Revista poética Almacén
Colaboraciones

Shakespeare y Simenon

Francisco Taracido


Leí hace poco una obra de Shakespeare que no había leído y que me parece que no es de las más famosas: “El Rey Ricardo II” (“Ricardo III es mucho más conocida, entre otras cosas por la película que de ella hizo Sir Laurence Olivier). Me gustó, la leí con agrado y me hizo pensar. Pero sobre todo me hizo reflexionar sobre algo que hace tiempo que me preocupa, que incluso me causa una rara sensación de inseguridad y horror.

Explicaré primero el argumento a grandes rasgos, para el que no la haya leído.

Enrique de Hereford, llamado Bolingbroke, duque de Hereford, acusa ante Ricardo II a Tomás Monbray, duque de Norfolk, de que éste participa en un peligroso complot contra el Rey. Su alegato es de una sinceridad que lo hace veraz, pero no aporta otra prueba de la culpabilidad de Norfolk que su magnífica oratoria. Por su parte, el duque de Norfolk, con la misma aparente sinceridad y enorme apasionamiento, se defiende, haciendo que el lector crea igualmente en sus sinceras palabras que, por otra parte, tampoco aportan prueba alguna de su inocencia.

Shakespeare no se define. No nos explica nada ni se inclina por uno o por otro. Quizá pudiera entenderse como una toma de posición el resto del argumento, pero yo creo que no porque es sólo historia, más o menos adaptada a las intenciones del dramaturgo. El caso es que el rey destierra a ambos. Bolingbroke acaba volviendo con fuerzas adictas y se insurrecciona; matan al Rey y Enrique de Hereford acaba siendo coronado como Enrique IV.

Tanto Enrique como Tomás parecen totalmente convencidos de lo que dicen, uno acusando y el otro defendiendo, acusando éste al defenderse y viceversa. Y Shakespeare nos deja, cruelmente, con la duda. ¿Por qué? Porque, quizá, está convencido de que ambos están convencidos de lo que decían y de lo que hacían, es decir ambos creían tener la razón y eran sinceros en sus planteamientos y razonamientos.

Todo esto es algo que, como dije al principio, me preocupa mucho, a todos los niveles.

En las malas relaciones de pareja, es claro que cada uno está “casi” seguro de que la culpa (así, la culpa gorda, no en los detalles, en los que, más o menos, admite un 50% de responsabilidad cada uno) es del otro. Los defectos de él o ella son tan claros para cada uno que se piensa que tiene que conocerlos y actúa así a pesar de ello; es decir, que actúa mal a sabiendas. Pero el “casi” se convierte a menudo en lo contrario; y después de leer el Ricardo II mucho más. Seguramente cada uno actúa convencido de que tiene la razón y de que es su pareja la que tiene el 95% de la culpa. Se comprende que al decir esto no me refiero a que alguno de ellos tengan culpa de no quererse ya, sinó por tratarse como se tratan, intentando siempre lastimarse, sin tener en cuenta que la mayor parte de las veces no están solos, sin tener en cuenta el daño que se hacen y que hacen al que los ve y los oye. Pero, ¿y si ambos están convencidos de “su” razón? ¿Cuál de ellos la tiene?. ¿Por qué no ella? ¿Por qué no él? ¿Es distinto a Enrique de Hereford, a Tomás Monbray? ¿Es distinto a ella? Y esto se puede extender a las relaciones familiares e interpersonales. Es decir, me angustia la idea de que puedo estar obrando rematadamente mal con el convencimientode que estoy haciéndolo bien. Y esto es terrible. Las consecuencias de esto ..., ¿no son, quizá, lo mal que van ,en general, las personas consigo mismas (mal humor, descontento con el propio ser, angustias, depresiones, suicidios), las familias (riñas, peleas, rechazo de hijos a padres, malos tratos, separaciones, divorcios, problemas de herencias, crímenes pasionales) y la sociedad (falta de solidaridad, egoísmo, materialismo, lucha de clases, atracos, asesinatos indiscriminados, terrorismo, guerras ...)?

Parece lógico que si todos supiésemos distinguir perfectamente el Bien del Mal (con todo lo relativo de estos conceptos, pero que no hay duda de que tienen una definición abstracta bastante clara si las despojamos de valores morales y las dejamos descarnadas en respeto o no a la libertad de los demás, en solidaridad o no con nuestros semejantes, en no querer o querer para los demás lo que queremos o no queremos para nosotros, etc.) no sólo con relación a los demás sinó a nosotros, cada persona sabría cuando es buena, mala o regular. Y actuar mal convencido uno mismo de que es así estoy seguro de que muy pocas personas lo hacen. El “malísimo”, el “demoníaco”, es un ser excepcional, mucho más -creo yo- que el buenísimo, que el seráfico; el “malo” sin embargo, no; es una persona corriente que no cree ser malo, que está convencido de que el malo es el “otro”. O por lo menos está convencido de que no le queda otro remedio que actuar así.

Me viene ahora a la memoria con relación a esto último una novelita de Simenon, magistral, titulada “Los fantasmas del sombrerero”. El tal sombrerero es una persona aparentemente normal, apreciado por todos los habitantes de su pequeña ciudad. Lleva una vida ejemplar tanto en su profesión como familiarmente con su mujer. Lo que la gente no sabe es que su mujer -según él piensa- toda su vida lo avasalló, toda su vida lo humilló y lo trajo a mal traer. Cuando ella -ya mayores ambos- se queda paralítica, su “dictadura” se hace insoportable, llamando a su marido por cualquier tontería, para molestarlo por molestarlo, para no dejarlo tranquilo, para hacerle la vida imposible, para vengarse de su salud. Poco a poco se va fraguando en “el bueno del sombrerero” la idea de asesinarla para salvarse de aquella humillante sumisión, de aquella obsesionante esclavitud. Y así lo hace, premeditada y tranquilamente, y la entierra en el sótano de la casa. Está convencido de que era la única manera de actuar. A todo el mundo le dirá que su mujer sigue enferma, imposibilitada de salir ... Pero entonces surge el problema con las cinco o seis amigas de colegio que todavía continúan visitándola una vez al año, y se convence igualmente de que es necesario eliminarlas, de que no tiene otro camino. No las odia, no quiere matarlas, pero no tiene otro remedio. Lo hace porque “es necesario”. Y una a una las va matando y mandando anónimos a la prensa para convencer a la opinión pública de que no es malo, de que no “quiere” pero “tiene” que hacerlo, que llegará un momento en que ya no mate a nadie más porque ya no será necesario. Y entretanto sigue haciendo su vida normal, va al café a la hora de siempre, vuelve a su casa a la hora justa a cuidar a su mujer. Incluso en sus íntimos pensamientos se desvelan detalles de bondad y solidaridad. El desenlace -y su esquizofrenia- no vienen a cuento. Viene sólo su “necesidad” de actuar como actúa, su convencimiento de que no quiere hacer lo que hace pero lo tiene que hacer y, por tanto, que no es malo; y sus “fantasmas”, esos fantasmas que, si no en el grado del sombrerero de Simenon, en mayor o menor grado los tenemos casi todos.

¿Y qué es la obra de Jean Paul Sartre “Dios y Diablo” más que una serie de reflexiones despiadadas sobre la relatividad del Bien y del Mal? ¿Y tantas obras más?

Las conclusiones, para mí, son terroríficas. Son la duda, la duda inmensa sobre lo que uno es, sobre la legitimidad de lo que hace, de lo que piensa, de lo que juzga; la duda inevitable y alucinante sobre la justificación que todos necesitamos para vivir medio en paz con nosotros mismos.

La trascendencia no me va, pero me gusta. Lo siento.


________________________________________
Comentarios