Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Carabus auratus

Me van a permitir que esta vez ceda la palabra a Jean-Henri Fabre (Aveyron, Francia, 1823-1915), que, por otra parte, la utiliza mucho mejor que yo. Fabre pertenece a un tipo de hombre de ciencia extinguido: famoso entomólogo en su época, escribió libros de cuentos, manuales de botánica, matemáticas o química, además de pintar y componer música. Sus crónicas entomológicas debieran figurar como textos de obligatoria lectura para cualquier escolar, bachiller y universitario porque, mucho más allá de mostrar la vida de los insectos, enseña a escribir y a pensar. Les dejo con el inicio de uno de sus capítulos del libro también extinguido Costumbres de los insectos. Nos vemos al final del texto.

"Mientras escribo las primeras líneas de este capítulo estoy pensando en los mataderos de Chicago, horribles fábricas de carne donde se despedazan al año 1.400.000 vacas y 1.750.000 cerdos, que entran vivos en la máquina y salen por el otro lado convertidos en cajas de conservas, mantecas, salchichas y jamones; y pienso en ello, porque el Carabus nos va a mostrar, en cuanto a matanza, celeridad semejante.

En una jaula provista de cristales y muy amplia tengo 25 Carabus auratus. Ahora están inmóviles, agazapados bajo una tablita que les he dado para abrigo. Con el vientre al fresco, en la arena, y el dorso al calor, contra la tablita, visitada por el sol, dormitan y digieren.La buena suerte me ofrece de pronto una procesión de la oruga del pino, que ha bajado del árbol buscando lugar favorable para enterrarse, preludio del capullo subterráneo. Excelente rebaño para el matadero de los Carabus.

Lo cojo y lo meto en la jaula. Al instante vuelve a formarse la procesión; las orugas, en número de 150, caminan en serie ondulada. Pasan cerca de la tablita una detrás de otra, como los cerdos de Chicago. Es el momento oportuno. Entonces suelto mis fieras; es decir, les quito la tablita.

Los durmientes despiertan al punto y se dan cuenta de la rica caza que desfila al lado de ellos. Acude uno, otros tres o cuatro le siguen; ponen la asamblea en movimiento; los enterrados emergen, y toda la cuadrilla de degolladores se precipita sobre el rebaño que pasa. El espectáculo es inolvidable. Mordiscos aquí y allá, delante, detrás, en medio de la procesión, en el dorso, en el vientre, en todas partes, al azar. Las pieles hirsutas se desgarran, el contenido se derrama a chorros de entrañas verdosas por el alimento-las hojas aciculares de pino­, las orugas se agitan convulsivamente, luchan con la grupa, abierta y cerrada bruscamente; se agarran fuertemente con las patas, escupen y muerden. Las indemnes cavan desesperadamente para refugiarse bajo tierra. Ni una sola lo consigue. Apenas se han hundido medio cuerpo, acude el Carabus, las saca y les abre el vientre.

Si esta matanza no se ejecutase entre gente muda, tendríamos aquí los espantosos mugidos de las degollaciones de Chicago. El oído de la imaginación es el único que puede oír los aullado- res lamentos de las destripadas. Ese oído lo tengo yo, y el remordimiento se apodera de mí por haber provocado tales miserias.

Y luego, así del montón de las muertas como del de las moribundas, todos tiran y desgarran, y se llevan pedazos para deglutirlos en sitio aparte, lejos de los curiosos. Después de este bocado, cortan apresuradamente otro de la pieza, y luego otro, y otros, mientras quedan víctimas destripadas. En pocos minutos la procesión ha quedado convertida en salchichería de jirones palpitantes. Las orugas eran 150; los matadores son 25; 10 que hace seis víctimas por Carabus. Si el insecto no tuviera más quehaceres que matar indefinidamente, como los obreros de las fábricas de carne, y la cuadrilla fuese de 100 destripadores, número muy modesto con relación al de los manipuladores de jamones enrollados, el total de víctimas en una jornada de diez horas sería de 36.000. Ningún taller de Chicago ha obtenido jamás semejante rendimiento.

La celeridad en la matanza es más admirable aún si se consideran las dificultades del ataque. El Carabus no tiene la rueda giratoria que coge al cerdo de una pata, lo levanta y lo presenta al cuchillo del matarife; no tiene el pavimento movible que pone el testuz de la vaca bajo el mazo del matador, sino que tiene que echarse encima del enemigo, dominarlo y librarse de sus arpones y de sus garfios. Además, se lo come conforme va destripándolo. ¡Cuál sería la matanza, si el insecto no hiciese más que matar!

¿Qué nos enseñan los matadores de Chicago y las comilonas del Carabus? Esto: el hombre de alta moralidad es, por ahora, excepción bastante rara. Bajo la epidermis del civilizado se encuentra casi siempre el antepasado, el salvaje contemporáneo del oso de las cavernas. La verdadera humanidad no existe todavía; se va formando poco a poco, trabajada por el fermento de los siglos y las lecciones de la conciencia; progresa con lentitud desesperante."

¿Se imaginan un artículo de Nature en el que su autor, después de versar sobre el papel de las mitocondrias en la transmisión genética del instinto materno de las ranas, hiciese una reflexión comparativa con la naturaleza de la mujer? No, no se lo imaginan. Ni tampoco imaginan a ningún científico poner tanta pasión en lo que describe. Ni tanto ardor, ni tal dominio del lenguaje. La jerga científica se ha desemantizado en busca de la efectividad comunicativa, lo cual indica que lo que tienen que comunicar es muy pobre de contenidos. Fabre pertenece aún a quienes, como el propio Fisiólogo o Andrés de Laguna, ven un insecto o una planta sin la distancia de los microscopios: de ser a ser.

¿Qué nos enseñan los matadores de Chicago y las comilonas del Carabus?


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