diálogo “Fedro”, Platón introduce el mito egipcio de Teuth, inventor de la escritura, mostrando su creación al rey Tamus. Éste le dice que su invento no constituye una “pócima“ para la memoria, dado que su uso no favorecerá la anamnesis; antes bien, hará que los hombres olviden lo aprendido.


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