Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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El vacío y la disyunción

Trato de resolver los dilemas como se resuelve una bifurcación de caminos. Pero las opciones que se me plantean no son tan evidentes, y sus límites se difuminan a poco que intente definirlos. ¿Qué camino tomar? ¿Cómo llegar al lugar que quería llegar? ¿Qué debo hacer para resolver el problema que me plantea este cruce a modo de aspa que amenaza mi entereza de ánimo? (¡Consulta un mapa!, me sugeriría cualquier senderista avezado).

¿Pero qué mapa consulto, si no tengo ninguno a mano? ¿Debo dibujarme alguno? ¿Y cómo hago para dibujar primero un mapa? ¿No debería conocer para ello el terreno que piso, escrutarlo, mensurarlo, acotarlo, decidir cuáles son sus accidentes, sus contornos, sus pendientes? ¿Cómo decido luego, a la vista de ese mapa, cuál es la solución a mi dilema? Intuyo que por este camino regreso al principio, y que más que avanzar, retrocedo. Probemos otra argucia.

Entablar alternativas artificiosas, que no respondan a necesidades reales, es propio de mentes incapaces de pensar más allá de sí mismas, esto es, incapaces de pensar el mundo en el que viven. La realidad se comporta de forma caprichosa, y nunca es descartable el azar en las acciones humanas. Luego no debería tratar de resolver el dilema, sino dejar que el dilema me resuelva a mí. Algo tan cómico como una galleta mal masticada casi acaba con la vida de un presidente americano, y no es ocioso pensar que alguna de las múltiples bombas que se lanzan a diario desde tierra, mar y aire sobre la tierra, el mar y el aire, sean fruto de un repentino dolor de cabeza.

Veamos cómo salir del aprieto. Hay artículos escritos al ritmo disciplinado de las necedades mejor plantadas en la mesa del escritor, dispuestas en formación militar frente al teclado. Otros si embargo se dejan escribir al compás nebuloso del humo de un cigarro, mientras se diluyen los contornos de la pantalla casi plana que se enfrenta a una cara desdibujada y cruel. Incluso los hay que ven la luz entre trago y trago de alcohol, mientras dejan un rastro de escozor por el esófago, transformado en circuito que une los periféricos a la cepeu. En cualquier caso, sea cual sea la estrategia adoptada, el escritor de artículos debería mantener espacios abiertos a la improvisación. Y ahí es donde el dilema se muestra en toda su crudeza. ¿Qué escribir? ¿Qué no escribir?

Saber callar a tiempo —aprender a no decir lo que no debe decirse— es la mayor y más difícil de las tareas de todo aquel que trate de escribir acerca de cualquier asunto que le concierna. El arte de la diplomacia enseña a superar las trampas que ofrecen los llamados tiempos muertos, esos en los que nadie dice nada y el mundo se cubre de un silencio infernal, a la vez que desnuda los rostros de los contertulios enmudecidos, donde se podría oir el aleteo de una mosca o hundir el filo de una navaja envilecida. Esa destreza en el manejo de los silencios se logra con el tiempo y la paciencia, la infinita paciencia del mentiroso artesanal (un ejemplo: políticos noveles lanzados a la verborrea —tal cual: ¡la verborrea es la diarrea del verbo!— son presa fácil del enemigo, agazapado tras cualquier bandeja de canapés).

El escritor de artículos, sin embargo, se transforma a menudo en canapé, y despistado por el trajín del banquete no sabe qué boca alimentar. Empezando por la suya. Pero rodeado de dilemas, terminará comiéndose sus propios canapés —esto es: se devorará a sí mismo— y casi fallecerá de hartazgo, apoyado en cualquier esquina, con los dedos medio hundidos en su paladar, provocándose vómitos a granel.


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