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El secreto del bollo de jengibre

Los adultos (o eternos aspirantes a serlo) cometemos un error tremendo al alcanzar esa edad en la que sustituimos la literatura llamada “juvenil” por otra de más enjundia y trasfondo: desechar y despreciar aquellos libros que nos acompañaron en nuestro aprendizaje y que nos imbuyeron de la pasión por la lectura. Hoy, esos mismos adultos tratan de restar importancia a series como la de Harry Potter por su aparente liviandad o exceso de fantasía, sin tener en cuenta que esos libros cumplen, en los principios del siglo XXI, exactamente la misma función que cumplieron series como Los Hollister, Los Cinco o Los Tres Investigadores en la segunda mitad del siglo XX.

Menciono estas tres colecciones por elegir tres de las que considero más representativas de este tipo de literatura, además de porque se encuentran entre las que mejor conozco. Sin ser coleccionista empedernido sí poseí —y aún poseo— varios volúmenes de cada una de ellas, libros que leí y releí en tiempos hasta casi gastarlos y que aún hoy me gusta hojear —ojear para regresar durante un ratito a tiempos en que las cosas parecían más fáciles de lo que son ahora. Una de las razones por las que defendí el año pasado el premio Príncipe de Asturias concedido a Joanne K. Rowling es precisamente porque ya casi no existen los autores de “sagas” que permitan a los chavales engancharse a unos personajes con los que puedan identificarse y vivir sus aventuras pasando y repasando páginas, deseando saber qué pasa en el capítulo siguiente y con los que la palabra “fin” sólo es el punto y seguido que les lleve al siguiente libro.

Ciertamente, las tres colecciones que nombro no pueden ser más dispares: en la primera de ellas, una familia americana típica-tópica-cursi-abanderada recorría su país y parte del extranjero resolviendo misterios que se les plantaban ante las narices con pasmosa facilidad, por suerte sin asesinatos que hicieran sospechar que Jessica Fletcher también rondaba por allí. Sorprendía, sobre todo, porque la susodicha familia Hollister parecía no tener otra ocupación que la de detectives ambulantes: ¿Cuándo tenían colegio los críos? ¿Cómo le resultaba al padre regentar un negocio (el “Centro Comercial”) que pasaba cerrado al menos la mitad del año? ¿Por qué una visita a Nueva York parecía la entrada a un universo paralelo para estos señores de pueblo-pueblo? Las aventuras de los Hollister, relatadas por un tal Jerry West y cuyos personajes parecían no envejecer nunca (los críos tenían edades que siempre iban de los doce años de Peter a los cuatro de la eternamente mellada Sue), gozaban de ese punto de luz y cursilería que provocaba una lectura abandonada con la aparición de los primeros síntomas de acné, pero que hasta entonces era fácil beberse. Eso sí, se aprendía mucho de los viajes de estos inquietos yanquis, si bien muchos de los datos ya estaban forzosamente obsoletos para cuando un servidor los empezó a leer (por ejemplo, llamar Idlewild al aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York), por lo que la serie tenía un tizonazo culturalote que no le vino mal a este lector.

Quizás algunos recuerden una colección paralela a ésta, con tramas y personajes sospechosamente parecidos, englobada bajo el título genérico de “Los Gemelos” o “La Familia Bobbsey”, en la que prácticamente cambiaban sólo los nombres de los protagonistas y del autor, en este caso autora: una tal Laura Lee Hope. La razón para ello es que tanto West como Hope eran la misma persona, o personas. Ambas colecciones formaron parte de una factoría de literatura juvenil, el Sindicato Stratemeyer y, obviamente, ambos nombres ocultaban a un grupo de escritores anónimos que producían dichas historias para su publicación a granel por el sindicato.

Detrás de la segunda colección, en cambio, sí que se encontraba una persona con nombre y apellidos: la gran dama de los libros infantiles y juveniles, Enid Blyton. Esta prolífica escritora llenó tantas de mis tardes y me impregnó de tal modo del concepto leer con avidez que jamás podré pagar la deuda que con ella tengo. Mencionaba antes su colección más famosa, Los Cinco, por ser la que mejor muestra los ambientes por los que nos movía con sus relatos, pero seguro que muchos recordarán otras series como los Siete Secretos, Torres de Malory, El secreto de…, Seis Primos, El Circo Galliano e innumerables libros de cuentos que trataban no sólo de ser bonitos sino también de enseñar valores como la amistad, la sinceridad, la perseveración, la voluntad… En todas o casi todas el núcleo de personajes formaba una sólida pandilla en la que cada uno aportaba su propia idiosincrasia y, entre todos, sumaban un todo que, para qué negarlo, nos daba una cierta envidia por lo bien que se lo pasaban en cada página. En muchos de ellos, la resolución de misterios y el correr aventuras peligrosas pero creíbles (hasta cierto punto) constituía el hilo conductor de cada volumen. No cabe duda de que también eran historias cortadas a patrón, con elementos comunes en cada libro de la serie, en los que destacaba siempre un lugar, una especie de refugio para los protagonistas, algo así como el santuario donde nada podía salir mal. Así, lugares como la Isla de Kirrin, el cobertizo de reuniones perteneciente a Peter y Janet, la isla “secreta” del Lago Salvaje o las torres que daban nombre al internado de verano eran, en realidad, un personaje más que participaba de forma no tan pasiva en las peripecias de estos grupos de chicos y chicas que aún no se atrevían a descubrir la pubertad y su constante cambio. En las aventuras de Los Cinco, Julián siempre tenía doce años, Dick y George/Georgina siempre tenía once y Ana estaba condenada a ser la eterna peque, con sus diez años, aunque más de una vez tendría que sacar a sus hermanos de algún apuro. Es muy curioso, visto ahora con cierta perspectiva, darse cuenta de que el gran mérito de Enid Blyton estaba en colocar las historias desde el punto de vista de los niños, presentando a los adultos como un cierto “estorbo” o, para ser justos, como un mal necesario, puesto que siempre van a estar allí en caso de auténticos apuros. Esto es patente una vez más en dos de esas colecciones, que en España, gracias a la Editorial Juventud, corrieron casi paralelas: los adultos-padres en la serie de los Siete Secretos sólo tienen nombre de pila, mientras que los adultos-extraños, que normalmente desempeñan un papel algo más determinante en medio de las tramas, sólo tienen un apellido tras un “señor” o “señora”. En Los Cinco es incluso más claro: sabemos que los padres de Georgina son Quentin y Fanny Kirrin, pero los padres de Julián, Dick y Ana ni siquiera tienen nombre y se les menciona, en sus escasas apariciones, como “Papá” y “Mamá”. De hecho, nunca sabremos el apellido de los tres hermanos.

Además de ser estupendas novelas de aventuras, los textos de Blyton eran, además, preciosos retratos de la sociedad inglesa del período de posguerra, en el que están ambientados. No obstante, y quizá precisamente por bajar la mirada de la autora a los ojos de sus niños, son historias que pueden perfectamente trasladarse a casi cualquier época posterior, lo que posiblemente constituye la razón de que hayan tenido un éxito casi intemporal, aunque si he de serles sincero desconozco cuál será su incidencia ahora, en la era de Internet y las comunicaciones móviles. Los niños de mi generación crecimos relamiéndonos ante las opíparas meriendas que se zampaban al otro lado del Canal (luego, los que pudimos atravesarlo, descubrimos que tan ricos manjares debieron de extinguirse con los dinosaurios, claro), preguntándonos qué diantres serían aquellos extraños “bollos de jengibre” por los que todos suspiraban, envidiando a aquellos chavales de nuestra edad que bebían cerveza, aunque fuese una incomprensible cerveza “amarga”, al parecer vedada a los adultos. Un libro que me encantaba particularmente era “Los cinco se ven en apuros”, en los que los primos recorrían ellos solos la campiña inglesa en sus bicicletas, con mochila y tienda de campaña incluidas (otro mito que, una vez compruebas que en Inglaterra llueve uno de cada dos… medios días, acaba decepcionándote por su imposibilidad). Y, sobre todo, admirábamos la madurez anticipada de unos chavales que con doce años parecían tener más control sobre la vida de lo que nosotros, aún ya metidos en la treintena, seguimos echando en falta. Yo creo que el gran éxito de estos libros, como posiblemente ocurra hoy con los de Harry Potter, residía en que nosotros éramos esos niños, desde la primera página hasta el letrero de “FIN”. Aunque, a diferencia del joven mago del siglo XXI, el que no hubiera elementos sobrenaturales de por medio les concede un valor muy superior, esa atemporalidad de la que les hablaba antes.

Ya en la década de los sesenta y setenta nos encontramos con la tercera colección, “Los Tres Investigadores”, a la que no quiero dejar sin dedicar unas líneas porque para mí supuso el siguiente paso tras la era “blytoniana”. Júpiter Jones, Pete Crenshaw y Bob Andrews fueron creados por Robert Arthur en 1964 y ubicados en un pequeño pueblo de California desde el que resolvían misterios de, digamos, más enjundia que sus predecesores en mis lecturas. Ya más mayores (no llegamos a averiguar su edad, pero suponemos que debe rondar los 14 años) e incluso con pequeños trabajos con los que ganar algún dinero, los tres amigos tienen montada una improbable pero envidiable agencia de investigación privada en un viejo remolque, arrumbado en el patio de la chatarrería perteneciente a los tíos de Júpiter y accesible mediante entradas secretas que ya las quisiera Ibáñez para Mortadelo y Filemón. Los libros del trío eran también relatos de aventuras, pero en los que el componente detectivesco, con todos sus aperos (pesquisas, pistas, deducciones, interrogatorios) se hacía protagonista indiscutible, sumándole luego pasajes de mucha acción, lo que recuerda mucho, por ello, a los planteamientos de las aventuras de Sherlock Holmes. Ocasionalmente, los tres investigadores abandonaban Rocky Beach, bien para toparse con un misterio imprevisto durante unas vacaciones, bien para resolver uno de éstos de manera expresa, puesto que ellos funcionaban como una agencia “auténtica”, con contratos, paga e incluso tarjetas de visita en las que destacaban tres interrogantes: ? ? ?, marca de la casa y, junto con el remolque-cuartel general, uno de esos protagonistas inanimados que les describía al principio de este artículo. Los adversarios tampoco eran moco de pavo, puesto que iban desde ladrones de joyas y raterillos de tres al cuarto, hasta falsificadores de altos vuelos e incluso conspiradores para acabar con un príncipe (en “El misterio de la araña de plata”). Para que los libros resultasen más atractivos, la editorial que los publicaba [1], la mítica Random House, pagó derechos para poder usar el nombre de Alfred Hitchcock, que aparecía como prologuista de los textos, además de protagonizar un pequeño epílogo en el cuál los tres investigadores iban a presentarle el informe de su último caso. El gordo Alfredo se añadió al título genérico de la serie, aunque jamás tomó parte en la escritura de las novelas [2]. Su muerte en 1980 obligó a los editores a buscar otro nombre para mantener la estructura de los libros a la que los lectores ya se habían acostumbrado, de modo que se inventaron a un detective retirado, Héctor Sebastián, reconvertido a escritor cinematográfico y de novelas de misterio tras un accidente y que, cómo no, acaba convirtiéndose en el mejor amigo del trío tras un primer y fortuito encontronazo.

Aunque Robert Arthur murió en 1969, con apenas una docena de libros de los tres investigadores publicados, otros autores (*M.V. Carey, William Arden*) retomaron su labor hasta completar poco más de cuarenta títulos que se extendieron hasta mediados de la década de los ochenta, tras los cuáles Random House intentó modernizar y hacer crecer a sus personajes para alcanzar a los nuevos jóvenes de la era de la electrónica [3]. Pero donde realmente se hizo popular esta serie no fue ni en su país de origen, Estados Unidos, ni en España, aunque se vendieron bastante. Fue en Alemania donde estos tres muchachos pegaron y pegan el pelotazo entre los lectores más jóvenes; tanto es así que la editora Kosmos se hizo con los derechos tanto de los personajes como de la marca que representaban, registrando el nombre por el que se les conocería en el país germano: Die Drei ??? y publicando nuevas novelas con historias originales hasta hoy día, con casi noventa títulos en el mercado incluyendo versiones en audiolibro, y siempre con enorme éxito entre los jóvenes.

Es difícil dar una sola razón por la que libros de tipo tan diverso tuvieron parecido éxito durante tantas décadas. ¿La verosimilitud, la identificación con los personajes, las aventuras improbables pero no imposibles, la mezcla de acción y costumbres diarias? Si es así, es posible que esa forma de leer esté en proceso de defunción, pues nada de eso aparece en la literatura juvenil que se vende hoy día. Las nuevas generaciones beben, sobre todo, de textos donde a unos personajes más o menos “normales” en su concepción (chavales con problemas, con granos, con conflictos) se les suman componentes mágicos e irreales, aventuras en lugares mitológicos, antes más propios de la fantasía animada y hoy tan reales como la imaginación y las computadoras lo permiten. Potter, Idhún, Narnia y Tolkien recuperados… quizás porque las nuevas tecnologías han empequeñecido el mundo como Julio Verne ya anticipó en boca de Phileas Fogg, y la Tierra puede recorrerse hoy no diez, sino cien veces más aprisa que hace medio siglo, es necesario enganchar a los chicos con ese punto que transforma una realidad que conocen en una fantasía a la que aspiran. En nuestro caso, esa fantasía se reflejaba en un paseo en bici por la campiña, una isla con su barco hundido o una calavera parlante en el baúl de un viejo mago, cosas todas ellas insuficientes en el universo de Internet y los móviles con emepetrés. Me permito adivinar (pues no he leído prácticamente nada de lo que hoy hace furor entre los diez-once-doceañeros) que el secreto que para nosotros estaba escondido en un bollo de jengibre se encuentra ahora oculto tras mundos imaginarios aún por descubrir, entretejido en escenarios multicolores donde las sorpresas tienen forma de palabras ininteligibles y movimientos de varita, donde el clásico fútbol (o béisbol, o críquet) precisa de una escoba voladora de diseño para que represente algo atractivo ante los futuros reyes de la cancha y donde el ingenio y la inteligencia requieren de una pantalla y un teclado para ser desplegados en toda su extensión.

_________________

[1] En España los publicó Editorial Molino.

[2] Como curiosidad, Robert Arthur escribió varios de los guiones de la serie de televisión “Alfred Hitchcock presenta…”

[3] Como se sale de los objetivos de este artículo, nos limitaremos a mencionar que la nueva serie se llamó “Crimebusters” y no se llegó a publicar, que sepamos, en España.

Manuel Haj-Saleh | 30 de junio de 2007

Comentarios

  1. Ana Lorenzo
    2007-06-30 12:25

    Me encanta el artículo. Yo le pasé a mi hija mayor, tras ver lo que le gustaron los de Harry Potter, los que tenía de Torres de Mallory y Santa Clara, por aquello de que también sucedían en un internado; quizá, aparte de la magia, les falte el humor que algunos personajes de Potter tienen (los gemelos hermanos de Ron, el elfo insoportable del colegio…). También le pasé los de Puck (de una autora danesa). Y es que los libros de entretenimiento que nos han enganchado a los diiez y once años no son pecado ni acaban trastornando los gustos lectores para mal. Nosotros los disfrutamos, y ellos disfrutan otros (mi hija leyó algunos y, bueno, prefiere los de ahora, caramba, los otros le parecen más cursis, y menos dinámicos: será que los nuevos escritores conocen bien la psicología de estas generaciones que crecen tan deprisa).
    Recuerdo perfectamente lo de la cerveza y los bollos de jengibre. Y en la serie Aventura, se pasaban la vida merendando gaseosa en botella de bolita y galletas con sardinas: yo, ni lista ni perezosa, conseguí una gaseosa con boca de bolita, cogí unas galletas maría y puse encima sardinas: estaba todo asqueroso. Concluí que en Inglaterra tenían que ser distintas. Lamentablemente, cuando llegué allí, como bien dices, eso era de la época de los dinosaurios ;-)

    Un beso

  2. Marcos
    2007-06-30 19:49

    Pues yo apenas me acuerdo de nada, por desgracia. Me lei unos cuantos de Los Cinco, pero casi nada del resto. Sí, yo no entiendo las diátribas contra Harry Potter. Sostengo que el caso es leer; para educar la lectura y habrá tiempo. Otro tema son las lecturas escolares, que no deben mezclarse con lo que tengan en casa.

    Saludos

  3. Oyros
    2007-06-30 20:37

    Me gusta el análisis. Todo se repite, pero antes se llamaba de otra forma.

    Debo pertenecer de esa otra generación de seguidores de Tolkien, Dragones y Mazmorras, Holmes y Terry Pratchett. Cuando empecé a leer, las novelas de las que hablas tenían un aspecto antiguo, novelas de las que había oído hablar a mis padres. No me sentí con las fuerzas necesarias para enfrentarme a sus gustos y busqué lo que me incitaba a leer, encontrándolo en el misterio y la fantasía.

    A Potter llegué más adelante y no me importa decir que leeré el último, por aquello de acabar lo empezado.

    Además, mientras me guste algo, no quiero que sea mi edad o ‘lo que debe ser’ quien me dicte si debo o hacerlo.

    PD: Escribí uno y desapareció. El segundo, también. Aquí dejo el tercero y me niego a crear un cuarto comentario.

  4. Elsinora
    2007-07-01 15:09

    Me ha gustado mucho el artículo por dos razones: coincide con mi experiencia salvo el orden, en mi caso fue Los cinco (+Torres de Malory), Puck, Los Hollister y después Los tres investigadores (se me quedó grabado lo de “el orondo Jones”, por Jupiter Jones, el listo del grupo; yo pronunciaba a la española, claro). De Enid Blyton me hacían mucha gracia lo de las “rizadas lechugas”, los arenques y los emparedados y el misterioso deporte llamado Lacrosse (ahora vivo en Londres; un día coincidí en el tren con una chica que probablemente jugaba al lacrosse). La verdad es que daba hambre y ganas de ponerse a nadar y descubrir misterios.
    La segunda razón es que el artículo está muy bien documentado y escrito.
    Te seguiré la pista…

  5. Manuel Haj-Saleh
    2007-07-01 23:32

    Supongo que intentar averiguar qué es lo que impulsa a los chicos de hoy a leer y, más aún, a pedir a sus padres que les compren libros, sería objeto de una larguísima tesis doctoral (esta idea la suelto libremente, que la agarre quien quiera, gratis :o) . Como dice Ana, seguramente encuentran falta de dinamismo en una época en la que la inmediatez de información es la protagonista, algo de lo que los críos se dan cuenta ya a tempranísimas edades. Pero, a pesar del comentario que hace sobre “los nuevos escritores”, no deberíamos pasar por alto que libros como los de las crónicas de Narnia fuero escrtitos hace ya sesenta años. Bien es verdad que el cine y la televisión se han portado mejor con estos textos o con los de Tolkien, o con los de Rowling (en el sentido de que han puesto más medios y espectacularidad) que con los de Los Cinco, que a la fecha creo que son los únicos que han tenido traslado a la pantalla (hay pendiente de estreno una peli alemana con Los Tres Investigadores, veremos). De los comentarios de Marcos y Oyros queda claro que los gustos tenían muchas más ramificaciones. Yo, que apenas paso de los treinta, tuve la suerte de aprender a leer tempranísimo, con lo que ya me enganchaba a esos libros con seis o siete años. Hará cosa de diez o así regalamos un par de volúmenes de “Los Cinco” a un primo nuestro, sin demasiada convicción en lo que hacíamos, pero al parecer le gustaron mucho. Luego llegó Potter y se lo comió todo :-)

    En cualquier caso me alegro de que os haya gustado el artículo, muchas gracias por los comentarios, muy significativos en su contenido.

    Saludos.

  6. J. Addams
    2007-07-02 20:56

    Encantada de leer esta vindicación de la llamada literatura juvenil, que ya sabemos que no goza de buena publicidad. Es curioso que los adultos entonces despotricaran contra esos libros que leíamos quitándole tiempo a los “libros serios”: qué latazo de gente.
    Y qué grandes las meriendas en las novelitas de Enid Blyton, las latas de lengua y melocotones, la cerveza famosa (que será ginger ale, según he deducido posteriormente). Sonaba maravillosamente exótico todo, tan inglés.
    saludos

  7. Anna
    2007-07-17 12:58

    peroperopero… ¿entonces no existen los bollos de jengibre?
    todofuementira…, hij


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