Hasta ahora, como digo, sabía por tuiter de las memorias/explicaciones de Zapatero, y basta. Mi interés no alcanzaba mayores metas, y eso en parte era debido al medio: en tuiter difícilmente alcanzas a apreciar el discurso que subyace en una declaración aislada, en el estúpido comentario tópico que te costará una montaña de tuits, retuits y favs como martillazos sobre el mismo clavo. Así que hasta ayer no escuché con atención el argumentario de José Luís Rodríguez Zapatero en defensa de su gestión como Presidente del Gobierno.
Y la conclusión no puede ser más desoladora: entiendo por qué le odiamos, y entiendo por qué le quisimos “puesto que de dos modos es la vida / la palabra tienen un ala de silencio / el fuego tiene una mitad de frío”, que dijese Neruda. Sus decisiones biopolíticas nos encandilaron, pero el fracaso político y mediático de Zapatero es también, y especialmente, el fracaso de la izquierda neoliberal de la que era epígono y alarde.
Zapatero expuso anoche, con meridiana claridad y con meridiana desfachatez, las razones de ese fracaso. A la pregunta de Sandra Sabatés sobre los dilemas de un gobernante, y si el principal era “no caer prisionero de la economía”, Zapatero respondió que “en buena medida la política en el mundo globalizado en el que estamos depende mucho de la economía y la economía no depende de las decisiones del gobierno. Depende de los mercados, depende de la globalización, depende de Europa, depende de Ángela Merkel…”. Y siguió: “me reconozco en la retirada de las tropas de Irak porque es un compromiso que no depende de otra voluntad, como la ley de matrimonio homosexual [decisiones biopolíticas, añado yo]: nadie te va a condicionar, no es como la economía. Crear empleo no depende de un decreto o de una ley que yo pueda firmar. Las decisiones que dependen de un acto libre de voluntad autónomo, que no tienen un condicionante económico son las que a mi juicio se pueden analizar con más claridad en la trayectoria política. Ahora bien, todo el mundo es consciente que en la economía intervienen muchos factores, mucho más que lo que pueda ser la decisión, la voluntad autónoma de un gobernante”. Y a la pregunta del presentador, “¿por qué siempre ganan los mercados?”, Zapatero respondió que no, pero que sí, y que la culpable de todo era que el Banco Central Europeo seguía las directrices ordoliberales emanadas de Alemania. Preguntado por si era posible revertir la dependencia de la política respecto de la economía respondió que sí, pero que eso habría un campo de debate porque el pensamiento económico dominante aún es que la política no intervenga el la economía, “dejar a los mercados plenamente libres, al comercio plenamente libre, que la política no meta las manos en la economía. Sin embargo cuando la economía falla, miramos a la política: ah, ha fallado la política. Este es un juego dialéctico permanente.”
Efectivamente, ese es un juego dialéctico permanente, pero no eterno: tiene sus orígenes y su evolución, y ahora asistimos a su decadencia intelectual, que, por desgracia, no es su decadencia como poder. Ese juego dialéctico, aunque Zapatero lo disimule, trata sobre quién debe controlar a quién: o controlas o eres controlado.
Según el modelo de pensamiento económico ordoliberal alemán, la competencia está por encima de todas las cosas, y los gobiernos existen para garantizar que así sea. Si la competencia funciona, es decir, si el mercado es capaz de moderar internamente el libre juego de intereses económicos, todo irá bien. Foucault resume esta corriente de pensamiento dominante: “A grandes rasgos, podemos decir: gracias al cielo, la gente sólo se preocupa por sus intereses, gracias al cielo los comerciantes son perfectos egoístas y entre ellos son contados los que se preocupan por el bien general, pues, cuando empiezan a hacerlo, las cosas comienzan a andar mal” (Nacimiento de la biopolítica). Y, yendo más lejos, que “el gobierno no sólo no debe interferir en el interés de nadie; es imposible que el soberano pueda tener sobre el mecanismo económico un punto de vista capaz de totalizar cada uno de los elementos y combinarlos de manera artificial o voluntaria. La mano invisible que combina espontáneamente los intereses prohíbe, al mismo tiempo, toda forma de intervención y, más aún, toda forma de mirada desde arriba que permita totalizar el proceso económico.” Y ése es el punto en el que Foucault sitúa el nacimiento de la biopolítica: cuando al soberano (y esto incluye al pueblo soberano) ya no le queda otra acción posible que el control de la nuda vida de los ciudadanos, y entonces las únicas decisiones posibles, y la única separación efectiva entre políticas de derechas y de izquierdas es si nos largamos de Irak, si legalizamos el matrimonio homosexual o no, si liberalizamos o restringimos el aborto, and so on.
Pero hay trampa. Y la izquierda cayó en ella. Cuando aceptó el principio económico de no intervención y se dedicó a la biopolítica en lugar de a la política, creyendo que el espacio económico estaba cancelado para la acción en ambos bandos, firmó un armnisticio claramente desventajoso. A la política de izquierdas sólo le quedaba la biopolítica, pero las decisiones biopolíticas de la derecha continuaban teniendo un objetivo político (entendamos aquí: un objetivo de control económico) clarísimo: todas ellas contribuyen a reforzar la autonomía del ámbito económico sobre el político. Y no es casual que tumben determinadas decisiones biopolíticas de la izquierda, y otras no. El matrimonio homosexual sobrevive porque es bueno para la economía, y punto. Repasen conmigo: las consecuencias de la restricción del aborto tienen que ver con sacar a determinadas mujeres (pobres, claro) del mercado laboral. La apuesta por la meritocracia educativa con la consolidación de una clase baja económicamente rentable. La privatización de la sanidad con la subordinación de la salud pública al mercado laboral, porque tendrás más oportunidades sanitarias si eres un trabajador productivo. Y las restricciones a la libertad comunicativa (desmantelamiento de la televisión pública independiente) y la ley de seguridad ciudadana con la docilidad que el libre mercado necesita para que los mecanismos económicos sean invisibles, un elemento imprescindible para el desarrollo del capitalismo. Y pueden seguir ustedes mismos.
La derecha no da puntada sin hilo, mientras la izquierda cree que puede coser con hilos quiméricos. Y no. Así pasa después, que nos quedamos desnudos a la mínima, como el falso Zapatero bailando con el exclusivo sostén de un bañador estilo Borat: la metáfora risible de la impotencia, la indigencia intelectual y en algún grado, de la cobardía política.
Les espero, a partir del próximo diecisiete de enero, en el nuevo sitio de La guillotina-piano, donde Fernando Villavert y yo mismo seguiremos amando y odiando, con infinitos matices, cuanto nos rodea.
Ninguno de estos usos debería cursar sin una explicación, necesaria para no convertirnos también en suministradores de placebos para autosuficientes o para ególatras, la otra cara de la moneda de la necesidad de consuelo de nuestra civilización occidental. Tampoco sin un relato (esto es, sin una investigación desprejuiciada de uno y otro a priori) que colmate las innumerables zonas de sombra que ese mero enunciado inicial deja a su paso. Tan necesario me parece, que estoy dispuesto a estirar de algunas conclusiones muy provisionales a partir de la reseña de un libro que no he leído (¡Horror! ¡Sacrilegio!) pero que caerá a mis ojos en cuanto Amazon haga su trabajo. El libro reseñado es From Shame to Sin: The Christian Transformation of Sexual Morality in Late Antiquity y estudia un proceso capital en la transformación de las actitudes sociales hacia el sexo y el amor: el paso de la concepción del sexo como mecanismo de poder y dominio y como comunión con los dioses, ambos conceptos profundamente sociales para la sociedad griega y romana, a la concepción cristiana de que de nuestros actos, incluidos los sexuales, somos responsables ante el mundo espiritual, no ante el mundo físico (que incluye el social). Si en Roma el sexo puede producir vergüenza, en la sociedad cristiana produce pecado.
Un cambio de tan enorme trascendencia tendemos a interpretarlo a la moderna: “Malditos cristianos y su amor por la metafísica… ¡Emprendamos una nueva romanización!” que, mucho más bastamente, podríamos identificar con el desvergonzado proverbio catalán “folleu, folleu, que el món s’acaba!”. Nuestra actitud desprejuiciada, la omnipresencia de los cuerpos desnudos en nuestra cultura popular, el hecho de que la pornografía suscite, si acaso, más vergüenza social que condena espiritual (individual, al fin y al cabo), nos empujan en ese sentido. Pero ni Roma era el paraíso, ni los cristianos unos aguafiestas: alguna razón debía haber detrás de ese cambio.
El libro de Kyle Harper intenta definir ese horizonte de razones que expliquen el cambio, y, al parecer, lo hace suficientemente bien como para que sus argumentos generen posibles vías de interpretación de la historia del amor en occidente, y de nuestra actual actitud hacia el sexo y sus implicaciones.
Para empezar, el sexo en Roma no es sólo un instrumento de comunión con la divinidad, como lo fuera incluso más explícitamente el vino, regalo de Dionisos. A lo sumo lo era para quienes podían disponer de su cuerpo con libertad, y sabemos que en Roma, como en todo el mundo antiguo, eso era imposible para una capa muy amplia de la población. Nos aturde la prodigalidad de las imágenes eróticas en frescos, mosaicos y lámparas, pero perdemos de vista que, en la mayoría de casos, son más una celebración del poder ejercido sobre los cuerpos que pueden ser disfrutados con impunidad, es decir, las esclavas y los esclavos, que una festiva desvergüenza. En realidad, en Roma había una estricta separación entre los cuerpos que pueden ser disfrutados por casi cualquiera (prostitución femenina y masculina, en su mayoría esclava, y los propios esclavos y esclavas en el ámbito familiar amplio) y aquellos que no pueden ser tocados sin recurrir a elaboradas fórmulas de consentimiento, pues, al fin y al cabo, el control sobre las funciones reproductivas de la mujer en la sociedad patriarcal lo exigen. En este contexto, la reacción cristiana, aunque más diversa de lo que creemos, está más relacionada con el libre albedrío, en la medida en que los cristianos se sienten ajenos a una sociedad que asume la falta de libertad (y de libertad sexual) como un componente fundamental de su mundo, así como la indiferencia hacia la brutalidad, que debe ser aceptada sin más en nombre del destino. La limitación del sexo a sus funciones reproductivas y su ocultación en el ámbito estrictamente personal, así como el desplazamiento del amor a la esfera metafísica ejercerán, a partir de entonces, una doble función, salvífica y represiva, que moldeará el concepto de amor en occidente hasta nuestros días.
Es en este contexto en el que debemos entender aquello que hemos llamado “la invención del amor” en los siglos XI y XII. La aparición del amor cortés supone básicamente una inversión de los roles sociales de hombres y mujeres, en que los hombres “fingen” ser dominados como vasallos, y ellas son tratadas como supuestamente dominantes (en occitano antiguo se las llamaba “midons”, literalmente “mi señor”, no “mi señora”). La misma fórmula de Harper para la sociedad romana, puede ser aplicada al código cortés: la necesidad de delimitar, por un lado, el libre acceso de los poderosos al cuerpo siervo, y por otro, la elaboración de complejas fórmulas de acceso al cuerpo que no puede ser tocado: el de las damas. Recuérdese que, si bien la dama a quien cantan los trovadores es una mujer de carne y hueso, y no la idealización femenina que posteriormente será frecuente en el cristianizado “amor romántico”, y que por definición el amor cortés es un amor adúltero, su esencia no es ésa, sino el hecho de que la dama, al final del juego cortés, permanece inalcanzable para su amante. La pervivencia de actitudes sexuales “romanas” durante la edad media, y la necesidad de acabar con ellas puede ser ilustrado con el proceso por sodomía que se incoó contra Pons Hug IV d’Empúries, un conde catalán que se comparaba sin rubor con el conde de Barcelona, que fue procesado por sodomía por el ya rey de Aragón, para acabar con su poder y con su condado, que pasaría a manos del rey. De la lectura del proceso se deduce que la actitud del conde hacia el sexo (tanto con hombres como con mujeres) tiene más que ver con el ejercicio del poder, la autoridad que permite, y que casi obliga, a someter al cuerpo siervo, que con una actitud viciosa, o simple y llanamente, con el pecado.
El amor cortés intenta, pues, salvaguardar los cuerpos de las mujeres nobles del libre acceso al cuerpo siervo, que todavía es una constante. Y tanto como en la sociedad romana, el matrimonio puede considerarse desde el punto de vista del patriarcado como una servidumbre del cuerpo femenino, y el amor cortés (adúltero) como resquicio para el ejercicio del libre albedrío femenino. El amor como fuga del sexo, pero también como recordatorio constante de las dificultades de sincronización entre sexo, deseo y poder. En ello andamos todavía.
Nuestra moderna actitud hacia el sexo es, hoy en día, más romana que cristiana, aunque ambas perduran en una compleja mezcolanza. Con todo, alguna luz arrojan sobre nosotros las lamparillas y las pinturas eróticas, que pueden equivaler a nuestro libre acceso a la imagen del sexo y de los cuerpos desnudos en la cultura popular, que naturalmente la pornografía extrema hasta el límite. Una nueva romanización, en cierto modo, que no debe ocultar que ese tipo de profusión icónica en el mundo romano estaba ligada al acceso al cuerpo siervo. No, no pretendo afirmar que pornografía y prostitución, o pornografía y abuso o maltrato van de la mano (aunque en ocasiones sea así). Su omnipresencia en la cultura popular más bien indica que la pornografía es, para nosotros, la vía de escape a la normativización del acceso a los cuerpos: una normativización que los avances en la liberación de la mujer del yugo patriarcal han acentuado. Ahora, afortunadamente, el libre albedrío de las mujeres exige complejas fórmulas de acercamiento y complejos límites que podemos obviar, al menos para una satisfacción inmediata, mediante la pornografía. Y también podemos decir que, para una parte de sus consumidores, las imágenes sexuales, más que expresar el poder de su consumidor, como para los romanos, expresan el deseo de poder masculino sobre el cuerpo femenino que el desmantelamiento de la sociedad patriarcal ha convertido en vergonzoso y pecaminoso: socialmente inaceptable y espiritualmente malo. No pretendo que ésta sea una interpretación única y global del fenómeno de la pornografía moderna, porque no lo es en absoluto: hay mucho más, y no todo necesariamente malo, pero creo que esta interpretación ayuda a entender algunos aspectos del fenómeno.
]]>Las razones por las que elijo “¿Magris incomprensible?” son, en realidad, una reflexión sobre la experiencia de releerse. Esa experiencia es fundamental para el escritor, pero también es la más idiosincrática y la menos transferible. Importa el tiempo transcurrido (quién eras cuando lo escribiste) y el presente de la relectura, en qué has cambiado y en qué sigues siendo el mismo que escribió aquello. Yo he sido muchos desde que comencé con La guillotina-piano, y a algunos de mis yoes no quisiera encontrármelos al girar una esquina, hoy en día. A otros los saludaría con un gesto de la mano desde la otra acera mientras prosigo mi camino. Alguno hay con quien compartiría un vino o un paseo, o incluso alguna noche loca, pero decididamente los mejores son los que no reconozco. ¿Yo fui ese? ¿Y por qué no seguí siendo él hasta hoy? ¿Por qué detuve ese paseo o abandoné esa cena, por qué interrumpí esa conversación, o abandoné esa cama antes del alba? Y, sobre todo, ¿por qué no lo recordé hasta que lo he vuelto a leer, e, incluso ahora, me parece escrito por otra mano diferente a la mía que, sin embargo, escribe lo que me gustaría haber escrito? Sí, un tanto onanista, pero menos vergonzoso que cierto.
Pero la distancia, mi ser-otro en este momento, me ayudan a reconocer en el artículo las obsesiones que me alimentan aún hoy. Los mecanismos para dotar de valor universal, a través de los modelos clásicos, a lo particular (cuento, como saben, entre las mejores horas de mi vida las pasadas en la biblioteca del Warburg Institute dedicado a ese aprendizaje). La capacidad de la literatura medieval para digerirlos y recrear a partir de ellos otros nuevos a través de escritores extraordinarios como Petrarca, recreación que a su vez se reinventa constantemente a cada paso en la dialéctica entre la tradición y la modernidad. Orfeo como cifra y clave de la literatura y la música hasta nuestros días (¿Ya hay un estudio sobre la historia de la ópera a través de las recreaciones del mito de Orfeo?). El París de la segunda mitad del siglo XIX a través de Offenbach y sus parodias de la mitología clásica (Orphée aux Enfers sigue haciéndome reír como ya lo consiguen bien pocos) Joyce y el Ulises, y Trieste y Joyce y Magris, y el ensayo como la nueva poesía, y la reescritura literaria como mecanismo de revisión constante de lo que aún somos y de lo que puede que seamos algún día.
O no. En cualquier caso mis obsesiones son abundantes y no se agotan en las que acabo de enunciar. Sólo son las que, al releer este artículo, me hicieron pensar ¿quién era éste que escribió la reseña que me hubiese gustado leer sobre el Lei dunque capirà de Magris?
Gracias a Dios que existen los reseñistas. Los buenos y los malos. Los reseñistas hacen reseñitas, término que no es tan despectivo como al lector le parece en un primer momento. Aunque, naturalmente, uno ya tiene sus querencias, indiferencias y manías, no es menos cierto que quien más influye en la elección de una lectura es ese Cobarde que huye irreparablemente. Es por eso que las reseñitas son muy útiles para desbrozar la selva tropical en que se ha convertido el mercado del libro, en donde vida y muerte, memoria y olvido, duran menos que el ciclo vital de una rana (eso sí, venenosa) en una charca del Amazonas.
Reconozco de entrada que entre mis filias está Magris, pero que el Cobarde no me ha permitido hasta el momento leer la parte aparentemente menor de su obra, la teatral o parateatral. Enterado de la publicación en castellano de Lei dunque capirà (Así que usted comprenderá), y vivamente interesado en lo que Magris pudiera especular sobre Orfeo, uno de los mitos mayores, si no el fundacional, de la cultura occidental, me llegaron antes a la mano y los ojos los periódicos de un sábado de septiembre que a los pies la oportunidad de pasar por la librería.
Así que leí las reseñitas. La de Cecilia Dreymüller en El País fue la segunda sobre el librito de Magris. Y con mucho la más impactante, la que me ha llevado a leerlo sin tardanza e incluso a releerlo en italiano por si se me había escapado algo (que sí, mucho, ya pasa con las traducciones, lei capirà). No trincharé en exceso a la reseñista, baste que su articulito es un ejemplo preclaro de que las ambiciones formalizadoras que anegan los estudios literarios en nuestras universidades ocultan, en malas manos, una grave carencia de lecturas y de referentes culturales. Puras termomix, que pican y trituran, pero de ahí a llamarlo cocina… Y desde luego el texto de Magris no es una hamburguesa. Pide paciencia y un gusto delicado.
“¿Gusto delicado? ¡Pero si la reseñista dice que el lenguaje de la protagonista es pobre y burdo, que habla de tíos con cachiporra y lagartas!”, me dirán. Lo hace, sí. Y con ello el lector conecta con la Eurídice adúltera, malcriada y lenguaraz del Orphée aux Enfers de Offenbach y sus libretistas, y lo que empezaba por sonrisa se convierte en carcajada: vaya, vaya, parece que Magris se divirtió tanto como yo con esa parodia de las relaciones conyugales burguesas en el París de mediados del XIX. El equivalente de Madame Bovary en operetístico, una genialidad descacharrante en donde Orfeo es un maestrillo de música a tanto la hora, Eurídice una cortesana pizpireta incapaz de ninguna contención, y en donde la Opinión Pública se encarna para hacer de Dios sobre la tierra repartiendo favores y condenas. Algo de esta taumatúrgica figura atraviesa Lei dunque capirà y asoma en la permeabilidad del Orfeo de Magris a la adulación y los premios, en ese disfraz de la fama como enjambre de jóvenes admiradoras y amantes que revolotean alrededor del poeta. No menos significativa es la común secularización y la común remisión a un refrendo popular de quienes ostentan el poder sobre el destino de los personajes en Offenbach y Magris, ya que en este último toma la figura de Presidente de la Casa de Reposo que Eurídice decide no abandonar.
Si la “Eurídice chafardera” parece venir de Offenbach, la “bochornosa figura del ególatra poeta” es una irónica mirada a la tradición lírica occidental desde Petrarca a Umberto Saba, del que se citan los únicos versos reconocibles del texto, “rumorosa la vita, adulta ostile minacciava la nostra giovinezza” (ruidosa la vida, adulta hostil amenazaba nuestra juventud) elaborado sobre el baudeleriano “la vie, impudique et criarde” (la vida, impúdica y chillona), de La fin de la journée. Asoma Leopardi, “pietà pietà dell’infelice amante” (piedad, piedad del infeliz amante), pero la presencia mayor, por su carácter fundacional de la tradición lírica occidental, es la de Petrarca. Su eco resuena cada vez que el Orfeo de Magris canta la ausencia de su amada, tanto en las actitudes, el léxico como en el escandido de una prosa que remite constantemente al gusto de Petrarca por las secuencias paratácticas encerradas en períodos de once sílabas que Magris deshace constantemente poniendo y quitando una de más o de menos. Uno lee el texto, dice el texto en voz alta, esperando darse de bruces con un “Più volte incominciai di scriver versi; / ma la penna e la mano e l’intelletto / rimaser vinti nel primier assalto” (muchas veces comencé a escribir versos; pero la pluma y la mano y el intelecto fueron vencidos en el primer asalto, Canzoniere, XX), cuando lo que encuentra es la versión “pobre y burda” de Eurídice describiendo la actitud de su marido: él “Scriveva il mio nome e poi qualcosa d’altro e di nuovo il mio nome e ancora qualcosa, ma dopo strappava il foglio e lo buttava via, perché capiva che non gli veniva niente da dire” (Escribía mi nombre y después alguna otra cosa y de nuevo mi nombre y aún algo más, pero después rompía el folio y lo tiraba, porque entendía que no se le ocurría nada que decir). Este es uno de los juegos de Magris: mostrar la tradición lírica con los ojos no del sujeto que escribe, sino del objeto del amor, la mujer seducida pero divertida por el histrionismo de su amante.
Pero Orfeo no sólo mitifica la fidelidad conyugal, o el amor constante más allá de la muerte —¡cómo lo recuerda ese “nadar sabe mi llama el agua fría, / y perder el respeto a ley severa”!—, Orfeo cifra y conforma la cultura occidental al dar cuerpo narrativo y tipológico a una de sus constantes: la inaccesibilidad del objeto de nuestro deseo, la irremediable distancia entre el deseo y su realización. En ese espacio, en esa distancia, en esa inaccesibilidad se desarrolla prácticamente toda nuestra literatura, e incluso nuestra política. Es esa búsqueda de la que siempre volvemos con las manos vacías y con la cabeza llena: es el viaje como fuente de sabiduría, cuyo término y destino poco importa, pues “Ítaca te regaló un bello viaje / … / nada más puede ya darte”, en versos de Kavafis. Es el espacio lírico que respetamos desde la poesía trovadoresca, en donde alcanzar el objeto de nuestra devoción, o de nuestro amor, supone que la poesía ya no es necesaria, supone la desaparición de la voz y de la misma poesía, un espacio cuyos límites transitamos sin descanso y en ocasiones forzamos hasta el límite, haciendo equilibrios por la estrecha senda que conduce al infierno, aún sabiendo que inevitablemente perderemos pié y miraremos atrás aunque sólo sea para asegurar el paso y seguir adelante, aún sabiendo que con ello perderemos lo que buscamos y que tan cerca hemos estado de conseguir.
La misma democracia trabaja en ese espacio de tensión, de búsqueda: hacia la sociedad perfecta, hacia la felicidad individual, aún sabiendo que esos objetivos son irrealizables. Bien lo sabían los redactores de la constitución de los Estados Unidos de América cuando ampararon la búsqueda de la felicidad, pero no el derecho a poseerla. La felicidad, como las sociedades perfectas, es una prisión o un infierno, y Orfeo nos recuerda cada vez que lo olvidamos que lo mejor es volver sin Eurídice.
Y todo esto lo actualiza y lo transmite el texto de Magris: la secularizació del amor en la jocosa percepción de Eurídice de los defectos de su marido, la reivindicación de su papel en la vida y la obra de “su” poeta, que remite al papel trascendental, para bien y para mal, que algunas esposas o compañeras o amantes han jugado en la vida y la obra de tantos escritores del siglo veinte. Y al final, la trascendencia de una decisión, la de no regresar, que intenta preservar la tensión, la distancia, ese espacio lírico que el conocimiento de una verdad que está por debajo de las expectativas anularía. Esa voz que callaría y que por ser la de Orfeo, es la de todos. La Eurídice de Magris se queda para salvar a su esposo, para salvarnos a nosotros, de la destrucción de la ficción que sostiene nuestro mundo.
Al final, lo que me temo es que la incomprensión de Lei dunque capirà sea real. Que lo viejo ya no se lea, que lo nuevo se construya sin echar la vista atrás, siguiendo las reglas que Dios o el Presidente dieron a Orfeo para conseguir sacar a Eurídice del infierno. Y si Eurídice sale, ¿qué será de nosotros?
]]>Por estos artículos circulan ideas que, vistas ahora con una cierta distancia, continúan explicando lo que nos ha pasado, algunas de ellas para mi propia sorpresa. El político com artista conceptual me parece plenamente vigente, así como la aplicación al auge y caída del PP valenciano del modelo interpretativo de las estafas piramidales al estilo Ponzi. En alguna otra ocasión, me quedé bastante corto, como en el primero de los que les ofrezco, en donde no supe ver que la efusión megalomaníaca de Francisco Camps a propósito de la realeza británica acabaría en negociete con la infanta española y su poco recatado marido.
Aquí tienen pues esta modesta antología. Les cito un párrafo de cada uno debajo del enlace, para que los presurosos puedan presumir de haberlos leído, y los curiosos encuentren razones para una lectura más extensa.
Debajo del cemento está la playa, y Wimbledon
“Es una verdad universalmente conocida que un candidato electoral en posesión de una gran ambición debe buscar una promesa. Si la formulación austeniana les parece excesivamente polite, lean la formulación Blascoibañezsiana del presidente del PP en Valencia: ““Donde no gobernamos hay que crear la ilusión de gobernar”, animó a su auditorio en Benigànim (La Vall D’Albaida), donde gobierna el PSPV desde 1999. Y se puso como ejemplo de lo que él hizo para conseguir la alcaldía de su pueblo: “Dije: traeré la playa a Xàtiva. ¡Y se lo creyeron!¡Si yo mando, traeré la playa! Y van y se lo creen todo. ¡Serán burros! Y me votaron”. Rus animó a su auditorio a seguir esta estrategia, según han confirmado varios asistentes a dicho acto.” Y yo que creía que la derecha europea pretendía enterrar mayo del 68, y ahora resulta que se han creído que debajo del asfalto está la playa.”
“La exposición “Visiones de España” de Sorolla es, pues, una clara manipulación de la obra de un pintor español que reinventó el impresionismo, hecho meritorio si el impresionismo no existiera ya, para servir a los fines de una ideología social y política, el populismo neoconservador españolista, que pretende proclamar como verdaderos, inmanentes y universales una serie de valores y una estética que reconfortan a nuestra lumpenburguesía actual, heredera directa por vía genética o ideológica, de la que alumbró este país en los años 60 y 70 con el desarrollismo, porque la hacen sentirse orgullosa de su nula formación, escaso criterio y mucha autocomplacencia, y asimismo pretende profundizar en su miedo a todo aquello que suponga inestabilidad, cambio, esfuerzo y ambición. A todo aquello que suponga vivir conscientemente el presente la cotidianeidad asumiendo un mundo en constante movimiento físico, social e ideológico. Algo así como proclamar el fin de la pintura tras Sorolla, como ya se ha proclamado el fin de la historia tras la caída del muro. Una visión que trata de hacer confortable el mundo, ocultando el mal que sin embargo está siempre presente desencadenando la historia: 11/9, 11/4; por no hablar de su banalidad, cuando un accidente de metro mata a 43 personas justo antes de que el vicario de Cristo en el mundo aterrice en nuestras tierras.”
Por el vuelo de una falda: indumentaria fallera y populismo
“El franquismo entendió perfectamente el potencial de las fallas, en el marco de un regionalismo “bien entendido”, como factor de cohesión ideológica y social del pueblo. Pero el boom fallero, que no sólo afecta a la ciudad sino que es aún más evidente en su área metropolitana, donde se plantan tantas fallas como en la capital, se produce más tarde, como respuesta a las necesidades sociales no cubiertas desde las instituciones públicas por incapacidad, por dejadez o por voluntad, o por las tres. Rita Barberá dice siempre que tiene ocasión que las fallas estructuran la sociedad civil valenciana. Y lo dice porque es verdad, aunque puede que más bien la reproduzcan a pequeña escala, la simplifiquen haciéndola más ancien régime, con sus oligarquías y sus noblezas, sus categorías y estamentos, en donde la igualdad todavía no ha nacido de la identidad, en donde la inclusión todavía no ha dado paso a la libertad, y en donde la fraternidad está mediatizada por la adhesión.”
Un saber irrelevante: la enseñanza de la literatura
“Si llegados a este punto alguno de ustedes piensa que a un enseñante siempre le quedará la libertad de cátedra, le diré que ese concepto caducó hace tiempo. Por ponerles un ejemplo que me es cercano, en el País Valenciano, la guerra lingüística que avivaron durante la transición los partidarios de la reforma del régimen,ma non troppo(estado autonómico que no federal, ley de punto final para los responsables de la represión franquista, etc) vive una tregua llamada Academia Valenciana de la Lengua (es suficientemente significativo que no incluya el nombre de su objeto académico: ¿qué lengua?) por la que hemos tenido que pagar un precio, que no ha sido lingüístico, stricto sensu, sino social (los índices de uso del catalán están en caída libre desde su creación) y cultural (no ha servido para prestigiar la cultura valenciana en catalán). Y el sacrificio ofrecido en el ara de la paz fue la literatura: lo demuestra el documento de la vergüenza (6 de septiembre de 2001, año de creación de la Academia), por el que la Generalitat Valenciana, bajo la presidencia de Eduardo Zaplana, coaccionaba a las editoriales para la que no incluyese en los libros de texto a ningún autor literario no nacido en tierras valencianas, documento que afecta a la enseñanza del catalán, pero, curiosamente, no excluye de la enseñanza de la literatura castellana a los autores no nacidos en la ahora comunidad autónoma. La sentencia de muerte para cualquier intento de hacer de la literatura una enseñanza útil para los alumnos llega, pues, a través de una orden administrativa, esto es, política.”
“La Valencia contemporánea, y sus fallas, nacen de ese contexto: un proceso de vaciado sistemático del espacio físico y psicológico de los valencianos que permitiera, una vez expedito el territorio, el montaje de una gigantesca instalación (instalación en términos artísticos) por la que pulula una serie de actores en performance permanente. La Comunidad Valenciana es, incluso por su nombre, totalmente arbitrario, un objet d’art, incluso un ready-made suspendido en un vacío extrahistórico. Nótese que las primitivas fallas no eran otra cosa que un objet trouvé: trastos viejos dispuestos artísticamente de forma efímera. Cuando el proceso se transformó en una artesanía y nació el “artista fallero”, esa esencia de objet trouvé, lejos de desaparecer, se trasladó paulatinamente a la sociedad y su medio, que fue vaciado para acoger en sí la esencia de las fallas, de modo que la identificación entre la intención artística y el objeto fuese total. Valencia son las fallas y las fallas son Valencia.”
“Pero cuidado con obsesionarse con aquello que puede aportarnos reconocimiento. Los trajes de Francisco Camps son un buen ejemplo: ¿a qué, sino a la necesidad de reconocimiento (¿envidia del dandi Eduardo Zaplana, su antecesor en el cargo?) cabe atribuir su aparente obsesión por el buen vestir, y por tanto sus descuidos sastreriles? ¿Y a qué, sino al sabio aprovechamiento de su necesidad de reconocimiento, cabe atribuir la habilidad de los corruptos para hacerle caer en su red? Que el presidente de la Generalitat Valenciana vea mancillado su honor y buen nombre, no por hacerse rico, sino por adquirir reconocimiento, es una de aquellas lecciones que todo político debería traer bien aprendida. Que la trama corrupta se especializase en la organización de eventos mediáticos que proyectaran tanto dentro como fuera el nombre de la Comunidad Valenciana, de la ciudad, del partido que las gobierna y de sus dirigentes es enormemente significativo, pues denota claramente la pasión por la competición en torno a ese mismo reconocimiento, y la pasión por adquirirlo a cualquier precio, no necesariamente en dinero.”
El político valenciano como artista conceptual
“En ese acto puro creativo con que nos regalan los políticos valencianos hay momentos de incomprensión y momentos sublimes, y como buenos artistas son conscientes que ambos son necesarios para perdurar, para fijar en el archivo de “lo valenciano” su forma más depurada, su obra más excelsa, que no es otra que el nuevo canon de lo valenciano como aquello-que-debe-ser-mostrado-aunque-no-haya-nada-que-mostrar.”
“Cuando hace unos días Francisco Camps proclamó solemnemente que la vía valenciana para salir de la crisis era seguir apostando por la construcción y el turismo, lo hizo en nombre de los valencianos o en nombre de todos los Calabuig y las FOURCAS de Valencia? No creo que sea capaz de apreciar esa distinción, lo cual es bastante más grave que un traje de más en su armario, pero que a su vez explica la ausencia de factura por ese traje: la homogeneización de lo público y lo privado conduce a una sociedad homogénea en donde el tránsito entre los diferentes niveles sigue siempre una doble vía: el servicio público es también servirse de lo público, y de lo privado, al fin y al cabo ya indistinguibles.”
Con regalos a Francisco Camps: los dones y el patronazgo en la política contemporánea
“El resultado final de la gestión es que el proceso que hubiera tardado dos años en llevarse a término se reduce a la mitad. El beneficio para el trabajador es evidente pero, ¿qué ha ganado el alcalde? Gratitud, respeto, puede que votos, pero lo que es más importante aún: ha sido necesario. Sin él el sufrimiento físico y social del trabajador se hubiese prolongado más allá del límite que le permite mantener su estatus. Se ha convertido, a los ojos del trabajador, de su familia y de cuantos le aprecian y le quieren bien, en un patrón. Que el patrocinado no sea precisamente afín a su ideología es, precisamente, lo más interesante, y una de las razones que permiten entender el dominio electoral que ejerce el Partido Popular en el País Valenciano, pues el patronazgo funciona como un don, como un regalo, y la economía simbólica no sólo obliga a regalar, sino a aceptar el regalo y devolverlo. Quien no acepta el regalo insulta a quien regala; y quien no responde con otro regalo (el respeto, el reconocimiento o el voto al patrón, por ejemplo) se coloca en una situación social de desventaja, y por tanto en peligro de que, en el caso de que le suceda otra desgracia, ser definitivamente desclasado y pauperizado.”
Los políticos valencianos no son marcianos
“2. Si no son tontos, ¿por qué mantienen en el poder a un partido y unos dirigentes corruptos?
En primer lugar, porque legalmente no hay más remedio. No habrá elecciones hasta dentro de dos años. En segundo lugar, porque ser corrupto no significa necesariamente ser un mal gestor. En tercer lugar, porque la sociedad valenciana es una sociedad que ya ha interiorizado la corrupción como un comportamiento legítimo no sólo en el ámbito estrictamente político, sino en las relaciones de la sociedad con la administración: saben que los procedimientos del estado de derecho y de las administraciones públicas funcionan tan lentamente (sanidad, justicia, servicios sociales…) que es más rápido y por tanto más eficaz contar con un patrono en el partido gobernante o en la administración pública que “facilite” los trámites. Hemos llegado al punto en que el tonto es quien no tiene un patrón. Y esto no es un producto exclusivo de las administraciones y las políticas del PP, sino que en cualquier caso representan la exacerbación de una realidad cotidiana para los ciudadanos valencianos desde el franquismo, y por supuesto durante los (pocos) años de gobierno socialista autonómico. La sociedad funciona así, lo que para más de uno significa, a su vez, que así, funciona.”
“Aquí, pues, en el escenario de la magna comedia desarrollada en torno al poder, la amistad, la virtud y el decoro (o según los tirios, la impotencia, la traición, el vicio y la impudicia) el hombre de la calle se comporta como el figurante perfecto de un guión que prescribe que la crisis ha sido provocada por un ejército ajeno que ha querido conquistar nuestras conciencias, introduciendo la semilla del mal en una sociedad que había alcanzado ya el nirvana colectivo.”
Poder
“Los políticos del Partido Popular (pero no sólo) ejercen el dominium señorial extendiendo una vasta red clientelar mediante la protección (económica o asistencial), que deriva en afecto (una emoción, no lo olvidemos, que tiene una inmediata traducción en términos sociales y políticos a través de encuestas de opinión o de comicios electorales). La democracia liberal en su forma típicamente española, es decir, en los gobiernos autonómicos y locales, oculta su papel como mera fachada de ese dominium mediante mecanismos institucionales de ocultación y actos de exaltación del poder en sí (la celebración del poder que está implícita en las políticas de grandes eventos y en la exaltación del político como Dominus) , que en realidad no pretenden esconder la corrupción, sino el cierre social.”
Invictus, el PP y las ruinas circulares
“Lo que no es nada chistoso es el fondo del asunto: la política de las emociones de la que ya he escrito en más de una ocasión, y la adhesión visceral e incondicional al líder. ¿O es que la elección del programa para esa mañana de cine y palomitas política tiene alguna otra posibilidad de interpretación? Puede que Mandela sea un ejemplo de fortaleza anímica, bondad moral, y capacidad de integración política, pero la lección que transmite su figura pública es que aquello (esto) sólo lo arregla un titán, o, en nuestro caso, un santo y mártir, alguien que nunca dude de que ha sido enviado por Dios para salvar València y para ser el padre de todos los valencianos.”
“El sistema se viene abajo porque la inversión baja, por ejemplo, en épocas de crisis que el mismo esquema Ponzi ha contribuido poderosamente a crear, en que la menor afluencia de recursos obliga a pagar beneficios políticos a la baja, o suspender su pago. Es un problema si no se tiene el control de los medios de comunicación, ni el poder no ya de reportar beneficios, sino de sustraer el beneficio ya obtenido, o incluso alienar el patrimonio consolidado.”
“El espejismo de la izquierda en estos momentos está formado por una serie de datos sociológicos mal interpretados, o interpretados pro domo sin fundamento: supone creer que alguien es de izquierdas porque ya no va a misa si no es como ritual de proyección social, porque utiliza anticonceptivos, porque aborta o porque tolera las minorías (eso sí, ma non troppo). Supone creer que una parte del persistente 40% de la población que en las encuestas se declara de centro-derecha es recuperable para la izquierda, que sólo son “ovejas perdidas” que esperan al buen pastor. En el reclamo de Mira por una derecha “civil” está la constatación, tal vez inconsciente, que los valencianohablantes votan al PP porque les proporciona un sentido de pertenencia y de comunidad que nadie más les sabe dar.”
El libro que vendrá, como un hacha
“Mi pequeño país (valenciano) merece un libro. Puede que ya no merezca otra cosa, puede que aquello que amé haya muerto ya, como mi padre, y puede que una y otra muerte merezcan ese libro. Ninguno ha sido escrito que dé cuenta cabal de tanta muerte, de tan largos años ya muertos y enterrados, habitando un frío invierno y un frio infierno, aherrojada en un lugar del que el divino excluyó toda esperanza, la cual queda a su puerta como dejaban sus ropas y sus recuerdos y su ser humanos los judíos a las puertas del campo. Lástima que ya no estén Kafka, Bernhard o Sebald entre nosotros para pedirles ese inmenso favor.”
“Fijemos nuestra atención en el capítulo “La maldición del superlativo”, cuya tesis principal es que “la propaganda reconocida como mentira y fanfarronada sigue surtiendo su efecto si se tiene la caradura de continuar practicándola sin inmutarse.” Las diversas formas retóricas del superlativo como mentira y como fanfarronada. Me he entretenido hojeando el programa electoral del PP para las elecciones autonómicas del 22 en la Comunitat Valenciana (sí, estoy muy enfermo, qué quieren), y no pude pasar del prólogo sin que el recuerdo de Klemperer acudiera a mi mente, ahora verán por qué.”
Entrevista con el constructor Pepe Nadie
“En el 2004 Roger Colom y yo mismo andábamos, literalmente, la escritura de una obra teatral que titulamos La visita en homenaje a una obra renacentista valenciana sobre la clase alta local y sus usos y costumbres. Era el noveno año triunfal del PP en el gobierno autónomo valenciano, y el decimotercero en la ciudad. No hubo posibilidad de estrenarla. Rescato aquí un fragmento que esta semana, como movido por extrañas fuerzas, o por renovados impulsos, he reencontrado en mi ordenador. Creo que el fragmento es autónomo y no necesita que les hable de la obra que lo incluía. Si acaso en otra ocasión. Ahora, agazapados a la espera de la llegada de los bárbaros (barbaroi: los que dicen bar, bar, bar; esto es, bla, bla, bla. Extranjeros lenguaraces), de nuevos Pepes Nadie como los aquí retratados, creo que conviene revisitar el texto que debe más a la mano y el cerebro de Roger que al mío, pero que firmamos los dos.”
]]>Siempre tengo presente tu cita de Stevens en Antes el paisaje, “The imperfect is our paradise”, que en el poema antecede, cosas de las convenciones estilísticas, los versos a los que debería seguir: “Revisa su vida y tras la encuesta / ve que es otro.” Veo que soy otro. Alguien que cotidianamente debe empujar un carrito de supermercado lleno de certezas precarias pero necesarias para la supervivencia de los mios (“Algo tuvo que romperse para que pudiera decir ‘los mios’.”) entre los que te incluyes, como si hiciera falta decirlo. Soy y soy otro al tiempo, uno que ayuda a mantener, como engranaje de un mecanismo, ese presentismo desaforado con el cual los españoles han construido su coartada moral, que les permite sentirse orgullosos de ellos mismos porque han borrado cualquier vestigio, cualquier recuerdo, cualquier ruina. Metieron el Bulldozer sobre sus mentes con la misma pasión, con el mismo deleite que sobre su territorio. Y construyeron de nuevo, y de la nada, y con nada. En cierto modo soy prisionero de ello, lo vivo como una prisión autoimpuesta: contribuyo en la medida en que trabajo, y enseñar implica descreer de la melancolía inherente a la destrucción del mundo a la que asistimos, pues me gano la vida y gano la vida, o parte, de otros, para que vivan como si el mundo no hubiese muerto ya, proporcionándoles los medios, algunos medios, algún medio, para que puedan realizar ese acto de imaginación necesario para contemplar las ruinas pero ver mundo, ver el mundo. Les pido que olviden cuando yo mismo no puedo. Les pido que avancen a ciegas, como si fuese posible llegar a alguna parte. Y en verdad lo deseo tanto como sé que no sucederá.
Debo insistirme a mí mismo, una y otra vez, que la felicidad, como las sociedades perfectas, nacen de la aniquilación de la imperfección y el dolor: nuestras sociedades lo intentaron y el mundo fue destruido. Olvidarlo es volver al infierno, a la realidad de nueva planta del campo de exterminio.
Nueva York existe en mí aunque todavía no haya estado. El adverbio es, más que el deseo del viaje, la resistencia a convertirme en lo que el Macedonio Fernández de Piglia denomina “viejos peligrosos: completamente indiferentes al futuro”. Pero dado que no he estado nunca en Nueva York, mi recuerdo se produce por una memoria extraña a mí que me habita, como Hermann Soergel, o tal vez Borges, es habitado por la memoria de Shakespeare, como tal vez una mujer, o Piglia de nuevo, lo sean por la de Borges. Mis habitantes puede que me sean más cercanos físicamente que los antedichos: una prima hermana de mi madre vive en Berlin, Connecticut, junto a su marido y sus hijos, como tantos otros de su mismo pueblo, Murla, desde principios del siglo XX. Creo que la memoria que me habita pasó por Ellis camino de New Britain, para acabar en Berlin, pues recuerdo que al zagal que me precedía en la cola le puse un periódico bajo el brazo y un lápiz en el bolsillo para que nadie le preguntara si sabía leer y escribir, por lo que debió ser después de 1917. Siempre me he preguntado qué extraña coincidencia hace que mi familia americana, cuyo lugar de origen en Alicante es conocido por sus labores de cestería, viva en una ciudad en cuyo sello se puede ver a un “Yankee peddler” en hábito revolucionario cargado con una mochila a su espalda y una cesta bajo su brazo. Cómo acabaron todos en the geographic center of CT, como reza el lema de la ciudad, es un misterio para mí lo mismo que para la memoria que me habita, en esto bastante desmemoriada, seguramente porque las impresiones perdurables en su psique fueran más emocionales que racionales: tres semanas de hacinamiento y miasmas en el barco, traslado forzoso de Manhattan a Ellis, niños de pecho muriendo antes de salir de allí, la alegría del encuentro en el local de Paco Sendra, La Valenciana, en el Lower East Side, con algunos de los que les habían precedido y que les instruían en las bondades de trabajar en la construcción del ferrocarril del norte por tres dólares el jornal, o se sumaban al bailes de los sábados, como recuerda mi habitante, que llegó a tocar el laúd algún sábado junto al tio Lelo de Murla para más de doscientos asistentes. Y recuerdo que recuerda que el día siguiente, domingo, lo pasó en Coney Island, y que en el tranvía de vuelta todavía le dolían los ojos de tanto fijar la vista en los detalles de la ciudad en miniatura en la que se refugiaban enanos provenientes de las decenas de circos que recorrían el país, y que en algún lugar de la casa de Murla Road, Berlin, alguno de sus descendientes debe conservar la foto coloreada del cuerpo demediado de bomberos de Lilliputia que compró ese día. Y recuerda con cierta culpa cómo algo tan grotesco y antinatural le hizo rememorar su pueblo natal, no por un inexistente parecido, sino por la inexorable labor empequeñecedora de la distancia y el tiempo, y porque la desproporción con el entorno era también su propia desproporción ante una ciudad en uno de cuyos edificios hubiese cabido su pueblo entero. Puede que por eso acabara en Berlin, lejos de la marabunta humana, y rodeado de bosques, ríos y lagos, más cercano al paraíso que prometían los retablos sagrados que la depravada tentación de Coney Island, o el infierno de Manhattan.
Lectura de mujeres anarquistas
De la casa de mi abuela sólo conservo un libro. Millones de cosas me atraían y me amedrentaban, tanto por la prohibición, en ocasiones tácita, en ocasiones explícita, de la curiosidad, como por su propio interés: mi tío, el xic, el único descendiente varón, lo liquidó todo tras su muerte: los aperos de labranza arrumbados muchos años atrás y que yo ya conocí herrumbrosos, las jarras y lebrillos en que mi abuela maceraba las olivas previamente partidas, la bicicleta que mi abuelo utilizaba para trabajar, colgada del techo de la andana doce años atrás, cuando murió, o puede que antes, porque cuando yo nací ya estaba enfermo, y moriría dos años más tarde. Siempre me pareció que la casa se detuvo en ese instante y que tras él sólo el óxido y el polvo y los insectos vivieron. Me recuerdo, y es la primera vez, contemplando el ataúd abierto desde la altura de los hombros de mi padre, mientras los hombres del pueblo desfilaban ante él. Era en la plaza donde despedían a los muertos, la última antes de llegar al cementerio y muy alejada de la iglesia, un último adiós de la comunidad ajeno a las instituciones y una oportunidad más de burlar las prohibiciones de reunión, una ocasión de afirmación comunitarista que desapareció cuando desapareció el enemigo y su coerción, como suele, como debe. Es curioso que se me considerara demasiado pequeño todavía como para dar guerra en la iglesia, pero que mi padre creyera necesario que estuviese con los hombres despidiendo a mi abuelo. O puede que mi madre estuviese demasiado ocupada con la suya y con su propio dolor, y que mi padre se ocupase de mí, y, como la mayoría de los demás, ni siquiera llegara a entrar en esa iglesia que todavía conserva las pintadas de la CNT a la que pertenecía mi abuelo (¿alguna de su mano?) y los rastros del intento de borrar de las cruces grabadas en la piedra del dintel. O puede que fuese porque no hacía tantos años que mi padre y sus amigos habían colgado un gato muerto en la puerta de la casa del cura por haber prohibido el baile. Daba igual, sólo un esfuerzo, consciente o inconsciente de mi padre por integrarme, pero como siempre, a sus hombros yo era más consciente de mí y de la diferencia con los demás: distancia, punto de vista…
José Tomás, los intelectuales y los toros
Mi infancia son recuerdos de una calle con toros y una huerta rojiza donde maduran los tomates. La sal la traíamos de casa, y los lavábamos en la acequia, previo robo, y los toros los traían en cada fiesta (patronales, de barrio, de calle…) sus organizadores, festeros o clavarios (hay que buscar su significado en el Covarrubias: léase clavero, ya ves tú) según la organización fuese civil o religiosa. Al que se corría por la tarde las más de las veces le daba por estarse quieto, para disgusto de la plebe, que procedía con saña creciente a fustigarlo y lacerarlo para provocar su ira y sus carreras, que a su vez conseguían mover en oleadas sucesivas a la masa que se arremolinaba a su alrededor: los del primer miedo solían encontrar sitio en la barrera que los valientes de la segunda ola encontraban ya rebosante: gritos, pisotones, caídas, los heridos y, en ocasiones, los muertos, que masa y toro se solían repartir en igual y amistosa proporción han sido siempre imprescindibles para este espectáculo y tantos otros, son el precio de la emoción, la fuente de la juventud eterna de la que mana la adrenalina hasta anegarlo todo. Al toro embolado, esa pervivencia de los tiempos en que nuestros pueblos no sólo no tenían iluminación nocturna, sino que no la necesitaban pues nada bueno ni decente podía hacerse por la noche, no hacía falta azuzarle: bastaban para que corriera el fuego y el alquitrán chorreando sobre su hocico.
Hace días que leo las memorias de Nabokov, y las demoro y las paladeo tanto como me permite la impaciencia de las cosas que despiertan la gula tras probarlas por primera vez, como aquellos mangos en Mérida, de los que caben dos en un puño, como los tomates que robábamos y comíamos de la mata en mi infancia. Aunque la prosa de Nabokov sea más visual que olfactiva (“I don’t think in any language. I think in images”, o su sinestesia), mi lectura no lo es. El niño de clase baja y clima cálido que soy no puede evitar percibir con mayor intensidad los aromas y los hedores que el color o la forma, e incluso los sonidos y su grafía me traen olores que en realidad son recuerdos de mi mundo prealfabético: el olor del cieno, el del limo, el de esa especie de musgo algático que cubría las aguas estancadas de los ramales abandonados de las acequias, olor a rana, a lagartija, a cal, a perro mojado, a boñiga de burro y a la mezcla de aceite y gasolina que bebían las mulas mecánicas.
Leo a Nabokov y huelo su hielo, sus copos de nieve revoloteando bajo la luz de la farola de una calle en San Petersburgo, el olor del oso disecado, y el rancio olor entreverado de perfume francés de su gorda y francesa institutriz. Ni que decir tiene que mi nariz no los ha olido nunca, pero los huelo. Dudará el lector si no estoy leyendo a Proust con las tapas de Nabokov, y no, y sí. No porque yo mismo he tenido la precaución de comprobarlo, y sí porque lo leo con el mismo intelecto, con la misma memoria (qué hermosa etimología en inglés, recollection: recomprender, repensar), con el mismo sereno poder de evocación que todas las palabras traen a mi mente. “¡Qué pequeño es el mundo (bastaría la bolsa de un canguro para contenerlo), qué baladí y encanijado en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo [recollection]de un solo individuo, y su expresión en palabras!”.
No hay nada paradójico, pues, en mi proximidad al niño Nabokov, aunque los asuntos que apartaran a mi padre lo suficiente para que adquiriera la dimensión mitológica necesaria estuvieran más relacionados con la carretera que con la política, que llegaría también, pero después. Aunque mi madre no luciera zafiros en sus dedos ni jugara al póquer en las noches de invierno. Pero leo en Nabokov la devoción de una madre por el amor de su hijo, como siento la de mi madre, como manifiesto la mía por mi hija: un tumulto de confianza, compañía y conversación.
La penúltima vez que les ganamos a los rusos
Presumo que a mi bisabuelo no le hacía mucha gracia la afición de su nieto por el fútbol. Murió cuando yo apenas tenía un año, así que no me es fácil saber algo con seguridad. Pero lo intuyo por la forma en que mi padre habla de él. O más bien por la forma en que no habla de él. De hecho, si lo pienso, aunque sé cosas sobre su vida, sólo conozco dos anécdotas sobre su carácter, y sólo una que mi padre cuente.
La que mi padre no cuenta, narra la historia de un jovenzuelo a quien mi bisabuelo tuvo que meter en vereda, o enseñarle su lugar en el mundo, cuando intentó afiliarse a la Falange para poder entrar a los billares del pueblo. Entiéndase que eran los únicos billares del pueblo. Y que mi padre era huérfano desde los nueve meses de un sargento de comunicaciones fusilado por “auxilio a la rebelión”. Si lo de mi padre, ese jovenzuelo delgaducho al que he visto en más de una foto luciendo unas Ray-Ban, o su imitación made in spain fue inconsciencia o algún tipo de resistencia a la autoridad familiar, que, como queda demostrado por el incidente, ostentaba mi bisabuelo, nunca lo sabré, porque no pienso atormentarle ahora con sus faltas pasadas, que, por otro lado, redimió afiliándose al PCE en cuanto fue legalizado. Que mi madre me contó la anécdota como una forma de resistencia pasiva a la autoridad de mi padre me parece, ahora, una evidencia. La habilidad de mi madre para sembrar minas al paso de los demás es proverbial, y lo digo como elogio: siempre ha sabido poner inteligentemente de relieve el flanco más débil de quien presume de no tener ninguno.
Las formas cotidianas de resistencia a la autoridad social o política abarrotan la historia del siglo XX, y por lo que parece la de mi familia. Probablemente expliquen que mi bisabuelo y mi bisabuela, jornaleros del campo, se afiliaran al partido comunista ya a finales de los años veinte, si la tradición familiar es cierta. Resistencia, por tanto, no sólo frente al propietario, sino frente a las corrientes mayoritarias del movimiento obrero en aquellos años, de filiación anarquista. Que su hijo eligiera por compañera a una joven de beata familia, a quien su padre dejara muy temprano sin fortuna y a cargo de una madre ciega y enferma, puede que fuese una forma de resistencia a la autoridad familiar. Y que el joven comunista enseñase a leer y escribir a la joven católica, su redención familiar y su rebelión cívica. Como para mi padre dejar el PCE al cabo de tres meses, para recalar en el PSOE como concejal.
La anécdota sobre el carácter de mi bisabuelo que sí cuenta mi padre es una anécdota sobre fútbol, y sobre la Eurocopa del 64, durante la final España-URSS, aquella que medio país vivió como un nuevo triunfo sobre el comunismo mientras se conmemoraban los infames XXV años de Paz. Y que más de media soportó a base de distraerse con el fútbol. Mi bisabuelo era viejo para tanta distracción, y algún peligro debía ver en aquel divertimento para ociosos que malgastaban su energía persiguiendo una pelota (labrador que juega no labra), o bien había vivido demasiadas cosas para no ver en aquel juego y en su recién estrenada forma de difundirlo, la televisión, el potencial de dominación que ahora nos parece tan evidente. Pero aquel día, durante aquel partido, pareció que la modernidad también traía una forma de venganza.
Según cuenta mi padre, en un momento dado su abuelo se levantó de la silla ante el primitivo televisor, y acercó su cara a la pantalla como para querer distinguir algún detalle borroso de los monigotes que corrían de un lado a otro. Mi padre, intrigado, le preguntó por la razón de su interés. “Pues que no veo los cuernos y el rabo de los rusos”.
Alguna vez he oído alguna anécdota parecida. No recuerdo si referida al mismo hecho, la Eurocopa del 64. Una búsqueda somera en la red no me ha proporcionado resultados relevantes para mi propósito, aunque puede que esa leve forma de resistencia de mi bisabuelo respondiese a un estado de ánimo más general entre quienes formaban la España que había perdido la guerra y que había perdido la paz. Permítanme, pues, que su biznieto, además de sonreír en cuanto vio aparecer a los rusos vestiditos de rojo, se limitase a disfrutar del partido sin participar de las algaradas nacionalistas, y que me abstuviera de pronunciar el nombre de España en vano.
“Llueve sobre un pueblo que no es el mío, sobre tierras que nunca fueron mías y que ya no podrán serlo, sobre gentes que no me reconocen, sobre padres, hermanos, tíos, primos que siempre recuerdo reunidos, que nunca serán más que lo que ya fueron para mí, aunque nunca fuimos más que reflejos de un mismo dolor, no, de la memoria de un mismo dolor que unos escondieron, otros exhibieron, otros amaron u odiaron con suma intensidad siempre, como un pesado deber de vida, como si la memoria del dolor y la memoria de la muerte nos impidiesen ser merecedores de paz y reposo, como si fuésemos justamente castigados por haber sido injustamente castigados, como si nos alcanzase el infierno sin siquiera haber pecado. Porque así fue.”
Los residuos materiales de cualquier actividad o materia humana, en la medida en que como restos han perdido todo significado (más allá de la constatación de la finitud de la existencia, de cualquier existencia, sea natural o creada), se han convertido en garantes de una verdad primaria, real, sin contaminar por el significado que añadimos los humanos, como la cocción añadida a un alimento crudo: se han convertido en una especia de ortorexia mental que nos consuela tanto de la pérdida como del combate. Comemos una pasta integral aliñada con una salsa de tomates ecológicos porque nos parece más primigenio, más verdad, y por tanto justifica más nuestra existencia, como recuperar los huesos de nuestros muertos, sus restos, nos consuela no de su pérdida sino del significado de su pérdida, y nos redime tangiblemente del agravio recibido no en una vieja guerra, o no en un viejo crimen, sino de la pérdida que el tiempo origina en la magnitud o, incluso, en la mera existencia de la herida. Si los restos de nuestros muertos son la cruda verdad, lo real más allá de todo significado, ¿por qué lo que más me impresionó del día en que desenterramos a mi abuelo no fue su tibia o su calavera, sino su nombre escrito en una tira de papel, guardado dentro de una ampollita de cristal en uno de sus bolsillos? Recuerdo que me pareció absolutamente extraordinario que no se hubiese roto, esa pequeña ampolla de náufrago. Aquel gesto de resistencia al anonimato, al olvido, por parte de mi abuelo y de buena parte de los fusilados con él, aquella forma de contacto con sus hijos tras la muerte, me viene a la memoria siempre que pienso en él, en su candidez por creer que tras la derrota estaba la paz, por rechazar el exilio. La imagen que la familia ha transmitido de mi abuelo adquiere así rasgos clásicos, como si tras la stasis fuese posible que aquella España decretase el olvido, como si hubiese sido posible que tras la guerra todo español hubiese jurado “no recordaré las desgracias”. Pero no fue así, como dice el solo nombre de mi abuelo en una tira de papel dentro de una ampolla de cristal. Puede que la razón principal fuese que, cuando sucedió en Atenas, fueron los demócratas quienes vencieron a la oligarquía, y un demócrata, Cleócrito, quien clamaba a los vencidos: “¿por qué nos rechazáis? ¿Por qué queréis matarnos?”. Una suerte de incomprensión extrañamente cercana a la ingenuidad con que mi abuelo exclamaba: “Si la guerra ya ha acabado, y han ganado ¿por qué van a querer matarnos?”
El juramento, “no recordaré las desgracias”, llegó con la democracia, como en Atenas, pero allí como aquí cercenó cualquier posibilidad de que la memoria de esas desgracias se incorporase como duelo a la misma sociedad. La tragedia, setenta años después, es que todavía no hemos hecho el duelo porque lo olvidado por decreto permanece en el inconsciente, ese lugar que, como decía Lacan, es la memoria del que olvida.
Podría decirse que el título que les propongo es una metáfora sobre la influencia que la diversificación de los soportes escritos ha ejercido sobre mi forma de leer, y sobre las habilidades asociadas. Reconozco que en buena medida es una deformación profesional adquirida durante mis años de academia: siempre a la busca de la cita precisa, de la nota a pie de página esclarecedora, del pasaje que pudiera relacionar con aquello que yo quería decir a mi vez, el resultado fue que me convertí en una liebre de biblioteca: no rata, las ratas roen de a poco; las liebres saltan, a grandes saltos de libro en libro, de este índice de nombres a aquel poema, a aquella nota y más allá a aquel capítulo. Tras una infancia y primera juventud devorando libros de la primera a la última página, dediqué la segunda, y una parte de mi madurez, al funambulismo librario: armado de una larga pértiga mental, recorría los libros por su filo, pasando de una balda a la otra de la biblioteca del Warburg Institute en menos de lo que tardaba Houdini en salir de la pecera en que había sido encerrado en camisa de fuerza, o obligando a los bibliotecarios de la Biblioteca de Catalunya a traerme diez libros a la vez (obviamente, diez era el máximo permitido). Sólo las estrictas normas de las salas de reserva o de los archivos me impedían hacer lo mismo con los manuscritos: allí, los malabares intelectuales debían limitarse a un solo bolo, aunque más bien era como hacer girar un solo plato chino.
Sin solución de continuidad, llegó internet. Creo que he escrito alguna vez que para quienes hemos sido pobres, y para quienes hemos sufrido la miseria intelectual y de infraestructuras educativas y culturales de este país, internet era, y sigue siendo, el paraíso. Muchos de los periódicos y revistas que hoy leo a diario eran para mí poca cosa más que una ensoñación: “sabré que soy rico el día que pueda suscribirme al periódico o revista que me apetezca, y recibirlos en mi casa cada mañana”, me repetía antes de dormir. Era la única razón por la que ser rico tenía algún atractivo para mí (bueno, y viajar). En cualquier caso, mi inercia librariamente funambulesca no disminuyó, más bien al contrario: se multiplicó en proporción directa al número de lenguas que era capaz de leer y al número de pantallas, hoy en día pestañas, que era capaz de visitar en un período determinado de tiempo. La llegada de Amazon empeoró las cosas, pues la facilidad para adquirir libros que realmente me interesaran y no tener que conformarme con el aparador de novedades de mis librerías habituales, por muy bien surtidas que estuvieran, se incardinó en ese habitus ya completamente interiorizado de recorrer los libros, los textos, “com gat qui passàs tost per brases”, como gato que pasara rápido por encima de las brasas, que decía Ramon Llull.
C’est ce que le philosophe Antisthenes disoit plaisamment: que l’homme se devoit pourveoir de munitions qui flottassent sur l’eau et peussent à nage eschapper avec luy du naufrage. Certes l’homme d’entendement n’a rien perdu, s’il a soy mesme. (Montaigne, Essais, (Villey-Saulnier), I, 39, de la solitude)
No sé nadar. Unas fiebres reumáticas me mantuvieron alejado de cualquier ejercicio físico de los siete a los trece años, y del tiempo en que los niños de mi edad aprendían a hacerlo, yo sólo recuerdo el dolor en las articulaciones, el cansancio y la falta de aliento que me provocaba caminar tan sólo hasta la esquina; el oscuro portal de un viejo caserón modernista en la calle de la Paz, en donde un prestigioso cardiólogo de precio proporcional a su reputación y a la antigüedad del edificio tenía su consulta; el anuncio de que mi flojo y desentrenado cuerpo ofrecía múltiples escondites a una infección que parecía querer vivir más que yo; la penicilina que anegó mis venas durante años, y los pasteles con que mi abuela paterna endulzaba las visitas semanales a la consulta del practicante, y el dolor en la pierna que duraba tres días, y la obsesión porque el polvo de la penicilina se deshiciera bien antes de que me la inyectaran, y que así el dolor no fuese insoportable; y los días en casa con la sola compañía de mi madre, siguiendo el curso a través de los deberes que desde la escuela me enviaban con mi amigo Antonio, mientras el resto de la gente, incluidos mis hermanos, poseían un mundo que yo sólo adivinaba a través de lo que veía desde la ventana y lo que entendía de las conversaciones de los demás, y que aún hoy me es tan ajeno como el mundo que leía en los pocos libros que me acompañan en ese piso de tres habitaciones donde los padres y la abuela ya ocupan dos, y sólo quedaba la pequeña para nosotros cuatro. Quizás esto explica que hoy en día pase con extrema facilidad de la claustrofobia a la agorafobia, que encontrarme inmerso en la multitud me desoriente y me desasosiegue hasta el punto de disociar mi cuerpo y mi mente para salir de mí mismo y contemplarla, y contemplarme, a un tiempo integrado y ajeno. Entonces recupero el dominio de mí mismo y, ilusoriamente, el control de la masa: ya me es reconocible como un cuerpo externo a mí que se mueve, piensa y siente como un solo hombre, de quien puedo prever los deseos y los miedos. Es como si la viera, de pequeño, desde mi casa, desde aquella ventana de un tercer, imposibilitado de unirme a ella pero observando con curiosidad como va y como viene, como toma una forma liqüidiforme y cómo fluye, se desmiembra o reabsorbe las partes como el mercurio de un termómetro roto. Quizá por eso no me hacía muy feliz que mi padre se me llevara a ver los partidos de fútbol. Ni los del equipo local, del que él era el presidente, porque sólo el hecho de que él fuese tan conocido me obligaba a un trato social que me aterraba. Ni mucho menos los del equipo de la capital, donde ese cuerpo místico de aficionados alineados en el estadio en horizontal y vertical, reaccionando al unísono con los estímulos que le llegaban del campo de juego, con la alegría, con el aburrimiento, con la tensión, el insulto, la ofensa, la agresión, o incluso la vergüenza y el deshonor por los actos de otros, porque cuando se desbordaba toda aquella energía sobre uno o sobre once, sobre los demás o sobre nosotros mismos, toda mi realidad de niño diferente rompía contra el oleaje humano como una pavorosa evidencia . La última vez tenía diez años, y en un partido de rivalidad regional perdimos por tres a cero y la masa entera contenida a duras penas en el estadio celebraba los goles del contrario y se burlaba, tan ruidosamente como lo pueden hacer cincuenta mil espectadores, de su mismo equipo, como las burlas de mis compañeros cuando, al volver la escuela después del reposo obligado por la enfermedad, decidieron, y decidí, jugar un partido y me pusieron de delantero y no me moví del lado del portero del equipo contrario mientras en nuestra área mis compañeros intentaban evitar los goles casi a garrotazos: no toqué balón, y no jugué nunca más. Todo aquel descomunal empuje descargando perfectamente sincronizado sobre los jugadores su rabia y el odio y el desprecio, toda aquella furia envolviéndome, ahogándome en la histeria como las pesadillas recurrentes desde que era enfermo me ahogaban en la arena mientras yo permanecía encerrado en un cubo perfecto abierto sólo por arriba, que parecía flotar en un espacio negro. Toda la angustia que aún me transmite aquella pesadilla se vuelve cariño cuando recuerdo mi otra pesadilla infantil que la que tengo memoria: una fotografía en color del demonio, bien rojo y brillante, con cuernos, en plano americano, con la punta de la cola en forma de flecha asomándose, y una sonrisa malicioso en el rostro. La foto tenía los bordes blancos y recortes ondulados como de sello, pero convexos, y más que un ser real parecía su retrato en acrílico. Quizás fuese la consecuencia de un miedo impostado, catecúmeno, lo que situaría la pesadilla más bien hacia los siete años, la edad a la que tomábamos la primera comunión entonces. No creo que influyese la anécdota de mi bisabuelo que años después repetiría mi padre: contemplando en la televisión el primer partido internacional entre la selección española y la de la URSS desde la guerra civil, a principios de los sesenta, mi bisabuelo se pasó el partido acercándose al televisor una y otra vez hasta que mi padre le preguntó: “abuelo, ¿qué miras, que te acerca tanto?”. “Que no les veo la cola por ninguna parte. Mi memoria aún mantiene el sueño y el relato de la anécdota como distintos, pero cuando recuerdo uno recuerdo el otro automáticamente, quizás en mi deseo de reencontrar antecedentes familiares con conciencia sobre la única dimensión realmente trascendente del fútbol, la social, o quizá sea simplemente un mecanismo mnemotécnico que, lejos de causas y consecuencias, encadena las imágenes y las palabras, en una sinestesia permanente, por el color, por la forma o por gusto, como la fotografía familiar a raíz del nacimiento de mi hermano el tercero, hecha en la terraza del edificio donde vivíamos, con las mismas orillas blancas y recortes ondulados. Recuerdo que era pascua, una de las dos veces al año en que se tenía que estrenar ropa, y que mi hermana y yo íbamos mudados con un conjunto de pantalón corto de tergal marrón, de ligera reminiscencia vaquera y camiseta a juego, pero mi madre estaba con su bata de boatiné azul claro y blanca, recién parida, y que la foto fue hecha con la cámara de una vecina amiga de mi abuela. Pero el recuerdo es en realidad la representación del recuerdo fijada en el papel fotográfico más que el hecho, del cual sólo he retenido la luz del sol que me cegaba, y más que eso las facciones fruncidas de la cara intentando mantener los ojos abiertos al tiempo que intentaba evitar que penetrara la luz en ellos. Me recuerdo así en todas las fotos de mi infancia, y más adelante: la fotofobia heredada de mi padre me empujaba a buscar con las facciones de la cara un equilibrio imposible entre el deslumbramiento y la ceguera en todas las fotografías de exterior, obligado por la sobreiluminación necesaria para que aquellas cámaras rudimentarias y la poca sensibilidad de la película consiguieran captar algo de lo que pasaba a su alrededor, aunque no conseguían sino un resultado parcial y deformado, como mi rostro: un instante absurdo, infiel, siempre una mentira.
No lo cogí de entre las estanterías de libros sin leer (o sin releer, como es el caso) con intención. Simplemente era breve, y su tamaño amigable como lectura de metro. Y no tenía demasiado tiempo ni mi cerebro estaba suficientemente desocupado como para meditar una elección. Incluso si hubiese tenido la paciencia necesaria para tomar una decisión, una auténtica decisión y no esa especie de lotería del tamaño y la extensión, puede que no lo hubiese cogido. Seguro que no. Si no hubiese sido de improviso, como fue, dudo que pudiese haber planificado la lectura de un libro sobre las torturadas reflexiones de quien prevé el escaso tiempo que le resta y lo mucho y lo muy importante que le queda todavía por hacer, un memento mori al que el autor se resiste porque todavía le queda mucho trabajo hasta alcanzar la gloria. Debí pensar que Petrarca conseguiría tocarme la fibra sensible. Y leer el Secretum mientras voy y vuelvo de visitar a mi padre enfermo, muy enfermo, durante el mismo otoño en que ha muerto Alan Deyermond, ha sido una experiencia un tanto salvaje. Tan salvaje como necesidad de ser a un tiempo fuerte y consciente de tu debilidad, a un tiempo ambicioso y generoso, al tiempo feroz y caritativo, a la vez consolador y desconsolado.
“Tu pues, librito, evita la compañía de los hombres y conténtate con permanecer a mi lado, acordándote de tu nombre. Eres mi secreto, y así te llamarás; y cuando yo esté ocupado en cosas más altas, así como ocultamente has registrado cada palabra, ocultamente me las recordarás.”
En el Secretum Petrarca desgaja su pensamiento en dos mitades y las enfrenta, con el fin de que, quede lo que quede al final, sea más suyo aunque sea más impuro, y, sobre todo, que viva independiente de su cuerpo mortal, y de su psique, aún más mortal si cabe. Petrarca asume el reto encarnando una parte de su yo en san Agustín. No es, pues, un diálogo de amiguetes, sino un auténtico reto intelectual que fuerza la altura de sus reflexiones. Convierte el clásico diálogo de tradición filosófica, que busca la verdad, en un campo de batalla de sí mismo contra sí mismo, con la verdad como testigo mudo y, por tanto, inútil, pues todo cuanto se dice es verdad: todo es Petrarca. Y aún en este tiempo nuestro en que parece que se haya querido revivir el género (libros de entrevistas a filósofos, diálogos entre filósofos, debates entre filósofos…) tan sólo son apariencias, pues el auténtico diálogo filosófico es aquel en el que el amante del saber se ocupa del conocimiento más arcano, que no es sino uno mismo en el punto en que ya no puede contarse más mentiras, porque ya no hay tiempo, y en el que, siendo mortal, debe ocuparse ya sin coartadas de las cosas mortales, aceptando la limitación de sus ambiciones para poder perseguirlas con más ahínco. Al final, el deseo más secreto de Petrarca es tener tiempo para acabar su obra, aunque le cueste la salvación. En ese libelle, en ese librito que le acompañará secretamente el resto de su vida está inscrita no su obra, sino la volundad de obrarla. Y la aceptación final de que antes se abandonaría a si mismo que a sus libros.
En otoños como este pienso en mi propio secretum, que de momento arrastra una existencia parcial, demediada, entre mis cuadernos, mi ordenador y el precioso álbum que Carolina Podestá hizo para mí. Empieza a ser urgente que encuentre a mi Agustín, porque lo es que mi libelle permanezca constantemente a mi lado recordándome cada una de las palabras que registra.
]]>En el ejercicio de esta actividad (¿criticismo?¿columnismo?¿opinionismo?¿análisis del événement-trouvé?) siempre ha existido en mi una duda: ¿qué coño estoy haciendo? No sería capaz de vivir sin ella. Leo constantemente blogs y columnas, artículos y libros admirables de gente admirable que sólo habla de lo que sabe. No hay ironía en ese enunciado. Periodistas que hacen periodismo, profesores de derecho que explican y se explican el mundo desde el punto de vista legal, practicantes y estudiosos de la literatura que hablan sobre literatura, artistas y críticos de arte que hablan de arte, filósofos o historiadores de la filosofía que hablan sobre ella… Y todos opinan sobre lo que saben. No sigo, ya se hacen una idea. En un mundo en red disfuncional como el que habitamos, la tendencia de los nodos a convertirse en nichos hace que si tu objetivo (tu target) está claramente delimitado, sea más sencillo encontrar un público fiel. La identidad vende, y con ello no me refiero al concepto político o sociológico, sino al simple hecho de ser alguien de una pieza, sin matices, sin recovecos, sin dudas: retratable, o autorretratable. Probablemente sólo haya detrás una cuestión de carencia y deseo, de carencia del ser y deseo de ser, pero ello no le quita verdad. Aunque vivamos en un mundo de sospecha constante sobre todo y sobre todos, ninguno de nosotros acepta, en su fuero interno, ser sospechoso. Pero mi pensar, mi pensar en el mundo y mi pensar sobre mí mismo y sobre el mundo tiene como premisa que, a fuer de ser honesto, el primer sospechoso soy yo y mis opiniones.
No sé si esta actitud mía es pura nostalgia de un tiempo intelectual perdido, en que la amplitud del pensamiento era más valorada que su especialización. Nostalgia implica un sentimiento de pérdida que no tengo. No creo, por otro lado, que nuestra admiración por ese tópico cultural que es el hombre renacentista se corresponda por la valoración que de ellos tenía la sociedad de su tiempo. Un especialista es un especialista aquí y ahora, en la edad media, en la Grecia clásica o en una aldea neolítica: hombres y mujeres útiles, necesarios a la comunidad. La mayoría de los hombres renacentistas que hoy admiramos por su multidisciplinariedad, sólo fueron apreciados en su tiempo porque, además, eran especialistas en algo: pintores, ingenieros, orfebres, músicos, políticos, hombres de leyes, médicos… Puede que nuestra admiración por ellos mantenga esa relación entre deseo y carencia que mencionaba antes. En un tiempo en el que somos conscientes de la imposibilidad de saberlo todo, fantaseamos con ello con más fuerza que antes, si cabe: es una de las interpretaciones posibles al éxito de redes sociales como Twitter, sin ir más lejos. Puede que en ese sentido yo mismo sea menos singular, bastante menos singular de lo que pretendo, y que sólo esté aquejado de un cierto flaneurismo intelectual que hibrida a Montaigne con Benjamin y Sebald, paseando por el mundo y por su reflejo mediático en el fondo de la cueva en que anda metido.
En cualquier caso, las próximas columnas antes del cierre las ocuparé en un ejercicio de autoanálisis que espero no les aburra. Tras más de seis años con ustedes y más de 270 artículos publicados en esta columna, alguna conclusión puede deducirse, algún pasaje merece destacarse, y también alguna solemne cagada. Llámenlo antología, florilegio o vanidad, pero me es necesario para iniciar una nueva etapa de La guillotina-piano fuera del paraguas protector que la extrema amabilidad y paciencia de los editores de Libro de Notas han tenido conmigo, y me apetece compartirlo con ustedes. Y, en cualquier caso, me parece el cierre adecuado para la primera etapa de esta columna, que continuará en una segunda en lugar y tiempo que les anunciaré próximamente.
]]>El técnico cuenta que durante estos tres días de primavera, climática y emocional, de principios de noviembre, quienes han mantenido una actitud más beligerante ante el cierre han sido los trabajadores técnicos. Quienes desafiaron el corte de la señal televisiva por internet cortando a su vez las comunicaciones entre el resto de consellerías y servicios de la Generalitat hasta que, para restablecer estos últimos la Generalitat no tenía más remedio que devolverles la señal, jugando al gato y al ratón durante estos tres días, fueron ellos. Quienes sufrirán en mayor medida el páramo audiovisual en que se convertirá este pequeño país serán ellos. Cosas de la televisión, ya saben, en donde vemos sólo caras bonitas y pensamos que sólo hay caras bonitas. Mentirosas, pero bonitas.
RTVV murió hace mucho tiempo para muchos de nosotros. Concretamente, desde que dejó de ser un servicio público para convertirse, hace 18 años, en un servicio de propaganda a mayor gloria del PP. Aún así, quedaban restos de su función social en el (escaso) uso que se hacía del catalán de València, y lo constato por la indignación en Twiter de algunas de mis alumnas inmigrantes que gracias a sus programas infantiles en catalán consiguieron un conocimiento de la lengua que ni sus padres ni la sociedad de su entorno pudieron o supieron darles. Una lengua que sólo se aprende en el aula es una lengua muerta. De ahí que la falacia de un gobierno que dice cerrarla para no tener que cerrar escuelas mientras se le llena la boca con la calidad de la educación o con la educación plurilingüe sea especialmente vejatoria y denigrante si eres un docente que sabe de qué van estas cosas de la educación lingüística. Una parte muy importante de la reacción social al cierre de la televisión proviene de valencianos que, como yo mismo, creemos que un medio de comunicación en la lengua minorizada de esta comunidad autónoma es imprescindible para la supervivencia de la lengua y, por extensión, de una sociedad con identidad propia.
Y por si algún aliento de vida le quedaba a RTVV, murió definitivamente el día del accidente de metro del tres de julio de 2006, cuando desde Presidencia de la Generalitat se ordenó que la noticia fuese ocultada, se prohibió a los cámaras acercarse al lugar del accidente y se les conminó bajo amenaza a seguir estrictamente las instrucciones emanadas desde el partido y el gobierno, con los resultados que ustedes ya conocen sobradamente.
No queríamos esta RTVV, ni a estos periodistas. Para nosotros RTVV eran las migajas de lo que un día pudo ser una televisión decente en un país decente. Queríamos una televisión pública, independiente y en nuestra lengua como instrumento de vertebración de la sociedad y del territorio. Como dice un amigo mío y compañero, Santiago Almenar, hemos sido durante 18 años la madre del juicio de Salomón, y hemos preferido que el niño viviese aunque nosotros lo perdiésemos. Pero mi País Valencià no tiene precisamente a un Salomón al mando. Más bien es la madre usurpadora la que manda, y ahora que el niño ya no le reporta ningún beneficio lo mata, y sólo nos queda llorar por el hijo que perdimos tres veces. Y lo hacemos con dignidad, agradeciendo incluso que quienes tanto han colaborado en difundir el decorado arrogante y zafio de un país nouveau riche, un país coent (en valenciano, cutre en su esnobismo) se hayan atrevido al fin, y al final, a destapar su propia vergüenza y su propia traición. Se les agradece. Sin más.
Veo en las imágenes de las concentraciones que se han producido como reacción al cierre a una joven sosteniendo en alto un cartel. Rehace una cita de uno de nuestros mejores poetas en catalán, Vicent Andrés Estellés: “Qui assumirà la veu d’un poble? #RTVVnoestanca” (Quién asumirá la voz de un pueblo? RTVVnosecierra). Juventud, divino tesoro. La televisión valenciana puede que sólo haya asumido la voz de un pueblo durante tres únicos y últimos días. Como decimos en valenciano, “la milloria de la mort”. La mejoría de la muerte.
]]>La amistad no impidió que me sintiese particularmente honrado cuando Roger me pidió que escribiese uno de los textos del catálogo de la exposición. Aunque ya fue publicado en el blog de Roger, creo que el texto debe constar entre los que alguna vez se publicaron en Libro de Notas por razones que, al menos a mi, me parecen obvias.
Nada que decir, sólo mostrar
La Biblioteca Popular Ambulante asume la derrota de la ciudad como espacio de autorrealización y libertad, como espacio de la utopía democrática. Pero lejos de pelear por la reversión de una pérdida irreparable, asume que el futuro se construye con los cuerpos que yacen entre las ruinas de ese sueño de redención universal. Se construye con pequeñas victorias que ya estan ocurriendo, aunque en un espacio heterotópico, incluido en el espacio normal de la ciudad, pero sujeto a sus propias leyes, ajenas e incomprensibles a la misma ciudad.
La BiPA es una heterotopía en la que seres humanos, cosas, pensamientos y sueños son exactamente lo mismo, y en la que las leyes que los relacionan emergen del nuevo contexto en que las sirve el recolector poético de material de mundo, los libros de la BiPA. Los libros redistribuyen los cuerpos abandonados a su suerte y los ofrecen de nuevo al mundo liberados de la máscara de lo banal, recuperada así la resistencia que todo cuerpo debe oponer a su observador. Al fin, los cuerpos vencen.
Esos cuerpos son las cosas que el gran sueño ha digerido y vomitado sobre su superficie, al paso y sin pausa, sólo parcialmente metabolizadas. Detritus. Literalmente, todo aquello que está desgastado, lo dejado de lado, lo que resta, las ruinas. Nuestro legado. Es decir, nuestra cultura.
Basura, objetos, imágenes, deseos, hastíos, desafíos, felicidades obligatorias y voluntarias, gente, ropa, colores, paraísos, calles, negros, carteles, volantes, papeles, cartones, publicidad, propaganda, putas, cafés, billetes de lotería, volantes de comida, envoltorios de alfajores, cucharas de helado, tarjetas del subte y boletos de transporte público reaparecen, así, a nuestros ojos para formar el registro del detritus. Nuestra cultura, la que nos ampara y autoriza.
La BiPA es spinoziana: Dios o la naturaleza o el libro (Deus sive natura sive codex). Si en Borges existen libros formados sólo por la letra R en infinita repetición, en la BiPA cada blíster es un blíster realmente existente, extraído, como objeto encontrado, de su contexto en una operación violenta que se ejerce no en nombre de la inmortalidad, sino del reconocimiento, y lo pone (y lo expone) al mundo en su materialidad, estableciendo dentro del libro y con otros libros nuevas relaciones con sus símiles y con sus disímiles. “El libro de los azules encontrados en la calle” es el nuevo contexto de “El libro de los negros encontrados en la calle”, que a su vez es el nuevo contexto de los libros de carteles políticos arrancados. Una cadena de retroalimentación de sentido que convierte la basura en cultura, y viceversa, como en “El libro del estío, el hastío y el desafío de pasárselo bomba a/en toda costa (y otras felicidades obligatorias)” en donde accedemos, finalmente, al Colom más singular, al moralista que nos conmina con el humor y la ternura con que un caníbal guisaría a un lactante (Benjamin).
Los libros de la BiPA son baratos porque lo barato es político. En las relaciones de poder que atraviesan nuestra cultura y nuestra sociedad, basadas en la oposición entre un fuerte y un débil que se necesitan mutuamente, en el que cada uno de ellos cumple un papel en la gigantomaquia del poder, la BiPA pone la dialéctica en suspenso y apuesta por la basura, los desechos, los detritus, lo regurgitado por la ciudad, y por los propios habitantes de la ciudad. También en su realidad material de segundo grado: papel desechado, cubiertas recicladas, carpetas y hojas del papel escolar más común, son una impugnación de las relaciones de poder que en la dialéctica entre lo rico y lo pobre, lo caro y lo barato, el arte y la artesanía, el original y su reproducción mecánica, otorgan poder y dominio. Sólo lo barato nos hace iguales como observadores e iguales como ciudadanos.
En la BiPA, pues, los libros no son una forma de convertir un afuera en un interior aislado, sino que suponen un nuevo contexto para los objetos aún no encontrados, aún no violentados culturalmente. En realidad, esa es la misión del arte, recontextualizar la realidad, ejercer la deambulación incesante entre un interior y un exterior. Cumplen así, los libros de la BiPA, el mandato deleuziano de que un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior. Los libros de la BiPA no iluminan el mundo, esa vieja idea platónica, sino que son el mundo, o la naturaleza, o dios. Son la política de la Biblioteca Popular Ambulante.
]]>Me gustan los índices. Me gustan detallados. Los índices sumarios (aparentemente un epíteto, lo sé) me parecen una falta de respeto al lector. Si un libro no resiste el mínimo estriptís de un índice detallado previo a su coniugium con el lector, es porque tal vez no merezca la pena lo que hay que ver. Un bello y detallado índice previo ofrece promesas de placer que, si se cumplen, prolongan el éxtasis intelectual más allá de cualquier límite, algo que el sexo tántrico promete, pero raramente cumple, sujeto como está a la dinámica muscular, fisiológicamente finita, de la que se ofrece como promesa de escape. El índice detallado te permite fantasear y llevar a cabo las fantasías a partir de las promesas realizadas, leyendo simultáneamente el principio y el final, o entrando directamente in medias res, demorándonos en los preliminares o en los finales que han sido anunciados, o saltando de capítulo en capítulo recogiendo lo mejor de lo prometido, para, una vez reposado, reiniciar la lectura delectándose en cada mínimo detalle, cada párrafo, cada oración, cada cabello, si es útil para el placer. Un placer que, como olvidan frecuentemente sus talibanes, no alcanza sus cotas más altas sin dolor, sin morosidad y sin constancia.
Es peor, sin embargo, la irritante manía que domina en el área románica de colocar el índice al final del libro. Una ocultación sospechosa que convierte el acto de leer en un remedo castrante de los intercambios sexuales puritanos, con orinal y camisones agujereados ad hoc. ¿De qué sirve un índice al final? Aún ahíto, estoy más dispuesto a volver sobre mis pasos y abrazar de nuevo el cuerpo exangüe en un nuevo comienzo, que a que se me prometa aquello que ya ha sido mío.
Con la edad, hay veces (sólo a veces) en que con la promesa basta. En que el libro recién llegado a tus manos después de demorados deseos o inesperados encuentros merece una delectación morosa, y sólo leo el índice. Pospongo hacerle cumplir sus firmes promesas para que el deseo crezca con ellas, consciente de que la impetuosidad que dominaba mi juventud malgasta los placeres creyendo que siempre serán abundantes, o simplemente no creyendo nada en absoluto. Y no. No abundan. Es precisamente su paulatina escasez lo que hace de la relectura una necesidad para nuestras mentes, como una compensación por los cuerpos que ya no podemos revisitar. Y en los cuerpos, sus revisitaciones y sus relecturas, hay un poema de Kavafis que no leo sin pensar, cada vez, que también aúna los cuerpos y su lectura, su memoria:
Vuelve a menudo y tómame,
sensación amada, vuelve y tómame —
cuando despierta la memoria del cuerpo,
y un antiguo deseo vuelve a la la sangre;
cuando los labios y la piel recuerdan
y las manos sienten como que tocan otra vez.
Vuelve a menudo y tómame en la noche,
cuando los labios y la piel recuerdan…
He empezado a soñar con escribir índices. Con convertirme en un escritor de índices. Ajenos. Escribir los índices de libros que otros escribirán. Una suerte de estriper indicial, demasiado mayor para servicios completos. Y también he fantaseado con libros de índices, que contengan exclusivamente índices. De libros ya escritos y de libros por escribir, índices supervivientes de libros perdidos e índices remodelados de libros con malos índices. Y libros, con fines intelectualmente masturbatorios, que los mezclen sin indicar cual es cual. Como un postmoderno libro de pasatiempos, o una nueva forma de miniaturismo librario, o como la promesa de una futura biblioteca infinita.
Maldita andropausia.
]]>Si acaso, me pareció más tramposo el experimento bachiano que el banksiano. El primero, al fin y al cabo, no era más que un juego de contextos de apreciación: que no te pares ante lo sublime mientras vas camino de tus ocupaciones cotidianas y orgasmes de placer estético cuando lo escuchas en una sala de conciertos es un mero mecanismo psicológico ante el que se rinde incluso una esmerada educación musical. El de Banksy, al menos, subvertía la vetusta ecuación entre los sublime y lo cotidiano burlándose de que su obra, en la calle, tuviese el valor (la sublimidad) que ha alcanzado en algunas subastas de arte, sometiéndolo a las mismas reglas de la baratura, el regateo y la oferta (me encantó el dos por uno) que rigen el trueque (que no el mercado).
No digo con ello que Banksy me parezca genial. Digo que me divierte. Salvaje fue Duchamp y listo Warhol cuando, cada uno a su modo, rompieron con el romanticismo dominante en el mundillo artístico: con lo sublime, con el genio, con la inspiración, y con la divinización artística y estética. Un urinario y una caja de detergente Brillo, trasladados de contexto o artistizados, respectivamente, denunciaban el platonismo inherente a nuestra concepción del arte, y abogaban por su carácter de constructo social. Que la denuncia fuese posteriormente fagocitada por el mercado del arte, especialmente en el caso de Warhol (aunque, ¿cuánto llegaría a pagarse hoy en día por el original de Duchamp, si existiese?) no es una ironía de la historia, sino la confirmación de la tesis.
Tengo para mí que Banksy actúa en la misma línea que sus antecesores, con las nuevas premisas del mundo artístico en el que incluso la salvajada duchampiana está sometida a la financiarización del mercado artístico. Sustituido el idealismo estético por el valor de mercado, igualados pues el artista-artesano y el artista conceptual por el precio de la subasta, creo que Banksy en cierto modo denuncia el riesgo de todo arte, de todo aquello susceptible por una razón humana u otra de ser considerado arte, de sucumbir a la tentación de “tener valor”. En mi modestísima opinión en este campo, el arte debe tener, como mucho, significado.
Banksy no es el primero, no es el mejor, no será el último, sin duda. Pero la deliciosa tarde que dedique, con mi mujer y mi hija, a seguir sus huellas paseando por el Regent’s Canal en Londres valió tanto como una tarde en la Tate Modern. Al menos, el rastro de la escritura, la reescritura y el borrado de su obra entre él y sus detractores (mayormente por su “falta de autenticidad” grafitera), tenía más de lección práctica sobre la iconoclastia que la cobarde exposición de la Tate sobre el mismo tema.
]]>No es mi objetivo discutir específicamente la ley Wert, ni ninguna otra de las seis leyes orgánicas de educación que el Congreso ha votado desde la aprobación de la constitución. Siete en total: no hay mejor indicador del nivel de fracaso de nuestra sociedad en materia educativa. La ley Wert es la historia de otro fracaso anunciado, en el que la educación es de nuevo el “arma de oportunidad” que, una vez muerto o malherido el contrincante, se abandona a la intemperie. En criminalística, además, se considera que las armas de oportunidad son características de los criminales desorganizados: no me parece una mala definición para nuestros políticos educativos. Pero estos hechos convierten a la educación, como de hecho ha sido siempre, en el síntoma del estado de nuestra sociedad, y no en su causa. De eso es de lo que quiero hablar.
Creo que lo que hay que poner sobre la mesa de la conversación educativa no es, en realidad, qué podemos hacer administrativamente hablando para que la educación sea mejor. Mi experiencia me dice que, a partir de ciertos mínimos (formación del docente, planes de estudio sensatos y financiación suficiente) el buen o mal juego administrativo que ofrecen las leyes educativas acaba compensado por la calidad del material humano que interviene, docente y discente. No estoy diciendo que no pueda haber leyes buenas y malas. Haberlas haylas. Lo que intento decir es que el gran salto adelante en materia educativa no es algo que resuelva una ley. Es algo que decide una sociedad, en primer lugar, y que luego puede y debe transformarse en una ley.
¿Para qué debe servir la educación, para proporcionar mano de obra en diversos grados de cualificación al servicio de la actividad económica del país o para formar ciudadanos? ¿debe garantizar la igualdad de oportunidades sociales y económicas o mantener el statu quo? ¿debe formar personas libres y autónomas o personas que encajen sin roces en los engranajes de la maquinaria social, política y económica? Y una vez decidido eso: ¿es la escuela el mejor sitio para hacerlo? ¿es el único sitio?
Me dirán que esas preguntas ya no vienen al caso, que esas cosas ya las tenemos claras, como el extraordinariamente amplio y detallado preámbulo a la ley Wert demuestra. Yo más bien creo que ese preámbulo es un campo de minas que focaliza el valor de la educación en la actividad económica y reduce la equidad a la eficiencia del mercado: competir es el nuevo valor. Colaborar es de cobardes. El preámbulo supradicho dice explícitamente que el actual sistema educativo es “un lastre para la competitividad del país”. Puede que eso sonara convincente en plena burbuja inmobiliaria, pero ahora es más fácil ver la falacia que esconde. O no, y tengo que explicarlo un poquito: una ley educativa a coste cero es siempre un fracaso. Lo fue la LOGSE, no por lo que la derecha e incluso algunas almas cándidas creen que lo fue, la desincentivación de la excelencia, sino porque se planteó una reforma educativa de gran calado a coste cero. La ley Wert es peor: pretende incentivar la excelencia y atender a la diversidad a coste menos X. Porque, claro, estamos en crisis. Pero el menos común de los sentidos nos dice que multiplicar un positivo por un negativo nos da un número negativo. Y aunque consideráramos, como el preámbulo de la ley, que lo anterior fue negativo, el resultado seguiría siendo negativo. Como ven, no hemos aprendido nada. Aunque, si quieren, eso es un síntoma más de que la educación en nuestro país necesita más conversadores y menos cantamañanas. Más paciencia y menos prisas. Más procesos de convergencia y diálogo y menos ansiedad por los resultados.
Pero esto, al fin y al cabo, se explica por la escasa inteligencia de nuestros políticos. Lo que me parece del todo intolerable es que ni ésta ni ninguna otra reforma educativa haya partido de un estudio pormenorizado del funcionamiento de nuestro sistema público de enseñanza que incluyera a sus principales actores, los maestros y profesores. Todos los gobiernos que han propuesto reformas educativas han tenido a bien ningunearnos. Nadie nos ha preguntado qué comprobamos cada día que funciona, y qué no, en nuestro sistema educativo, y cómo creemos que podríamos cambiar lo que no funciona. Nadie. El estado no confía en sus docentes. No cree que tengan nada que decir sobre lo que se supone que es, en la mayoría de casos, no ya nuestro trabajo y nuestra competencia profesional, sino nuestras vidas. No crean que me sorprende. ¿Para qué, si podemos evaluar los resultados con el informe PISA?:
“Los cambios propuestos en nuestro sistema educativo por la LOMCE están basados en evidencias. La reforma pretende hacer frente a los principales problemas detectados en el sistema educativo español sobre los fundamentos proporcionados por los resultados objetivos reflejados en las evaluaciones periódicas de los organismos europeos e internacionales.” Ley Wert, preámbulo V.
Este es un ejemplo palmario de que la excelencia que supuestamente se incentiva no ha sido aplicada a la elaboración de la ley. Otra vez, el menos común de los sentidos parecería indicar que un mal resultado demanda un análisis profundo de los procesos que lo provocan, y que esos procesos pasan necesariamente por los cuerpos y las mentes de quienes los llevan a cabo. La conclusión de los responsables educativos parece ser, a la luz del nulo protagonismo del profesorado en la detección y planificación de los problemas del sistema educativo, que el problema son los profesores, o, en el mejor de los casos, que los profesores y maestros somos un elemento neutro a través del cual se ejerce su voluntad. No deben pensar, no deben sentir, y con un poco de suerte la próxima reforma educativa que sustituya a la que ahora se implanta propondrá su sustitución por auténticos elementos neutros robóticos que harán de la educación un sistema eficaz y realmente productivo, competitivo y equitativo.
El caso más demostrativo de la lejanía de nuestros responsables educativos respecto de la realidad educativa y social es la apuesta por la educación plurilingüe. No creo que haya un solo docente a quien se hubiera preguntado que no les hubiera dicho que así, no. Que el problema de la formación en lenguas extranjeras en nuestro país no es un problema educativo, sino social y político. Sí, político, y no me refiero al inglés de la alcaldesa madrileña. Me refiero a si los políticos quieren asumir el esfuerzo y el coste electoral de dar la vuelta como un calcetín a una sociedad española para la que el monolingüismo ha sido un valor a preservar incluso frente a otros “castellanos”, que ha sido incapaz de asumir su propia diversidad lingüística, y que está poco dispuesta a asumir el esfuerzo que ello significa, y muy dispuesta a delegarlo en esos profesores y maestros a los que seguirá sin reconocer su esfuerzo constante y su valía.
El conflicto educativo en Baleares es extraordinariamente ilustrativo a este respecto: las autoridades políticas creen que basta con que un tercio de las asignaturas se imparta en inglés por profesores con un nivel lingüístico escaso. El nivel B2 de inglés para impartir una asignatura es, para que se hagan una idea, como si tu profesor de Biología fuese José María Aznar, o su mujer. Toni Nadal, tío del tenista Rafael Nadal, y casado con una profesora de Inglés, lo explicaba maravillosamente en una entrevista a El Intermedio. Pero es más fácil y más barato obligar al profesorado a aprender el inglés supuestamente necesario, sin ninguna contrapartida para ellos, que obligar por decreto a que todas las emisiones televisivas y cinematográficas de este país, públicas y privadas, renuncien al doblaje y emitan obligatoriamente versiones originales subtituladas. Puede que así, además de aprender inglés, un vallisoletano escuchase alguna vez en su vida hablar en catalán, gallego o euskera, cosa que ni las leyes educativas anteriores ni la recientemente aprobada garantiza en modo alguno. Es más. Creo poder afirmar que el nivel de inglés de una parte de nuestros adolescentes y jóvenes ha mejorado notablemente en los últimos años, desde que la ansiedad por ver los más recientes capítulos de las series americanas ha encontrado en la red su paraíso: mi hija le debe a Harry Potter y a Glee su sobresaliente en inglés. Bueno, y a su padre que la obligó a verlo en inglés, o no verlo. El tipo de imposiciones que un padre puede hacer y un profesor no. Y si la escuela por sí sola no puede proporcionar ese conocimiento y habilidad, ¿cuál es el abismo de inequidad que se abrirá entre los alumnos con padres responsables y pudientes y quienes no los tengan?
Y me dejo tantas, tantas cosas… Pero no quiero acabar sin señalar una más: el tópico de que en España sobran universitarios y falta formación profesional. Y es un tópico no porque no contenga algo de verdad (que una formación superior ya no es una garantía de empleabilidad, y que parte del altísimo nivel de fracaso escolar debería canalizarse hacia la instrucción laboral) sino porque arrastra otras opiniones que no se deducen lógicamente del primer enunciado: una, que la formación universitaria sólo sirva para emplearse, y otra, que llegan a la universidad jóvenes insuficientemente preparados. Respecto de la primera, es una flagrante contradicción con el principio de equidad del sistema, y respecto de la segunda, habría que recordarle a algún profesor universitario que se deleita criticando la escasa formación de sus alumnos que es la propia universidad quien los elige. Si los quiere más formados, sólo tiene que poner el listón más alto en las pruebas de acceso. Pero, claro, es más fácil echarle la culpa a los de abajo y así podré seguir quejándome, que en realidad es lo que me gusta, para que quede bien patente mi desprecio por el trabajo que hago, y por el que hacen los demás.
Nada de esto impedirá, sin embargo, que profesores y maestros, a pesar de un sistema educativo que tenderá a premiar al que tiene y a condenar al que no, sintamos más alegría por un alumno en dificultades que consigue llegar a la universidad que por noventa y nueve matrículas de honor. El alumno en dificultades que lo consigue ha aprendido más sobre sí mismo y sobre la vida que todos los demás juntos. Y, al fin y al cabo, ése es el objetivo de la educación.
]]>Paul Veyne lo explica con el símil de las peceras. “En cada época, los contemporáneos están encerrados en discursos como en peceras falsamente transparentes, ignoran qué peceras son esas e incluso que haya peceras”. La misma idea desarrolló DFW en su, puede que sobrevalorado pero no banal, discurso durante la ceremonia de graduación en el Kenyon College. En cada época, los contemporáneos nos preguntamos, como los jóvenes pececillos: “What the hell is water?” Pero Foucault no es un pesimista, no dice que las cosas sean así y que no podamos hacer nada. Un escéptico sí, pero su escepticismo deja la puerta abierta a la posibilidad de una relación entre sujeto y verdad, siempre y cuando mantengamos una sospecha sistemática hacia todos los universales antropológicos. Siguiendo con el símil, Foucault se propone eliminar las peceras de la ecuación del conocimiento.
Foucault, al principio de su curso Nacimiento de la biopolítica, que ahora releo, hace una de sus escasas manifestaciones metodológicas: “El método consistía en decir: supongamos que la locura no existe. ¿Cuál es entonces la historia que podemos hacer de esos diferentes acontecimientos, esas diferentes prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que es la locura? (…) No interrogar los universales utilizando la historia como método crítico, sino partir de la decisión de la inexistencia de los universales para preguntar qué historia puede hacerse.”
Para Focault, hay que localizar la singularidad de los acontecimientos, más allá de su monótona finalidad. No existen verdades transhistóricas, porque los hechos y las palabras humanas no surgen de una razón universal que los precede, ni reflejan con fidelidad el objeto al que aluden. El conocimiento, pues, se consigue al desentrañar la singularidad, la extrañeza, de los hechos y los dichos más allá de la universalidad de los lugares comunes y las ideas recibidas.
Y al hilo, otra vez, de la lectura, imagino una historia contemporánea que asuma la ética histórica de Foucault para enunciar: supongamos que el capitalismo no existe, esa pecera que nos contiene, ese universal transhistórico que ahora lo explica todo y, claro, no explica nada. ¿Cuál es entonces la historia que podemos hacer de esos diferentes acontecimientos, esas diferentes prácticas que, en apariencia, se ajustan a esa cosa supuesta que es el capitalismo?
Esa fórmula no nos proporcionará una razón de los acontecimientos en que estamos insertos, pero nos procurará un conocimiento más profundo del hombre, sus mecanismos y sus singularidades. Es hora de amputar la “mano invisible”.
]]>Les voy a contar una historia. Érase una vez una ciudad. Como todas las ciudades, era un proyecto de futuro: la gente se trasladaba del campo a la ciudad para escapar de las ancestrales constricciones de la naturaleza y construir y construirse un nuevo futuro que pudiesen modelar y controlar ellos mismos. El mismo concepto de ciudad implica una dimensión utópica (fuera del espacio) por el mero hecho de situarse fuera del orden natural, una separación que las murallas de la ciudad reforzaban y delimitaban. La ciudad de la que les hablo contó desde su principio con una delimitación natural: era una isla en medio de un río. Parecía, pues, que la misma naturaleza la hubiese aislado del territorio que la rodeaba con el fin de seguir su propia vía hacia el futuro a través, inicialmente, de su propio puerto fluvial que la comunicava con el puerto marítimo.
Pero la lucha con la naturaleza no termina en los muros de la ciudad, especialmente en una ciudad cuyos muros son redundantes porque ya es una isla, una ciudad que debe su carácter utópico a la propia naturaleza, que es al tiempo su mayor enemiga. El orden natural trata de igualar los espacios, y sucesivas riadas, inundaciones y sequías, así como su estratégica situación como lugar de paso y vadeo del río comportan una lucha por el mantenimiento de su espacio separado, su “fuera de lugar”, que se deteriora progresivamente: desaparición del puerto fluvial y el progresivo aterramiento de un brazo del río, y ataques e invasiones sucesivas convierten progresivamente la delimitación artificial del espacio utópico, la muralla, en un elemento esencial para la vida en la ciudad, para su disociación del espacio natural común y su proyección en el tiempo, hacia el futuro. En realidad, este proceso es intrínseco al propio carácter utópico de toda ciudad: el viejo lugar necesita ser demolido parcial o totalmente para que una ciudad nueva, racional, y perfeccionada pueda ser erigida en el espacio que la destrucción deja vacante. Perseguir la utopía comporta un proceso continuo de destrucción para el autoperfeccionamiento. La primera ciudad romana es destruida y sobre ella se construye la segunda, con la que se edifica la ciudad visigoda, que es destruida y reedificada como ciudad árabe, que es transformada y reconstruida como ciudad cristiana, en donde la aspiración utópica es sublimada y literaturizada como debate cortesano entre qué Valencia es mejor, si Valencia la vieja (la antigua ciudad romana) o Valencia la nueva (la ciudad cristiana).
La tensión utópica es una de las razones por las que las ciudades han sido el lugar natural de revoluciones, revueltas, modas pasajeras y estilos de vida en cambio constante, pero también la razón por la que las ciudades viven su presente como una mezcla de utopía y distopía: decadencia urbana, inseguridad e inquietud por un futuro que es obstaculizado y diferido porque los restos de la ciudad previa a la destrucción renovadora no pueden ser nunca plenamente eliminados, postponiendo así, a perpetuidad, la posibilidad de una estabilización definitiva de la utopía.
Esta búsqueda de la ciudad ideal es, contra lo que pudiera parecer, muy ancien régime, y a lo largo del siglo XIX se debilita progresivamente gracias al romanticismo y a uno de sus hijos más queridos, el turismo. Lo cual no quita para que ese impulso utópico transforme el urbanismo parisino con Haussmann, e influya significativamente en otras ciudades europeas hasta culminar en el proyecto de la Welthauptstadt Germania de Hitler y Speer. En realidad lo que sucede a partir de la irrupción del turismo romántico en nuestra concepción de la ciudad es una lucha a veces soterrada y a veces abierta entre ambas concepciones. El turista romántico no busca modelos utópicos universales, sino diferencias culturales e identidades locales. El turista romántico es conservador por definición, y su mirada sobre los países y las ciudades que visita se convierte en una máquina de transformar lo temporal en permanente, lo fugaz en eterno y lo efímero en monumental. Para el turista romántico la ciudad no tiene historia, y él mismo es incapaz de percibir el impulso utópico hacia el futuro en ella porque la mirada del turista monumentaliza y eterniza cuanto ve, porque es incapaz, en el breve lapso de su visita, de percibir la fluidez, el cambio constante que caracteriza la vida urbana. Para el turista, la ciudad que contempla ya es una utopía cumplida: la meta de su viaje. Como resultado de la extensión de la ideología turística durante el siglo XX, las ciudades han perdido progresivamente su querencia por la búsqueda de la ciudad ideal, suplantada por la fascinación del turismo. En lugar de intentar cambiar la ciudad, simplemente cambiamos de ciudad, temporalmente mediante el turismo, o permanentemente mediante la migración, buscando lo que echamos en falta en la nuestra. Ya no soñamos con una ciudad mejor, y actuamos para conseguirla, política o socialmente: simplemente la abandonamos a los turistas y a los constructores de ciudades para los turistas, mientras nos autoexpulsamos hacia otras que, aunque sea temporalmente, llenan nuestro vacío utópico al tiempo que nuestra mirada de turista o migrante sobre la ciudad diferente la condena a seguir la misma suerte que nos hizo huir de nuestra propia ciudad.
Valencia vive todavía esta contradicción que, para ser sincero, no es una frontera política que separe derecha e izquierda, sino un problema de clase y de estructuración territorial. La haussmannización de Valencia comenzó en el siglo XIX con el derribo de la muralla que constreñía su crecimiento, y continuó a lo largo del XX auspiciada por una burguesía que creía necesario construir nuevas murallas, ahora ya simplemente urbanas y legales, a costa del territorio circundante, y renovar completamente la vieja, insana e insegura ciudad. Pero había un obstáculo: el río. Lo que antaño fue un elemento de distinción y separación y un signo de identidad, era ahora un estorbo. Los proyectos para soslayarlo se sucedieron desde finales del siglo XIX, pero hubo que esperar a que un desastre natural, la riada de 1957, construyese el consenso social y político necesario para llevarlo a cabo. El resultado fue que su cauce fue desviado hacia el sur, destruyendo con ello la huerta existente entre la ciudad y la Albufera, y convirtiéndose en la nueva muralla ampliada que delimitaba la ciudad. El río, claro, murió. Si decimos hoy que Valencia es la ciudad del Túria es por pura nostalgia, porque el río ha pasado de ser un elemento natural necesario para la supervivencia y la identidad de la ciudad a ser un monumento turístico tanto para el visitante como para el residente. Ya no es un río. Y aún hemos logrado una pequeña victoria: que en lugar de convertirse en una autopista, o en un corredor ferroviario, se haya convertido en un jardín.
Una victoria pírrica, en cualquier caso, y como tal, debería ser más un recordatorio constante del fracaso urbanístico de Valencia que un motivo de orgullo: cambiamos, o nos cambiaron, un río por un jardín. Cabe recordar aquí, sobre este cambiazo, que el origen de la fortuna de la familia Cotino y su influencia política desde el franquismo tienen como origen la construcción del nuevo cauce del río Túria.
Puestos a monumentalizar Valencia, conservar el río y gentrificar la huerta hubiese sido una apuesta con mucho más futuro. Y lo que me molesta no es que las miles de Ritas Barberás, Pacos Camps y Juanes Cotinos de Valencia todavía se estén riendo en nuestra cara por ello, sino que quienes queremos otra cosa para nuestra ciudad continuemos celebrando, ay, otra vez, una pérdida como si de una victoria se tratase. Un jardín siempre se agradece, pero un río era mejor, y su pérdida, lejos de proporcionarnos una dudosa seguridad, nos convirtió en una ciudad desalmada.
]]>1. La serpiente polémica del verano 2013 en el mundo intelectual anglosajón ha sido un artículo de Steven Pinker en The New Republic, defendiendo las ciencias (así, en pelotón) contra las acusaciones de cientifismo (entiéndase como la pretensión de señorear todo conocimiento humano realmente existente) proferidas por polemistas de filiación académica artística (en el sentido medieval) o humanística (como lo llamamos modernamente). Las réplicas (ciertamente endebles, incluso las más significadas) se han acumulado, e incluso las contrarréplicas (más endebles aún, as usual) han llegado hasta los magazines culturales españoles. No teman, no se han perdido nada que no estemos regurgitando periódicamente desde el siglo XIX: Pinker se pasa de frenada defendiendo las ciencias (mis muy queridas ciencias, así, en pelotón también) en plan muy neo-neo-platónico (lo bueno es el ideal, y lo malo es la corrupción de ese ideal, poco menos que proponiendo para el conjunto del conocimiento humano una nueva República), y sus adversarios o se pasan o no llegan con argumentos que apenas son una pervivencia mal digerida del romanticismo, no ya como si estuvieran jugando a las siete y media, sino como si estuvieran protagonizando una astracanada de Muñoz Seca. A Pinker simplemente habría que recordarle que la propia historia de la ciencia demuestra que, como disciplina, es un producto humano sometido por ello a lo mejor y a lo peor del espíritu humano, y que si bien hay motivos para estar orgullosos, tampoco es como para ponerse farruco. Y que con lo que le costó a las ciencias deshacerse de Platón (y dicho sea de paso, de Aristóteles, con la física cuántica), resucitarlo cuando van mal dadas es poco riguroso. Poco científico, vaya.
Ah, y no crean que las humanidades se van de rositas. Si todo lo que tenemos que decir es lo que se ha polemizado con Pinker, más vale que lo dejemos estar. Eso es lo que me preocupa de las humanidades: su falta de ferocidad y de ambición a la hora de defender que, por poner un ejemplo, la ciencia ha progresado hasta demostrar que ciertos filósofos a los que ha censurado con saña, de Spinoza a Freud, a Bergson, o a Deleuze, no estaban tan equivocados. O no lo estaban en absoluto.
En el fondo de todo subyace la ya famosa polémica de Sokal y Bricmont contra el postmodernismo, o dicho de modo más freudiano, la necesidad edípica de la ciencia de matar al padre, la filosofía, y de acostarse con su madre, las artes liberales. Afortunadamente no toda la ciencia; afortunadamente no todos los científicos y las científicas, con un saludo especial para Clara Grima.
2. Mi artículo de la semana pasada tuvo dos comentarios. No me quejo, porque me parecen suficientemente significativos: entre “la tierra de las flores, de la luz y del amor” y la mierda más absoluta, entre la ensoñación y la desesperanza, el artículo queda enmarcado en un punto medio que no busqué, pero que bienvenido sea. Con todo, sólo me alejo de los sentimientos de Vicente Greus (un abrazo, colega en Libro de notas) con voluntarismo digno de mejores causas.
]]>El resto del tiempo el hombre contemporáneo se halla sumido en tal tráfago de idas y venidas, físicas e intelectuales, que esa distancia necesaria para pensar el mundo y en el mundo deviene imposible. Por ejemplo, los que nos relacionamos de alguna forma con esa heterotopía que es la academia sabemos cómo es de difícil que en ella se dé la precaria circunstancia de la dedicación total a los pensamientos. Es más: la academia contemporánea ya difícilmente resiste las presiones para que deje de ser ese “otro lugar” de la sociedad que resiste la presión omniabarcante de las ficciones consolatorias de los comerciantes en los mercados, de las madres y padres a sus hijos, de los periodistas a sus lectores o, en su forma más tabernaria, de los tuiteros entre sí.
No crean que reivindico ese estar-en-otra-parte del pensador. Sólo la echo de menos, como echo de menos a mi padre muerto. Como echo de menos a Dios, como echo de menos al observador puro, inobservable, en términos luhmannianos. Pura nostalgia de un deseo jamás realizado. Es decir, pura nostalgia.
Que no lo reivindique no quiere decir que no vea sus consecuencias. Desaparecido dios, la soberanía (la personal, la social: el dominio fundador de derecho) se convierte en un espectro que pasea por el mundo global desviando nuestra atención de lo que queda tras él: las querellas entre Carl Schmitt y Walter Benjamin sobre la violencia pura y la violencia jurídica, sobre la dictadura soberana y la dictadura comisarial, son buena muestra de ello. Y nos oculta que, en realidad, lo único tangible que ha quedado tras la muerte de dios es el gobierno entendido en términos de management: la gestión, o dicho en términos que rápidamente comprenderán, la economía, etimológicamente “la gestión de la casa”, opuesta a la política, “la gestión de la polis, de la sociedad”. La política contemporánea se imagina a ella misma en una tensión constante, en términos de Agamben, entre el imperio y el gobierno, el reino y la gobernanza, la soberanía y la economía, la ley y el orden, la legitimidad y la legalidad. Si los términos les seran familiares a cualquier ciudadano de formación media, la sustancia de esa tensión es omnipresente en los medios de comunicación y entretenimiento: no en vano, una de las series más longevas de la historia de la televisión se titula, claro y raso, Law & Order. Que en la actualidad sólo sobreviva su spin-off, Law & Order: Special Victims Unit, revela cuál es el bando ganador: la tensión entre la ley y la policía sólo se mantiene en las llamadas “víctimas especiales”: aquellas que todavía pueden esperar de la ley una acción política que las proteja. El resto, incluso desde el punto de vista de la ficción, ya han sido abandonadas a la mera policía. Algún día les escribiré sobre esto y su trasfondo biopolítico, pero no hoy.
Creo que podemos enunciar el problema en los siguientes términos, también debidos a Agamben: que “la base secreta de la política no es ni la soberanía ni la ley, sino el gobierno; no es el rey, sino el ministro; no es la ley sino la policía y el estado de excepción” y que ello aboca a la primacía de la economía sobre la política es casi autoevidente. Tanto que nuestra capacidad de sorpresa, o mejor, de extrañamiento, está seriamente limitada en estos momentos. Que una vicepresidenta del gobierno español pueda decir sin rubor que su partido político es una empresa deja claro que el gobierno es management, y la política, economía. Pero no crean ustedes que es una cuestión partidista. Ni siquiera una cuestión ideológica en los términos deteriorados en que hoy en día hablamos de ideología, porque la situación se reproduce en el bando supuestamente contrario, y siguiendo el camino inverso desde la economía a la política, desde la gestión de la casa a la gestión de la polis. Que una coalición política autodenominada de izquierdas y nacionalista valenciana, como Compromís, diga que una sociedad anónima deportiva es “la asociación civil valenciana más importante” indica claramente que todos hemos perdido de vista la primitiva distinción, si es que alguna vez hemos sido conscientes de ella.
O puede que simplemente, tanto unos como otros, estén expresando en voz alta sus deseos, más que gestionando sus realidades: Soraya Sáez de Santamaría ansiando sacar al PP del ámbito de la legitimidad social, esto es, del ámbito de la polis (que es el que le corresponde como asociación civil sin ánimo del lucro) para que únicamente responda ante sí mismo, esto es, el ámbito de la economía y la empresa. Y Compromís, añorando los tiempos en que existía algo llamado sociedad civil y no encontrando más sentimiento nacional, más valencianismo, que el que pueda inspirar un equipo de fútbol. Todo muy triste. Perdón: trishte.
Y lo de los Juegos Olímpicos lo dejo a su consideración. La mía ya está expuesta.
]]>Ramo de Al-Andalus, deseo de los ojos y las almas, Dios la favoreció con la mejor situación y la rodeó de ríos y jardines; sólo se ven aguas que corren en todas direcciones, sólo se oyen pájaros que cantan, sólo se huelen flores que perfuman; no poses tu mirada en nada sin decir: esto es más bello. Tiene la Albufera, que aumenta la luminosidad de València por el reflejo del sol; dicen que la luz de València supera la del resto de lugares de Al-Andalus i que su atmósfera es siempre diáfana, sin que nada turbe la mente o la vista, porque la rodean jardines y ríos y ni las huellas de las pisadas ni el soplo de los vientos levantan en sus parajes polvo que enturbie el ambiente. Su aire es sano por estar situado en el clima cuarto y le han tocado toda suerte de bondades: tiene el mar cerca y tierra amplia; a donde vayas en sus alrededores no encuentras más que lugares de diversión y recreo, y entre los más bellos y célebres están la Russafa i la almunia de Ibn Abi ‘Amir.
Al-Hijari (s. XII)
València, villa Paraíso, cuando te fijas tiene defectos:
Su exterior, todo flores; el interior, charcos de mierda.
Al-Sumaysir (mediados del s. XI)
La memoria de València es la memoria del agua. Desde Almenara a Dénia, los recuerdos afloran como afloraba el agua en su superficie, y se deslizan como los ríos que de cuando en cuando olvidaban un pedazo de tierra entre sus meandros como refugio y defensa de cuantos accedían desde el mar o de cuantos bajaban de las montañas y montículos en busca del agua y sus productos. En el principio era el agua. La más antigua de las descripciones que conservamos, escrita a finales del imperio por Avieno, pero basada en fuentes del siglo quinto antes de Cristo, es un batiburrillo de nombres de poblados íberos, tartésicos, cartagineses y griegos con tribus celtas pastoreando en las montañas ya desaparecidos o ya irreconocibles en la geografía contemporánea, con alguna excepción. Ni siquiera Valencia aparece, ni Alzira, las islas. Y todos elevados, ninguno en su planicie. No es probable que los antiguos considerasen saludables estas tierras permanentemente enfangadas, si se recuerda que la malaria, el cólera i las fiebres tifoideas ha sido endémicas hasta principios del siglo XX, y que la ciudad que controlaba el territorio era Sagunto, construida sobre un montículo que la aislaba de las llanuras insalubres. La planicie aluvial del golfo de València no fue de nadie, o mejor, se mantuvo al albur de las leyes naturales, que sometieron también a cuantos hombres se acercaron, hasta que llegaron los romanos y elevaron el concepto griego de colonia a su máxima potencialidad, pasando del aprovechamiento a la explotación. Como colonia romana fue fundada València en el 138 a.C. sobre una isla del río Tyrius, encomendada a los veteranos que lucharon con Décimo Junio Bruto, llamado Galaico por la conquista del cuadrante noroeste de la península, y abuelo del Marco Junio Bruto dramatizado por Shakespeare, que conspiró para el asesinato de César y empuñó la daga en defensa de los valores republicanos. La vía heraclea, posteriormente vía augusta, se construyó sobre la estrecha franja que, a los pies de los montículos habitados, delimitaba la tierra firme de la marjal, y atravesaba la isla del Túria que permitía vadear el río para continuar, bordeando la albufera, hasta la actual Xàtiva, la ciudad elevada que al sur controlaba la planicie. Mi abuelo materno fue colono, o masovero, en una de las alquerías de la marjal de Almenara, o cuanto quedaba de ella durante la postguerra civil. Un Bruto anarquista que defendió la república. Allí nació mi madre, y allí pasé los veranos hasta los seis años. Su mujer, mi abuela, nació en Castell de Castells, cerca de Dénia, la Sagunto del sur: un montículo bajo el Montgó rodeado por una llanura aluvial semi-inundada de características similares a la valenciana, de la que apenas quedan rastros ya en la marjal de Pego-Oliva.
]]>Sobre mis actos futuros sólo tengo la certeza de que asistiré a mi muerte. Observa que a pesar de su obviedad, ese universal naufragio del mundo que se produce a millares, y en ocasiones a millones a cada instante pocas veces es señalado como un pilar de la construcción identitaria que los demás realizarán de nosotros, puesto que esa personación, cuando al fin ya sólo somos cuerpo, añadirá a nuestras vidas, ya recordadas por otros, el sentido del que carecían hasta ese momento, o cerrará los sentidos que hemos intentado tejer durante su transcurso. La muerte es el nudo que impide que el tapiz se deshilache. Benjamin entendió que toda ficción es la ficción de la búsqueda del sentido que adviene solo con la muerte del personaje, sea ésta su muerte en la ficción o el punto final de la novela, a propósito del aforismo de Heimann cuyo sentido sólo se alcanza para las vidas recordadas «Un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años.» Nuestro tiempo vital se ilumina y se solidifica a través de esa hora en que la vida nos abandona, aunque todas las horas hieran. Los que dejamos tras nosotros se preguntan por qué, por qué entonces, por qué en aquel momento, por qué esa hora, que, como todas, es la última para muchos. Querer ver en el azar y en la biología una cifra secreta de nuestro destino es inevitable para nuestras mentes fundadas sobre el símbolo y su arbitrariedad. El lector de novelas busca personas en las que pueda efectuar la lectura del sentido de la vida, y el escritor no puede dejar de proporcionarle la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee. Elegir el momento de la muerte es elegir el sentido de la vida, nunc hoc in marmore est incisum, ahora está grabado en mármol, el mármol del recuerdo y la trascendencia. Pero elegir tu hora es un epitafio escrito de tu propia mano, y con ello un gesto de desconfianza hacia el futuro, y el futuro es de los vivos, de tus hijos, de tus amigos… ¿Qué derecho tengo a privarles de su propia construcción del sentido de mi vida, a imponerles un momento a partir del cual seré siempre el hombre que murió cuando quiso? Cierto, siempre seré el hombre que murió en un momento dado junto a tantos otros, pero el sentido es siempre de los vivos, no de los muertos, y yo no quiero desheredar a mis hijos de esa posesión. Ya te imaginas que en caso de necesidad tengo a quien dirigirme, a quien pedir, nunca mejor dicho, un último favor, pero me parece pretencioso, y no es el modo en que quiero ser recordado: prefiero que la enfermedad se anote ese triunfo. No soy Benjamin en Portbou siendo consciente de que le alcanza el ángel de la historia, a mí sólo me está alcanzando mi propia mortalidad. Es una diferencia importante que puede aplicarse a cualquier cosa que muere: un paisaje, un país, un hombre; y de la que pocos suicidas son conscientes. Ni siquiera Benjamin, con toda su agudeza para los pequeños detalles. ¿O sí lo hizo? Ahora mismo estoy recordando… búscame la cita, es una carta a Scholem de 1933, de su segunda estancia en Ibiza… Recuerdo que dijo, a propósito de la avaricia con que los lugareños fomentaban las nuevas construcciones y la llegada de turistas, que echaba de menos las densas sombras con las que las alas de la crisis económica enterrarían en pocos años toda aquella soberbia de tenderos y veraneantes. Asegúrate de que dijo «las alas de la crisis económica». Si escribió «alas» eso debe remitir necesariamente al ángel de la historia, empujado por el viento del progreso hacia el futuro, pero cuyo rostro contempla tras de sí no una cadena de acontecimientos, sino una única catástrofe cuyos escombros se amontonan hasta el cielo, como dijo en la Tesis IX. La crisis económica trajo el fascismo y la guerra civil (esa forma de suicidio), que aparcó la avaricia de los ibicencos, y de tantos otros, hasta finales de los cincuenta. Y, más acá de la perspectiva mesiánica desde la que él escribía, ¿no te parece magnífico lo de «la soberbia de tenderos y veraneantes»? Creo que define acertadamente el colaboracionismo (y digo bien: colaboracionismo) necesario para que un país muera, aunque no sea la única causa de su muerte. Sea como sea, y esto ya lo digo retomando la perspectiva mesiánica de Benjamin, lo que el ángel de la historia contempla de nosotros son los escombros acumulados desde el siglo XIII.
]]>Lo mejor y lo peor de Pasolini es que es italiano. Y ya sabes que lo digo para bien. O para no mucho mal, al menos. Pero, básicamente, para bien. Y «italiano» ya es una generalización, como lo es «español». Y sospecho que para él mismo friulano también lo era, como para mí valenciano. Pero eso vino después, la política de Pasolini vino después. Lo primero fueron los rostros, los cuerpos y el paisaje de Il vangelo secondo Matteo. Yo tenía unos trece años, calculo, y aquellos primeros planos de María y José, nada más empezar la película, y aquella casa, aquel camino, aquellos tapiales que lo bordeaban me eran tan próximos, y al tiempo tan abominables… Eran mi infancia, los rostros de mis vecinos, los de mi familia, el corral de Comediana, en la Calderona, donde pasamos el verano del 75 conviviendo mis tíos y sus hijos y nosotros, que lo éramos casi, en un único espacio, una antigua cuadra en la que dormir, y cocinar, y dejar que las horas pasaran, como supe después, al modo en que los jornaleros del campo pasaban las horas y los días, antes de que todo cambiara a finales de los 60. Il vangelo no contaba, pues, una historia de dos mil años, sino un mundo que estaba desapareciendo en aquel mismo 1963 en que se rodó. Para mí, era el mundo de mi familia y de mi pueblo que desaparecía, y al que yo no me aferraba en absoluto. No lo supe entonces, claro; como no supe que María en sus últimos días era la madre de Pasolini, que Jesús era un anarquista español exiliado de 19 años, o que el apóstol Felipe era Giorgio Agamben. Entonces todo eso no me hubiera dicho nada, o al menos lo que me dice ahora. Pero todo eso estaba en mí cuando leí a Pasolini, años más tarde, y cómo me influyó su lectura, que es lo que te interesa ahora. De hecho, me costaba encontrar la clave interpretativa de Pasolini hasta «Il vuoto del potere», el artículo de las luciérnagas. Ahí estaba la dovela central del arco intelectual de Pasolini: el verdadero fascismo es el que la emprende con los valores, con las almas, con los lenguajes, con los gestos, con los cuerpos del pueblo, un pueblo que se ha convertido en degenerado, ridículo, monstruoso, criminal, a través del comportamiento impuesto por el poder del consumo que «conduce, sin verdugos ni ejecuciones en masa, a la supresión de amplias porciones de la sociedad misma, asimilándola al modo y a la cualidad de vida de la burguesía». «Basta con salir a la calle para comprenderlo», dijo entonces, como pudo decir que bastaba con asomarse a la televisión berlusconiana, para verlo. La tragedia es que no existen ya seres humanos: no se ven mas que artefactos singulares que se lanzan unos contra otros. Pasolini avanzaba por el camino de Débord, sin duda, y ya sabes de mis distancias con Débord (y con Pasolini, dicho sea de paso). Bueno, en cualquier caso, ése es el sentido de Salò o le 120 giornate di Sodoma, que tan pocos han entendido, y que es casi una premonición de los escándalos sexuales de Berlusconi, o del modo en que corrupción política y social nos convierte, aquí, en artefactos para ser usados.
]]>¿Otro café? Por supuesto que me das envidia, pero prefiero la envidia al café con pajita, menos humillante, al menos, que el vino con pajita. En cualquier caso están sobrevalorados, ya te lo digo yo: el café, el vino, la comida, la gente, el sexo… Parece como si una de las principales características de los humanos, consecuencia directa de su capacidad simbólica, fuese su capacidad para sobrevalorarlo todo. O visto de otro modo, la sobrevaloración es inherente al símbolo. Algo, un sonido, un elemento de la naturaleza, un trazo grabado o pintarrajeado, al que aplicamos un significado arbitrario, es un ejercicio de sobrevaloración. Mi gato no sobrevalora nada: asigna a cada necesidad el grado de satisfacción justo, ni más ni menos. El que necesita para saciarla. No hay exceso, no hay ebriedad metafísica, no hay melancolía, no hay promesa, no hay esperanza, todas esas cosas que los humanos bebimos con la leche de nuestras madres, y que nos condenan, como especie, a la extravagancia: a vagar siempre fuera de nuestra animalidad, tan fácilmente saciable. Que establezcamos metas a ese vagabundeo es una especie de prevención de la quietud, de la estupefacción, una excusa para la errancia que, en realidad, no necesita ninguna. O dicho de otro modo, la sobrevaloración comporta la infravaloración del presente, de lo que se es. La ficción judeo-mesopotámica del pecado original ha sido tan poderosa porque dibuja míticamente esa distancia siempre creciente, ese descrédito de la realidad que nos atrapa a cada paso: la insatisfacción es siempre presente. El pasado es el jardín del Edén, y el futuro es un mundo perfecto. La recurrente imagen de Valencia como tierra de promisión tiene más que ver con la historia de su poblamiento que con la feracidad o la fertilidad de su naturaleza. Israel no es la tierra prometida por sus riquezas naturales, ni quedamos el año que viene en Jerusalén porque corran por ella ríos de leche y miel. Lo que importa es la promesa, es decir, el hecho de que no sea el paraíso, de que no lo sea todavía. Carròs viene a la Corona de Aragón por la promesa de la legitimidad. Sus colonos, por la promesa de una buena vida. Sus sarracenos sobreviven con la esperanza de que sus avariciosos amos serán algún día derrotados. Valencia, en el siglo XIII, es la tierra prometida de cualquier cristiano dispuesto a perseguir su sueño, una tierra sobrevalorada. Los derrotados son vendidos, los fracasados emigran si todavía creen en la redención, en una vida buena, en el paraíso. Blasco Ibáñez dedica su juventud y primera madurez a convertir Valencia en una antesala del Edén en la que, como mínimo, las hordas de jornaleros pueda ganarse el pan con el sudor de su frente, y él quede legitimado. Tras su fracaso, busca y encuentra un condado para él (dirá a Sorolla), y una Nueva Valencia para los valencianos, que superará en abundancia a la vieja, corroída por el mesinfotisme de quienes no han conocido sino la opresión y ya han aprendido que las alegrías por una nueva señoría duran menos que un orgasmo. Su deseo cambia de escenario, y dobla la apuesta. Si hasta entonces se imaginaba como el Pericles de una nueva Atenas, en Argentina será el mesías que conducirá a un pueblo valenciano selecto hasta el nuevo jardín del Edén, o la Nueva Valencia: «pronto descubrió en América vastos y venturosos horizontes, en donde nuestras energías nacionales, malogradas en la estéril lucha y la corrupción, falta de apoyo y sobra de explotación de nuestra desdichada organización política y social, encuentren ancho campo que les otorgue compensación justa y fecunda.» En el paraíso argentino los árboles frutales dan manzanas y peras de 800 gramos y hasta de kilo; la alfalfa se reproduce de tal modo que a veces hasta es una calamidad, la albufera de Corrientes es tan grande como media España, y cultivándola al estilo de Valencia, daría dos cosechas por año; naranjos de 15 metros de altura que dan 6000 y 8000 naranjas por año sin cuidado, formando bosques y no recibiendo otra agua que la de la lluvia, y cuyo fruto es de una dulzura empalagosa… En fin, para qué seguir. ¿Recuerdas el escándalo de los tesoreros del Partido Popular? ¿Recuerdas que el último, Bárcenas, justificaba parte de su fortuna en las inversiones en el latifundio argentino de Ángel Sanchis, valenciano, y uno de sus predecesores? Propietario de una finca de 300 kilómetros cuadrados en Salta, proveedor de zumo de limón para la Coca-cola, proveedor de maderas nobles para IKEA, fabricante de biocombustible para dar salida a sus excedentes de maíz, Ángel Sanchis es la prueba de que Marx se equivocaba: la farsa no siempre sigue a la tragedia. En esta ocasión la precedió. ¿Que qué tiene de trágico el éxito empresarial de Ángel Sanchis? Digamos que es la constatación de que Valencia es un desierto que hay que atravesar para llegar a alguna parte, una tierra baldía que espera su Eliot para perdurar tras la muerte.
]]>Mi padre fue suficientemente fuerte para coger lo que quería, y suficientemente listo para hacer ver que lo cogía para otros. Demasiado viril para ser humilde, y demasiado alegre para ser reservado. Demasiado galante para rechazar un halago y tan tonto como para creérselo. Valiente como un aragonés, y generoso, cantó de él Peire Vidal. Mi padre hizo que la cancioncilla resonara una y otra vez en nuestra casa de Siracusa, y con ella oí hablar por primera vez de los aragoneses. Con la cancioncilla conquistó a mi madre, supongo, como le vi hacer con otras mujeres, aunque sus marineros cantaban una letra no tan condescendiente. Un necio, ese era mi padre: el príncipe de los piratas, convertido «por la gracia de Dios, del rey y del Común de Génova, en Conde de Siracusa, y familiar del rey». Tan necio que se creyó tan listo como el pequeño pirata apresado por Alejandro Magno, al que reprochó que la única diferencia entre ellos era el tamaño de su flota y la cuantía de sus posesiones. Pobre padre. Federico le desposeyó en cuanto le interesó más una alianza con Marsella que un señorío regido por un corsario. Y Génova fue tan cruel con él como conmigo, porque yo bien puedo decir que tuve dos madrastras, y supe ver, por las injusticias recibidas por una y otra, que si quitamos la justicia, los reinos y sus príncipes no son sino pandas de ladrones, y las pandas de ladrones reinos en miniatura: un grupo de hombres que se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, y reparten el botín según sus propios pactos. Si a esa cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos, se autodenominará condado abiertamente, título que a todas luces le confiere no la eliminación de la codicia, sino la añadidura de la impunidad.
Pero encontré justicia, y reparación. Y todo se lo debo a mi buen rey Jaume. Porque lo que el ingrato mar da, es nada. Que se lo pregunten a mi padre, al que pocas cosas le debo: alguna de provecho, ninguna agradable. Si alguna vez siquiera me dio un nombre cristiano, a él mismo se le olvidó, y a mí nadie me lo recordó: siempre fui Caroccino, el niño que se crió en la Caroccia, su galera capitana, su verdadera amante, con la que había reconquistado el respeto de sus conciudadanos genoveses tras ser expulsado de la ciudad con el resto de seguidores de los del Castello. Mi padre citaba a los letrados boloñeses, no sin antes maldecirlos: «el mar es de uso común, pero no es propiedad de nadie: como el aire» y lo que no es de nadie es mío, añadía desafiante. Mi buen señor, años más tarde, cuando quiso nombrarme «señor del mar», almirante, y yo contesté con cierta arrogancia disfrazada de humildad, que haber sido armado caballero por su mano en aquel glorioso día de Navidad en vísperas de la batalla de Mallorca era pago suficiente, y que no eran necesarios títulos para capturar un botín en la mar, y le cité las palabras de mi padre, él las repitió en latín y añadió lo que mi padre interesadamente omitía: «Sed jurisdictio est Caesaris». Pero el derecho es del rey.
]]>Hombre, lo más divertido de la polémica es que tenían razón, pretendía hacer daño. Si de algo me arrepiento es de no haber hecho el suficiente. Todo lo demás fue regocijo: que se me considere un traidor, un hombre sin fe en la comunidad, me acerca a esa figura tan querida por mí del apátrida, que desapareció al tiempo que desaparecía el mundo que la hacía posible, el mundo dual que conocimos con el nombre de guerra fría. En un mundo dual todo era más fácil: la traición era más dulce, la fidelidad más expectante, y existía la posibilidad de un tertium datur, incluso de un cuarto, y aún más: occcidental, oriental, no alineado, apátrida, nómada, solitario, único. La lógica aristotélica podía ser desafiada; ahora vivimos en esa forma de restricción lógica que llamamos globalización, en la que secundum non datur. Ahora hay refugiados o asilados, pero no apátridas. Hay filtraciones, pero no hay espías. Un muchacho ante un ordenador descargando información y difundiéndola a su vez no es un espía. No hay secreto, no hay coacción, no hay violencia en ese acto. Ni siquiera hay desafío al poder, porque no es verdad que exista eso. El poder. Existe la violencia y la coacción, que muchas veces confundimos con el poder, o abstraemos mediante ese concepto. Poco importa por qué medios alguien adquiere la capacidad para ejercer la fuerza, para dirigir, para castigar, para coaccionar. La democracia es en sí misma una escenificación del orden, la palabra de escape de quienes ejercen el dominio sobre los demás. La gente celebra el orden mediante los rituales democráticos, pero incluso desde las instituciones se desdramatiza el poder, su consecución o su pérdida, enfocando exclusivamente su carácter ritual, la fiesta de la democracia, durante la cual los políticos compiten entre sí por una precedencia visible. No son disputas políticas; están preocupados por el status, no por el proceso. Lo mismo puede decirse sobre la actitud de las grandes empresas y los grandes empresarios hacia sus dominios: riqueza para ser usada suntuariamente, para ser descrita en cualquier medio de comunicación, para ser exhibida, al fin. Y esa exhibición no es sólo dispendio, gasto, lujo o posición. Son actos de poder. La democracia o las revoluciones son la rueda de la fortuna con que restablecemos la desigualdad, son un ejercicio mancomunado de violencia y coacción, pero lo que cambia es quién lo ejerce, no lo que sucede. Tendemos a creer que la corrupción consiste en un ejercicio abusivo del gobierno, como un subproducto indeseable de una democracia de baja calidad, y no como lo que es: el ejercicio de la violencia y la coacción, el ejercicio del poder en su forma más pura. Y claro que nos gusta que caigan los poderosos, que sean a su vez violentados y coaccionados –«la gent s’alegra de novitats, majorment de novella senyoria»–, porque el orden presupone la disparidad y la prelación, y si éstas desaparecen, el orden, en realidad, ya no ordena nada, y desaparece su capacidad consolatoria.
]]>En años impares viajo a Buenos Aires pero este verano no va a poder ser. No hará falta que entre en detalles enojosos sobre quitas de sueldo, despidos y demás zarandajas sobre las que cada uno de ustedes seguro que puede poner un ejemplo propio. El caso es que me duele especialmente porque, en primer lugar, hay gente a la que pronto hará dos años que no veo y sin cuyo trato, tan íntimo como sea posible, no quiero vivir. En segundo, porque en mi madurez he encontrado un modo de vida metódico y sereno que avanza en ocasiones de manera errática pero que mantiene, cada cierto tiempo, acontecimientos miliares, como los viajes a mis ciudades, que la hacen más segura, menos inquietante. En tercer lugar, aunque compite con el primero, o más bien forma parte, de alguna forma, del primero, los viajes me permiten establecer conversaciones con personas y lugares, sin las cuales me siento más vacío de lo que en mí es habitual.
Así que, para alejar la acedía pasaré el verano en labores de escritura que intentarán recrear no ya las conversaciones concretas que he mantenido con amigos y lugares en el pasado, sino las posibles que se podrían haber dado si este no fuese un estío intravagante y extraordinario. Parte de esas labores de escritura les serán presentadas durante las próximas ocho semanas, sin orden ni concierto, al albur de quien esto escribe. Todas tienen una intención común: que los lugares mueren como los hombres, aunque parezcan subsistir. En cualquier caso, si les ayuda, recuerden que cualquier tiempo futuro fue mejor. Les dejo en esta primera entrega, un inicio incierto.
Les lieux meurent comme les hommes
¿Ya está en marcha? Ah, vale. No quiero que esto sea un principio, el principio, quería decir. No. Hagámoslo más natural, sigamos alguna de nuestras conversaciones anteriores como si este acto, iterado pero necesariamente finito, hasta que las fuerzas me alcancen, no tuviera trascendencia. Al fin y al cabo, ¿un café? Le diré a G. que lo traiga, al fin y al cabo, decía, esto solo es trascendente para mí, y lo será por poco tiempo. Y nada de mohínes de disgusto cada vez que lo nombro. Estás aquí para que conversemos, no para que me compadezcas. Mi hija puede poner en marcha la grabadora, no te necesito para eso, ya lo sabes. Y sí, era más fácil cuando paseábamos. ¿Puedes creer que no recuerdo nada de aquellos paseos? Sí, bueno, recuerdo las rutas, las calles concretas, podría reandar, ya con la memoria, los pasos que dimos, las calles, los comercios, los edificios, los parques, los solares, los descampados, incluso detenerme en los mismos lugares, pero no recuerdo nuestras palabras, ni los incidentes o las visiones que nos obligaban a cambiar de tema: éramos niños que pierden la concentración a cada nuevo estímulo. Bueno, no, en realidad no perdíamos nada, simplemente encontrábamos algo nuevo; en cierta medida los paseos eran circulares, como una especie de eterno retorno en el que la novedad siempre era una cifra secreta para insistir en la conversación. La conversación era lo único importante y andar era el dispositivo necesario para que los lugares, ralos o exuberantes, pudiesen actuar como su deus ex machina. ¿Lo habías pensado? ¿Se te había pasado por la cabeza que aquella pintada en una persiana metálica preguntando por un Ulises perdido cerca de Constitución no fuese un llamado familiar por la fuga de un adolescente, o una denuncia por la brutalidad policial o la injusticia institucional, sino un recordatorio taumatúrgico de que la errancia permite los encuentros inesperados, los hallazgos, como restos de los múltiples naufragios con los que desde aquel hombre astuto, los dioses nos han agasajado para que pudiésemos iniciar la conversación a través de su estímulo y su escrutinio? Ahora, cuando lo recuerdo, también creo leer en su eco una premonición de la enfermedad, como si en aquel momento ya hubiese llegado a Ítaca y no me estuviese dando cuenta, y todo lo que vendría después ya no fuese sino el premio que recibe el que persigue la virtud y el conocimiento, el que de los remos hace alas para el loco vuelo que, como el Ícaro de Brueguel, se precipita al mar ante la indiferencia del mundo.
]]>Con la forma republicana de gobierno el misterio divino se convirtió en publicidad, que originalmente designa aquello que es público, conocido por todos, como no puede ser de otra forma en una democracia. Lo contrario de la publicidad, en este sentido, es el secreto. El secreto es secular, profano, siempre temporal. La variante de la novela policial que es la novela de espías se ampara en este cambio, y adquiere alguna de sus características señeras: los espías son seres siempre al borde del abismo existencial por su naturaleza contradictoria. Su labor es la protección del secreto propio y el desvelamiento del ajeno en democracia, en un estado de publicidad, en el que se supone que no debería haber secretos que proteger ni secretos que desvelar. De ahí también, la variante “espia bueno, perteneciente a los servicios secretos de una democracia occidental que trata de desvelar los secretos de una dictadura”. Toda la literatura de espías que produjo la guerra fría se puede incluir en esa variante, y en los problemas que conllevaba (Graham Greene, John Le Carré…), que a su vez podemos resumir, con el título del cuento de Borges, como el Tema del traidor y del héroe.
Es curioso que Europa en general conserve sin demasiado pudor léxico la dicotomía entre publicidad y secreto (expresiones como Top secret, instituciones como la Comisión de Secretos Oficiales…) mientras que en el origen de nuestras democracias modernas, la democracia americana, el secreto tiene un eufemismo que se ha hecho popular entre nosotros con posterioridad gracias a su fenomenal maquinaria audiovisual. Allí, oficialmente, los asuntos no son “secretos”, sino que están “clasificados”. Clasificados como secreto, obvio, pero no se enuncia el resultado, sino la acción. Los americanos son conscientes, incluso cuando lo ejercen, de la contradicción inherente al secreto de estado si se trata de un estado democrático.
Si para las democracias modernas, al menos en su origen, la publicidad (eso que ahora llamamos transparencia) es una característica fundacional del contrato social democrático, la privacidad ya es otro cantar. Para empezar, recordemos que el concepto “privado”, o “vida privada”, no ha existido como tal hasta mediados del siglo XIX, o incluso más tarde, y sólo aparece como derecho que debe ser defendido muy a finales de ese mismo siglo. La conocida Historia de la vida privada de Ariès y Duby fue acusada tempranamente de proyectar sobre el pasado un concepto exclusivamente decimonónico por razones puramente comerciales. Los títulos que mejor encajaban con su contenido, Historia de la vida cotidiana, o Historia de la vida doméstica no tenía la capacidad de evocación que en la clase media educada (en la burguesía moderna) tenía el primero, como su éxito comercial demostró.
La privacidad es el producto de las revoluciones burguesas alimentadas por el romanticismo rompiendo con el antiguo régimen y el comunitarismo que lo caracterizaba. Frente al pueblo comunal, indistinto, del antiguo régimen se enfatizaba ahora la individualidad, la familia nuclear y, sobre todo, la soberanía personal, que progresivamente chocarán con la publicidad inherente a los nuevos regímenes democráticos y con las novedades tecnológicas que la hacen posible. El manifiesto fundacional del derecho a la privacidad, publicado en la Harvard Review of Law en 1890 por Warren y Brandeis suena increíblemente contemporáneo:
"La intensidad y la complejidad de la vida que acompañan el avance de la civilización, han hecho necesario cierto retiro del mundo, y el hombre, bajo la influencia refinadora de la cultura, se ha vuelto más sensible a la publicidad, por lo que la soledad y la privacidad se han vuelto más esenciales para el individuo; pero la empresa moderna y la invención [esto es, las innovaciones tecnológicas], a través de invasiones de su vida privada, lo han sometido al dolor mental y el sufrimiento, mucho mayor que el que le pudiera ser infligido mediante meras lesiones corporales (…) Las fotografías instantáneas y las empresas de periódicos han invadido el recinto sagrado de la vida privada y doméstica, y numerosos dispositivos mecánicos amenazan con hacer buena la predicción de que ‘lo que se susurra en el armario, se proclamará desde las azoteas’.”
No puedo dejar de notar la clarividencia de los autores, que, conscientes o no, ligan publicidad, empresa e innovación tecnológica como signo de los tiempos modernos, aunque lo que alegan contra ellas, la intensidad y la complejidad de esos mismos tiempos, sea también la condición necesaria para la aparición de la economía industrial del XIX y del XX. Dicho de otro modo, son las dos caras de la misma moneda. No hay privacidad sin publicidad, y viceversa, y por ello ambas fueron fundamentales para la implementación de lo hemos convenido en llamar la modernidad económica y social.
Pero, esa dicotomía entre publicidad y privacidad, ¿sigue siendo necesaria para la vida tras la modernidad? A mi me da que no. Que ya no es necesaria, y que la publicidad avanza con paso firme laminando a su paso los jirones de privacidad que todavía conservamos como reliquias de la modernidad, como los estados democráticos conservan a través del secreto algo de su esencia teológica fundacional. Nuestra privacidad se desvanece en la red con nuestra activa colaboración, pero también la de los estados, incapaces de poner puertas al campo (o de ponerlas solo a título de inventario). Puede que la privacidad moderna haya sido un paréntesis, necesario pero reversible, en un devenir humano que ha prescindido de ella durante miles de años y que parece abocado a prescindir de ella en el futuro. Y no es que me alegre, pero, como hombre moderno, puede que simplemente sea demasiado viejo, y esté demasiado cansado, para entender el mundo que vendrá.
]]>Les recuerdo a los despistados y las despistadas que FEMEN es una organización feminista de origen ucraniano fundada en 2008 que se caracteriza por defender los derechos y la dignidad de las mujeres mostrando sus pechos desnudos con inscripciones alusivas al motivo de su protesta en lugares públicos, especialmente en presencia de las autoridades o los políticos contra quienes las dirigen. Al principio no me llamó mucho la atención: la espectacularización y la comercialización del desnudo femenino en occidente me hizo minusvalorar las acciones de FEMEN; recuerdo que pensé, en sus inicios, que no veía nada que no pudiera contemplarse en una playa valenciana durante cualquier verano. Banal, ya lo sé, porque no entendí, hasta más tarde, que las activistas de FEMEN no estaban mostrando su cuerpo, sino interponiendo su cuerpo. Y aunque el matiz pueda ser sutil, creo que es suficientemente importante para que, a mi vez, viese algo que no había visto en este tipo de acción reivindicativa.
La primera foto de la que hablaba les vendrá inmediatamente a la memoria. Vladímir Putin ante una activista de FEMEN. La imagen está tomada de espaldas a la mujer con el torso desnudo, y vemos en ella con claridad el rostro, y la reacción, de Putin. Alguien dijo que parecía una ardilla a la que habían regalado un donut, expresión que debe ser muy americana, pero a mi me recordó más bien las caras de tantos españoles que en la segunda mitad de los setenta pegaban su nariz al cristal del quiosco tras el cual colgaba la portada del Lib con los pechos desnudos de Nadiuska. Caras de sucia salacidad. La mujer reducida a mero objeto de deseo. “Bien,” pensé, “justo lo que había que poner de relieve”: interponiendo su cuerpo, la activista conseguía que la máscara de la ideologización sobre la condición femenina cayese y solo quedase la sucia salacidad política de un régimen de excepción.
La segunda fotografía, la de Amina Tyler en Facebook con el torso desnudo, recostada en una butaca, libro abierto en la mano derecha al que dirige una mirada mohína, cigarrillo en la izquierda, una inquietante muñeca vendada, lápiz de labios rojo intenso, y la frase “mi cuerpo es mío” escrita en árabe sobre su pecho. Una mezcla rara de tristeza y determinación que he visto otras veces en mujeres jóvenes (Amina tiene 19 años, como muchas de mis alumnas) que han decidido no dejarse vencer. Me impresionó, como me impresionó cada vez que vi en otras mujeres la misma mirada.
Algo más había detrás de todo ello, pensé. Algo que no podemos despachar con el cierto, pero simple expediente de la denuncia de la opresión femenina en países y culturas patriarcales, que tiene su raíz jurídica en el derecho romano y el derecho de vida y de muerte derivado formalmente de la patria potestas que daba al padre de familia el derecho a disponer de la vida de sus hijos, como de la de sus esclavos: la había dado, podía quitarla. Este derecho se extendía a la potestas del soberano sobre sus “hijos”, sus súbditos. La acción de Amina parece alejarse, por otro lado, de la acción directa que caracteriza al grupo FEMEN, porque no interpuso su cuerpo “físicamente”, sino mediado a través de un par de fotografías en una red social que, por cierto, censura las fotografías de senos femeninos desnudos. Y no son los únicos: cuesta encontrar la fotografía de Amina en internet sin que en ella aparezca la censura en forma de pezones difuminados con photoshop. Justo esta última circunstancia convierte la acción de Amina de un mero “mostrar” a un auténtico “interponer”: en nuestras sociedades espectaculares, “mostrar” es mostrar donde es lícito hacerlo; “interponer” es mostrar donde está prohibido, donde es ilícito, donde ofende.
Lo que me parece importante de las acciones del colectivo FEMEN no es el hecho de mostrar su propio cuerpo desnudo como desafío a la autoridad patriarcal, o convertirlo en pancarta, como se les reprocha desde ciertas instancias, desde las que se las descalifica por ser “eurocéntricas” (pero, ¿hay algo más occidental y culturalmente eurocéntrico que Facebook? ¿Hay que recordar la política de Apple de no avalar en sus dispositivos o sus productos contenidos sexualmente explícitos?), o incluso de aprovecharse de la permisividad occidental hacia el cuerpo desnudo al tiempo que se les reprocha, en flagrante contradicción, que, precisamente por ello, sus reivindicaciones son menos visibles y menos apremiantes que su propia desnudez. Lo que me parece importante es la interposición de su cuerpo parcialmente desnudo, en una suerte de reinterpretación del “habeas corpus”, que en lugar de exigir la presencia física del reo, impone la presencia física de la mujer para exigir del poder político y social que dejen de esconder su exclusión social y política tras velos, costumbres e ideologías.
Y si piensan que semejantes acciones solo tienen sentido en sociedades moralmente enfermas tras décadas de comunismo, o siglos de ideología patriarcal, que eso a nosotros no nos pasa, como demuestran nuestras playas cada verano, están muy equivocados. Para nuestra sociedad occidental eurocéntrica interponer el cuerpo femenino es tan perturbador como para las sociedades mentadas,
como nos recuerdan las regulaciones sobre la prostitución que persiguen, exclusivamente, que sus cuerpos dejen de interponerse en la vida cotidiana de los ciudadanos. Y de paso las excluyen de la comunidad política, devienen nuda vida, mulier sacra en terminología de Agamben, a la que cualquiera puede matar sin cometer delito. Por cierto ¿hay estudios sobre la incidencia de los delitos violentos en prostitutas en contraste con el del resto de mujeres?
Y no muy diferente es la ideología que trasluce detrás de la reforma de la ley del aborto. Las mujeres devienen nuda vida al servicio de la ideología patriarcal: esposas, madres, hijas, pero no mujeres con un cuerpo que es suyo. Foucault dijo que somos animales en cuya política está puesta en entredicho su vida. Creo que el valor de FEMEN es poner de manifiesto que somos ciudadanos y ciudadanas en cuya vida natural, en cuyo cuerpo, está puesta en entredicho nuestra propia vida política.
]]>Y no. Joaquín Almunia no es Jon Snow, al fin y al cabo un mozalbete de 17 años. Joaquín Almunia es licenciado en Derecho y Economía, excomisario de Economía de la Unión Europea y actual comisario de Competencia. En unas recientes declaraciones a la Cadena SER a propósito del varapalo del FMI al plan de rescate a Grecia por parte de la Unión Europea, reconoce que ni él ni la propia Unión sabían cuál era la situación real de Grecia y que se limitaron a actuar con los instrumentos que la disciplina económica recomendaba para casos semejantes. Solo que el caso no era semejante a nada. Constatado el fracaso, lejos de cualquier atisbo de autocrítica (al menos de autoconciencia de la propia ignorancia), se escuda en la urgencia (ay, las prisas: sobre ellas alguna cosa podía haber aprendido de Sócrates), y proclama, con ciega necedad, que "No hay la posibilidad de decir ‘espere que voy a la universidad a estudiar un doctorado en Economía’. Ante situaciones tan difíciles, hay que considerar cuáles hubieran sido las alternativas y no había muchas, había que actuar".
En primer lugar, cabe constatar que un economista no sabe como hacer frente a una situación económica dada —y no digo ya resolverla, sino simplemente no empeorarla— con los instrumentos intelectuales que se le supone que ha adquirido con su formación y con su práctica como político del área económica. En segundo lugar, que un economista cree que para intervenir sobre la realidad hay que volver a la universidad a estudiar para poder hacerlo con un mínimo de garantías. Esto último no sé si me hace reír por su ingenuidad, o llorar por su ciega confianza en la institución universitaria. En tercer lugar, que la política postmoderna se debate entre la cháchara falaz y la acción descerebrada: visto el resultado, tal vez lo más sensato hubiese sido no actuar. Inevitablemente, a uno le viene a la memoria los versos que los partidarios del torero mejicano Carlos Arruza cantaban a ritmo de pasodoble en las plazas: “Manolete, Manolete, / si no sabes toreá / pa qué te metes…”
Pero si nos quedamos aquí, en un torero que no sabe “toreá”, no llegaremos al fondo del asunto. Y el fondo es que la disciplina económica y el gobierno económico del mundo, fuera del ámbito académico en el que la reflexión y el conocimiento tienen su lugar y su tiempo, son la potentia ordinata de una supuesta potentia absoluta. Esto es, la teoría que los teólogos medievales construyeron para conectar la omnipotencia de Dios, y el orden racional y no arbitrario del mundo; Dios, en el orden interno de su potencia, puede hacer todo, pero sólo puede ejecutar efectivamente lo que su voluntad decide según un orden que él mismo ha establecido previamente: un universo con leyes físicas que canalizan la voluntad divina; como las leyes de la economía capitalista canalizan la voluntad de Quien Manda (que, por definición no puede ser visto, no tiene rostro ni cuerpo, a quien llamamos Yahvé, Jehová, o Mercado). El problema llega cuando ese poder se legitima en la anarquía que supuestamente le ha precedido (aunque sea en la noche de los tiempos, o en los burbujeantes desórdenes de la codicia) y a la que supuestamente conjura mediante la aplicación de la potentia ordinata a las sociedades que, como la griega, parecen precipitarse de nuevo en ella.
La cuestión, finalmente, es que confesiones como la de Joaquín Almunia parecen revelar, como ya dijo Passolini en boca de uno de los jerarcas de Salò, que “la única anarquía verdadera es la del poder”.
]]>Pero lo más significativo del episodio mediático en cuestión no es cuánto fustigó Aznar a Rajoy y al resto del partido, o cuánto nos reímos de ello. Lo más significativo fue que ambos espectáculos nos fueron ofrecido por el mismo grupo mediático, A3media, al que pertenecen Antena 3 y La Sexta. Hace tiempo que me tiene maravillado la perspicacia, la sagacidad de los directivos de este grupo mediático, que ha conseguido reunir en su seno a los espectadores de la España más cañí con los de la España más indignada. Añadamos, además, que A3media forma parte del grupo empresarial Planeta, que incluye, además de televisiones y radios, al periódico La Razón, y, naturalmente, a la editorial del mismo nombre y sus filiales, la primera del país.
La cuestión es que lo que acabo de llamar sagacidad debería ser mejor definido como cálculo empresarial fundamentado en un conocimiento sociológico profundo de los mecanismos que rigen la interacción mediática en nuestra sociedad. Dicho más simplemente, Antena 3 provoca, y La Sexta reacciona, siguiendo los impulsos y las exaltaciones emocionales provocados por la actual situación de confrontación social. Bueno, esta es la interpretación benevolente, la que darían los implicados: ellos no crean a Aznar, ni crean a sus detractores, sólo les alimentan. Pero yo no tengo tan claro que eso sea así.
Creo que estamos metidos en el transparente y denso magma de los medios de masas: buscando entre la sobreabundancia de información y la desjerarquización de las interpretaciones (principalmente a través de las redes sociales) el rastro de un complot universal que proporcione sentido a nuestra fragilidad. En lugar de salir a explorar con espíritu de aventura la nueva sociedad, nos quedamos a la vera del fuego lamentando que la sociedad capitalista no es lo que ella dice que es. Pero ahora todos somos observadores y todos somos observados, lo cual implica la contingencia de todos los criterios y de todas las posiciones del observador, lo que nos lleva a un cambio permanente de perspectiva. La moral (y entendamos la ideología como una forma de moral) ya no es un instrumento que nos permita establecer un sistema de valores (si existe el bien es porque alguien lo observa y lo garantiza, al menos como concepto) sino un dispositivo que garantiza los criterios de observación y creación de realidad de los medios de masas. La bondad y la maldad ya no son percibidos como criterios objetivos, sino como condiciones de observación. Lo malo (Aznar) presupone lo bueno (los espectadores de El Intermedio), al tiempo que alimenta y estabiliza el constante devenir de rupturas temporales y sociales, el conflicto y la diferencia, que los medios de masas necesitan como motores de la comunicación social que representa a la realidad.
Sabemos que la moral es, por tanto, una estrategia, y no un hecho. Y en el caso que nos ocupa, que Aznar sea bueno para Antena 3, y malo para La Sexta, es una estrategia para la representación de nuestra realidad, pero no es nuestra realidad. Lo digo porque a veces se nos olvida.
]]>«Mis viajes, finalmente, solo han sido un complemento, eso sí, necesario, de un prolongado trabajo intelectual de vaciado. Unas anginas, un apéndice, un riñón, un par de familias, un país, mis fuerzas: pocas cosas que no me hayan sido arrebatadas, o que yo haya voluntariamente abandonado con tiempo y empeño crecientes, incluso con pasión ahora, en mis días felices y despojados, quietos, ya casi evanescentes. Tanto que ya no han vuelto las pesadillas que durante la prolongada inmovilidad terapéutica me situaban en un cubo cuyos lados medían el doble de mi altura y que lentamente, durante toda la noche, se rellenaba con una arena finísima de la que no podía escapar sino con la asfixia que me despertaba. Creo que es la razón por la que Flaubert me angustia: su obsesión por el polvo, por la arena, en realidad su miedo al embrutecimiento ostensible y progresivo en que creía que se hundía su mente, como si se hundiese en la arena. Conozco bien ese temor, “le désert, la contrée des sables et des épouvantements”, que el sueño escenifique un alma de arena y miedo habitada sólo por serpientes ígneas enviadas por el demiurgo para castigar nuestras dudas, nuestra desconfianza, nuestra añoranza de la esclavitud. Un alma a la que la visión de la serpiente de bronce no pueda rescatar del veneno del comfort, de la nostalgia.»
Nm 21, 4-9
Flaubert, Salambô, cap. 2
Sebald, Los anillos de Saturno, cap. 1
Pero también creo que este humo no es una nubecilla inocua, sino un auténtico hongo radiactivo que envenenará las vidas de hombres y mujeres presentes y futuros, y la sociedad que conforman y conformarán. Dejaré de lado determinadas polémicas parciales, como la penalización del aborto en casos de malformación fetal, dando por descontado que se trata de una estrategia para que finalmente demos por buena una ley que no la incluya, pero que a cambio transforme la ley de plazos en una ley de supuestos claramente restrictiva respecto de la de 1985, y tantas otras polémicas que en estos días recorren los medios, para centrarme en lo que creo que es el nudo gordiano ideológico de la nueva ley del aborto: la utilización de la biopolítica como estrategia de control social de las mujeres.
Ese nudo gordiano se forma con dos cuerdas: una, la aparición de un nuevo sujeto de derechos políticos, el feto; y dos, la desaparición del avance más valiente de la anterior ley, esto es, que las mujeres menores pudieran tomar por si mismas la decisión de abortar sin el consentimiento de sus padres.
Vayamos con el primer concepto, el de biopolítica. Siguiendo a Aristóteles con Agamben, diremos que aquello que diferencia al hombre del resto de formas vivas de la naturaleza es la política, que existe para “vivir bien”, y no simplemente vivir, mediante el desarrollo de la potencia vital racional: la obra del hombre una vez segregada de la vida vegetativa (aquello que tenemos en común con las plantas) y la sensitiva (aquello que tenemos en común con los animales). Por bonita e intelectual que nos parezca la definición, no olvidemos que esta concepción de la buena vida no es una reflexión sobre la naturaleza del hombre (y mujer), sino una distinción social: excluye a aquellos que no pueden desarrollar la potencia vital racional, sea por su propia naturaleza o por su condición social, y que no pueden formar parte de la polis: justifica la sociedad estamental, y la exclusión de mujeres y esclavos, dotados exclusivamente de vida vegetativa y sensitiva, y excluye, también, a fetos y niños que no alcanzan a desarrollar la potencia vital racional. De ahí que el aborto y el infanticidio fueran comunes en el mundo antiguo. En la Edad Moderna, ese “vivir bien” se traduce en la asunción colectiva de una tarea histórica por parte de un pueblo o una nación, que tiene su traducción metafísica en que con ella el hombre se realizaba en tanto que ser viviente racional. Obsérvese que el pensamiento de Marx supone la impugnación del proyecto aristotélico en la medida en que una sociedad sin clases es una sociedad sin política. Pero desde la Primera Guerra Mundial el paradigma según el cual “vivir bien” equivale a llevar a cabo una tarea histórica (nacional, o de clase) se desmorona y, ante la imposibilidad de asignar una nueva al hombre, la política, entendida como trabajo por una vida virtuosa, se transforma en biopolítica, en la que la vida biológica (la vegetativa y la sensitiva) se transforman en la última y decisiva tarea histórica. Todo esto tiene, al tiempo, consecuencias positivas y negativas. Es biopolítica el exterminio (eliminación de la vida biológica defectuosa o peligrosa para otras vidas) pero también la sanidad pública (conservación de la nuda vida), que son formas de mejora del mundo (mejora como concepto técnico, no valorativo) llevadas a cabo con las tecnologías para el gobierno de las poblaciones, como dice Sloterdijk; mientras que el desarrollo de la psicología y la psiquiatría y su papel clave en la evolución del mundo moderno responde al desarrollo de las tecnologías del yo, entre las cuales la tortura psicológica, la autoayuda o la integración de nuestra parte sensitiva entre los bienes a proteger por las leyes. Y, por supuesto, ello supone la integración de las mujeres y los niños como sujetos activos de derecho, es decir, con derechos que pueden y deben ejercer (y no como en el mundo antiguo). Este es el marco en el que nos movemos en la actualidad. Es lo que nos diferencia de los antiguos, lo que nos hace distintos, modernos.
Vayamos con la primera cuerda del nudo gordiano. El proyecto de ley de “regulación de la interrupción voluntaria del embarazo” de Gallardón es un proyecto que nos retrotrae a las seguridades del mundo antiguo con las armas del moderno. Por un lado, dinamita las bases sobre las que se asienta la modernidad, es decir, la equiparación entre nuda vida y ciudadanía, entre ser viviente y hombre político (que abarca a todo el género humano en todas sus edades y estados) haciendo emerger un nuevo sujeto activo de derecho, el feto. El argumento no está mal traído, porque podría pensarse que simplemente ampliamos el espectro, que incluimos a un excluido al que protegemos (incluso de otros sujetos activos de derecho) mediante leyes ad hoc, como las de protección de la mujer o de la infancia. El problema es que todavía existe una diferencia, y existía también en el mundo antiguo, entre la nuda vida humana y las otras, como lo demuestra el hecho de que las leyes de protección de los animales no les otorgan derechos sobre la vida de los hombres, y el perro asesino es sacrificado sin contemplaciones posibles. Y el feto no es nuda vida humana, condición que sólo adquirirá cuando nazca. Por mucho que lo amemos desde su concepción, o por mucho que lo odiemos. Si es sujeto activo de derecho, y además sus derechos prevalecen sobre los de la madre, retiramos a las mujeres su condición de ciudadanas, las relegamos a meros contenedores de vida otra, una “reducción al útero”, sin vida propia y sin autorización para utilizar las tecnologías del yo y alcanzar una “buena vida”. La emergencia del feto como sujeto activo de derecho se hace contra las mujeres, y supone el mayor ataque que pueda realizarse contra la igualdad de género.
Y la segunda cuerda del nudo gordiano es no permitir que las mujeres jóvenes puedan abortar sin el consentimiento de sus padres. Inteligente también. Ofrece seguridad a sus votantes (las afectadas no votan, hay que recordar), a cambio de condicionar la asunción por parte de estas mujeres jóvenes de sus responsabilidades vitales desde el momento en que están biológicamente preparadas para ello. Las tecnologías para el gobierno de las poblaciones, como la educación, y las tecnologías del yo las han preparado para ello, o como mínimo fueron creadas para que lo hicieran posible. Condicionarlas a la voluntad parental es quitarles la posibilidad de decidir sobre su vida biológica y sobre su “buena vida”. ¿De qué tenemos miedo? ¿De que se equivoquen? Por supuesto que lo harán. Contra lo que parece dictar el sentido común, la “buena vida” no es posible si no existe la posibilidad de equivocarse. Lo contrario es mutilar su condición humana y retrotraerlas al mundo antiguo. Y no es que exagere: el nuevo “plan de educación afectivo-sexual” está promovido por el ministerio de Ana Mato, Sanidad, y no por el de Educación, lo cual supone la conversión de la sexualidad juvenil en un problema de salud, y no en una etapa del desarrollo psicológico-afectivo de la personalidad. Y también es una oportunidad de negocio: “decir no” no es muy realista como política de natalidad, y más embarazos adolescentes pueden ser un buen negociete para la burbuja sanitaria que promueve el gobierno. Digámoslo en un castellano muy castizo: que las mujeres jóvenes sexualmente activas, encima de putas, tienen que poner la cama.
Brutal, lo sé, disculpen si les he ofendido, pero si yo fuera ellas, me sentiría así. Como padre de una mujer joven de 14 años a la que deseo por encima de todo una “buena vida”, quiero que sepa y sienta que le están recortando sus derechos, que están limitando su vida.
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Les escribo en día y hora inhabituales para mí, porque el viernes tres de mayo a las 19:00 estaré en la Plaça de la Verge de València asistiendo a la concentración que organiza, una vez al mes, la Asociación de víctimas del Metro del 3 de Julio. Y no estaré allí por razones políticas o ideológicas, sino por vergüenza. Porque me da vergüenza no haber estado en todas y cada una de las 78 concentraciones anteriores. Porque yo aún recuerdo esos trenes, aún recuerdo ese bache en la curva de entrada a la estación de Jesús. Aún siento como el contenido de mi estómago sube y baja cuando lo recuerdo. Y aún, ahora, cuando voy en el metro y llegamos a ese punto en que había ese bache, mi cuerpo lo recuerda y lo resiente. Y vergüenza porque convivo a diario, como docente y como habitante de Torrent, con las otras víctimas del accidente, sus familias.
Los hechos son ahora suficientemente conocidos, tras el programa que Salvados le dedicó el domingo pasado, y tras la perseverante tarea de la asociación, de las víctimas y de la productora Barret, que realizó la serie documental 0 responsables. La repercusión del programa en la opinión pública y las redes sociales, también. No me extenderé en ello, o más bien no me extenderé en nada que no sea explicarles por qué mi vergüenza emana de que yo sea uno de los responsables del accidente.
Yo y todos, como ciudadanos del País Valencià y como españoles. Y esa responsabilidad no es fruto de nuestras acciones, ni siquiera de nuestras inacciones. Es fruto del pecado original que conlleva la vida en sociedad. Mejor y con más autoridad que yo mismo lo expresaba Michael Sandel en una entrevista para La Vanguardia en 2010:
“¿Si he votado a Montilla o Zapatero, soy responsable de su buena o mala gestión?
Si se toma en serio la democracia, sí.
¡Pero yo sólo decido mi voto: no sus actos como gobernantes!
Quien vota a un gobernante es moralmente responsable de cuanto haga o deje de hacer ese gobernante. Porque es esa responsabilidad la que legitima tu derecho a votar y a exigir al votado que cumpla sus promesas.
¿Por tanto quien votó a Bush –y a Aznar– es responsable de la guerra de Iraq?
Por supuesto. Si los votantes no
fueran corresponsables de los actos de quienes eligen, y, por tanto, de esa declaración de guerra, la democracia sería una farsa tan absurda como
elegir a los gobernantes por sorteo.
Pues Hitler ganó unas elecciones.
Y eso convierte a quienes le votaron en corresponsables morales de los crímenes que cometió, pero yo aún iría un paso más allá… ¿Más aún…?
Yo no voté a George Bush júnior…
Yo tampoco.
… Pero como ciudadano americano soy –menos que quienes le votaron, pero también– corresponsable de esa declaración de guerra a
Iraq. Igual lo es usted, votara o no a Aznar. Si Estados Unidos es una democracia, como estadounidense soy responsable en parte también de los actos
de mi presidente, aunque no le haya votado.
¿Y a qué le obliga esa responsabilidad?
A esclarecer,
recordar, pedir perdón e indemnizar a las víctimas de mi país. Si no asumo esa responsabilidad sobre el pasado de mi nación, no puedo
sentirme ciudadano legítimo en el presente. No la merezco.”
Esclarecer, recordar, pedir perdón. Cosas a las que este país no sólo no está acostumbrado, sino que ha construido su modernidad y su
democracia sobre su negación. La amnistía del 77 consistió en liberar a la nueva sociedad democrática de toda responsabilidad al
hurtarnos la posibilidad de esclarecer los crímenes del franquismo, y lo que le sucedió a Garzón (independientemente de la opinión que
cada uno tengamos sobre el juez) una demostración de fuerza: todo estaba atado, y bien atado. Nos convertimos, pues, en irresponsables, porque la
responsabilidad moral no es solo individual, sino que tiene una proyección histórica y colectiva que debe transmitirse de generación en
generación, y que permitirá que los ciudadanos compartan una vida común, esencial para el mantenimiento de la democracia.
Empezamos, pues, nuestra andadura democrática con un déficit fundamental en responsabilidad social. Esa irresponsabilidad está en el origen
de la burbuja económica y de la crisis subsiguiente, y de la catadura moral de nuestra sociedad y nuestros políticos durante ese período, y
hasta ahora. No es que con la crisis y el empobrecimiento general nos hiciéramos insolidarios, egoístas y canallas. Es que la ruptura de la vida
común se produjo ya cuando éramos ricos. La riqueza nos hizo miserables, mezquinos, avaros de lo común: preferimos que nos bajaran los
impuestos, o que nos acariciaran el ego con el oropel de los grandes eventos antes que mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos.
Antes menos impuestos, para que yo tenga mi casa en propiedad y mi coche, que mejorar la seguridad y el servicio del transporte público. Total, en
Metro solo van los jóvenes, los pobres, los inmigrantes, las mujeres y los viejos, e incluso ellos, con el progreso ilimitado que nos espera,
algún día podrán evitar esa vergüenza y comprarse un coche. Y a los viejos les ponemos un taxi. ¿Será por dinero?
Privilegiar el transporte privado por carretera contra el transporte público, común y sostenible, era un síntoma de que algo no funcionaba
en nuestras cabezas. A medio plazo, las ventajas eran evidentes: menor dependencia del petróleo (y a menor demanda, precios más baratos) y mayor
cohesión territorial tanto a escala local, metropolitana y autonómica, como a nivel nacional e internacional. Y no aprovechar los buenos
años para exigir un poco más de nuestros bien cubiertos bolsillos que nos permitiese implementar un verdadero sistema de transporte público,
y no el peligroso desbarajuste que tenemos en la actualidad, rozó lo criminal. ¿Es necesario ir a 300km/h a cuatro sitios, si con el dinero que
cuesta ir a 220 podríamos llegar a 50 en prácticamente el mismo tiempo, e implementar la red para rentabilizar también el transporte de
mercancías? Pero, ay!, privatizamos la RENFE. Cachis.
¿Y que decir del transporte en el área metropolitana de València? Ese lugar donde vive más gente que en la propia ciudad, que lleva
décadas abandonado a su suerte porque a ningún partido, y especialmente al que ha gobernado la ciudad desde hace más de 20 años, le
interesaba articular esa relación. El resultado es una ciudad aislada con un conurbano dependiente. La quinta ciudad del País Valencià,
Torrent, ni siquiera tiene hospital propio.
Y el sistema de transporte metropolitano es absurdo y disfuncional. A principios del siglo XX todavía había aduanas para ingresar mercancías
a la ciudad. A principios del siglo XXI existen, metafóricamente hablando para que los habitantes del conurbano ingresen a la ciudad: los precios y
los horarios de Metrovalencia son una forma de control social, no un servicio público. I la ausencia de una política de transporte público
del área metropolitana de la ciudad es uno de los grandes fracasos de la política valenciana. Si eso existe. Nos quejamos frecuentemente del
sistema radial de transporte en España, pero el sistema de trasporte metropolitano en València está hecho a su imagen y semejanza. Si viajo
en AVE desde València a Madrid recorreré 365 km en una hora y treinta y ocho minutos. Si voy en Metro desde Massamagrell, mi pueblo de origen,
hasta Torrent, mi pueblo de residencia, recorreré 20 km en una hora y cuarto. Pero, ya se sabe, sólo van en metro los excluidos por el sistema y
los autoexcluidos como yo, que preferimos hacer otras cosas con el dinero que cuesta un coche y su mantenimiento. Ir en Metro es antivalenciano y
antiespañol, propio de gente cuyo objetivo es destruir la sociedad con su pobreza y con su locura.
Y porque nos creíamos irresponsables nos convertimos en miserables. Fuimos miserables en la riqueza, cuando preferimos (todos: quienes les votaron
porque les votaron, y quienes no lo hicimos porque no hicimos lo suficiente para evitarlo, no gritamos suficientemente alto, no les controlamos con
suficiente afán) nuestras Terra Mítica, nuestra Ciudad de las Artes y las Ciencias, nuestro Palau de les Arts Reina Sofía, nuestras Copas
del América y nuestro circuito y carreras de Fórmula 1 antes que dotar a la ciudadanía de un sistema de transporte metropolitano
rápido, eficaz y seguro. Porque pudimos evitarlo, si hubiéramos decidido dar prioridad a lo común.
Esos 43 muertos son muertos que cargan sobre la conciencia de nuestra democracia. Al menos, de la mía. Si también es su caso, y no pueden asistir hoy 3 de Mayo a la Plaça de la Verge de València a las siete de la tarde, pueden acompañar a las familias en esta plaza on-line.