Revista poética Almacén
Colaboraciones

De las pensiones, coñas y sexo en el franquismo

Meirande


Lo que voy a contar refleja, o quiere reflejar, facetas de una época cercana pero que la mayoría de vosotros no conoció, facetas de la juventud de los años cuarenta (me refiero a la juventud masculina exclusivamente, entonces totalmente diferenciada - ¿para bien o para mal?; yo pienso que para mal - de la femenina) pero, a lo peor o a lo igual, también de la juventud de hoy.

Estudiaba yo en Madrid. Un Madrid distinto al de hoy tanto por su edad cuanto por la mía. Un Madrid todavía bastante vivible, con menos coches, con menos inquietantes sirenas invadiendo el aire - también el aire se puede invadir, como casi todo -, con un cielo más azul, con menos libertad individual y mucha menos libertad colectiva, con menos inseguridad ciudadana. Sin “movida”. Distinto, sí.

Me alojaba en una pensión enorme ubicada en el tercer piso de un viejo caserón de una vieja y céntrica calle, estrecha, llena de balcones, con sabor, la calle del Desengaño ( ¡ fatídico nombrecito que aunque entonces no logró con nosotros lo que su nombre indica no digo yo que no haya sido profética para muchos ! ). Estaba regida por dos hermanas solteronas dignas de una novela de Dickens. La mayor -tendría unos 70 años -, muy delgada y bastante arrugada, mantenía sin embargo un empaque que dejaba adivinar que había sido atractiva, quizá muy atractiva; muy inteligente, tenía una asombrosa facilidad de palabra y una evidente personalidad autoritaria. La menor - poco menor - también muy delgada pero mucho más baja, parecía algo atrasada, pero estoy convencido de que ello era debido solamente a que la mayor la tenía “comido el coco”, como se dice ahora; huelga decir que ésta hacía los trabajos menos cualificados, aunque dejando para criadas malpagadas los trabajos más penosos ... Y huelga decir también que la mayor era la que dirigía y la que cocinaba - hacía lo primero bastante mejor que lo segundo.

Exceptuando las habitaciones que daban a fachada - pocas - todas las demás daban a los característicos y menguados patios interiores. Una pensión barata en la que malcomíamos y malcenábamos (y no digamos nada del triste y desahuciado desayuno) ocupada casi enteramente por estudiantes de pocos “posibles”, algún viajante de productos invendibles, algún dependiente de lúgubre y anticuado comercio, algún ayudante de sastre de tres al cuarto, y poco más. Las horas de comer y cenar servían no tanto para esos menesteres como para reunirnos a casi todos e ir decantando nuestras preferencias; pero también para ir formando una especie de espíritu de equipo en la adversidad (en este caso, sobre todo, la comida), que nos servía para divertirnos contando y escuchando sucesos, chistes, chismes, cuentos y anécdotas.

Como ya dije, comíamos muy mal. Bautizamos la pensión con el nombre de “El palacio de la mortadela”, pues este desangelado embutido formaba parte importante de casi todos los menús, siendo a veces el segundo plato - después de una sopa juliana -una raja solitaria y bastante fina del entremés citado. Se puede comprender que hubiésemos pasado verdadera hambre -en una edad en la que comíamos como lobos- si de nuestras casas provincianas no nos mandasen paquetes semanales con sabrosos y nutritivos manjares : jamón serrano, chorizo, lomo, quesos diversos, membrillo, leche condensada, mantequilla, cake, fruta, pan de peso ... Bien es verdad que dichos paquetes duraban escasamente la tarde del día que los recibíamos, pues esa tarde nos reuníamos (se nos unía siempre un íntimo amigo que no vivía en la pensión y uno o dos de los que sí vivían) y dábamos cuenta de casi todo haciendo bocadillos -no es broma- de tantos pisos como alimentos distintos teníamos: sobre un gran trozo de pan bien untado de mantequilla colocábamos jamón, queso, chorizo, membrillo, leche condensada al baño maría, lomo y... cubriéndolo todo con otro gran trozo de pan igualmente untado de mantequilla. Y esos momentos de charla distendida y alegre y de comida copiosa y sabrosa nos lo agradecía nuestro espíritu y, sobre todo, nuestro decaído estómago, haciéndolos inolvidables. Hay que decir que teníamos muy organizado el envío de tan importantes paquetes, de forma que nuestros respectivos padres nos los mandaban para que uno lo recibiese el lunes, otro el miércoles y otro el viernes o sábado. ¡Con qué ansiedad esperábamos esos días la aparición del recadero!

En aquella pensión probé yo dos cosas que no había probado hasta entonces: la sangrecilla y el gato. La primera, sangre de vaca., coagulada claro está, la preparaban partida en trocitos y guisada, como el hígado encebollado. Puedo asegurar -pues era uno de los platos más frecuentes, después de la mortadela-que es algo asqueroso, hasta el punto de que los días que nos la ponían apenas la probábamos, a pesar de que no andábamos muy sobrados de alimentos (lo curioso es que procurábamos que la patrona no se diese cuenta llevando en pequeños envoltorios aquella repugnante comida para tirarla por el wáter; tal era el “respeto” que le teníamos). Otra cosa distinta es el gato, porque lo cierto es que nos gustó a todos. Claro está que la patrona no nos lo presentó como tal gato sino como liebre. Y como liebre empezamos a comerla tranquilamente y con gusto. Pero cuando íbamos por la mitad aproximadamente, un compañero levanta del plato pinchado en su tenedor un hermoso y largo rabo de unos 10-12 centímetros de longitud, ligeramente curvado, y nos dice: “¡Mirad!”. Yo al principio no entendí, pero enseguida aclararon que el rabo de las liebres es muy pequeño ( 4-5 centímetros como mucho ) y que por tanto aquello no era liebre. Y si no era liebre... Nos dio una especie de ataque de risa o de histeria y a grandes voces empezamos a decir ¡Miau! ¡Miau!. Atraída por el griterío acudió la patrona, que con gesto serio -adusto- nos preguntó qué pasaba. Lo sabía de sobra, pero no nos atrevimos a decírselo, y con risas solapadas pero ya tranquilos continuamos saboreando la sabrosa “liebre”. Estoy seguro de que en otras ocasiones ya lo habíamos tomado sin darnos cuenta por no sufrir la cocinera el despiste del rabo.

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A propósito de despiste, el compañero que dormía en la alcoba de nuestra habitación era despistadísimo. Todas las anécdotas que se cuentan sobre despistados se cumplían con él : desde la vez que, jugando al dominó, concentradísimo en la jugada, miró para la taza de café y al verla vacía se limpió los labios con una servilleta de papel cuando resulta que el café se lo había bebido un amigo para ver si picaba, hasta la tramoya que le armamos durante casi un mes para convencerlo de que uno de los de la pensión con el que congeniaba bastante era maricón (no lo era; además entonces serlo no sólo estaba tipificado como delito sino que era lo peor que se podía no ya ser sino llamarle a un hombre); bien es verdad que éste supo fingirlo de maravilla, aunque a la broma contribuimos todos.

El presunto maricón empezó a sentarse al lado de mi compañero en alguna comida y cena y, como quién no quiere la cosa, se le arrimaba, le tocaba el brazo o la mano para explicarle algo o, como distraídamente, apoyaba la mano en su rodilla; como era tan despistado todas estas cosas no le llamaban la atención, a pesar de que antes no eran corrientes. Entonces los demás empezamos a decirle si no se daba cuenta de que aquel muchacho actuaba de forma rara con él, que tuviese cuidado pues se decía que tenía desviaciones, bueno se decía que era maricón. Aunque seguía diciendo que él no le notaba nada raro, lo cierto es que empezó a mosquearse y, ya más atento a los acercamientos del otro, un día nos dijo que tenía la mosca debajo del cuello (en vez de detrás de la oreja, con gran regocijo por parte de quiénes lo oímos), y cuando aquel se sentaba a su lado o se le acercaba lo miraba con gran recelo. Día a día el chico se insinuaba más y él lo rechazaba tímidamente, sin atreverse a insultarle todavía. Nosotros observábamos y nos moríamos de risa, lo que no teníamos que disimular demasiado debido a su gran despiste. Lo picábamos, le decíamos que en qué iba a acabar aquello, hasta que se convenció totalmente de que era efectivamente maricón e iba por él. Y el día en que, en plena mesa, en plena malcomida, sin poder aguantar más le dijo : “Bueno, apártate ya, maricón de mierda”, el comedor entero estalló en carcajadas. El despistado no entendía por qué nos reíamos así, y hubo que explicárselo ....

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Había otro chico que compartía la habitación -habitación de dos nada más- con un tipo coñón, no muy recomendable como persona, poco fiable aunque con aspecto de no romper un plato. También eran gallegos. El chico era inteligente, trabajador, estudioso, creyente..., pero tenía 22 años y sus necesidades sexuales eran las normales. Entonces no era fácil satisfacerlas y estoy seguro de que él no había ido con ninguna mujer; por el contrario su compañero de habitación era un hombre algo mayor y más corrido en estos menesteres.

Un buen día -una buena noche, o una mala noche, según se mire- el buen muchacho se decidió a ir a una casa de putas. Le costó mucho trabajo tal decisión, no sólo porque supongo que no sería ése su ideal de iniciarse en el amor sino porque para él aquello era un pecado; pero la fuerza del deseo pudo sobre todas las demás consideraciones. Y allá se fue, con la desafortunada idea de decírselo a su compañero de habitación.

Vio éste una ocasión que ni pintada para gastarle una pesada broma, una jugarreta de mal gusto y bastante burda, pero que -supongo que debido a la inocencia y novated del otro- resultó perfecta. Así que urdió un meditado plan que consistió en lo siguiente: cogió de debajo de la almohada el pantalón del pijama y en aquella parte que cubre las otras partes, e interiormente, vertió un poco de leche condensada, se pinchó un dedo (nada de tomate o cualquier colorante) y derramó un poco de sangre sobre la leche, haciendo un revoltijo espeso y sanguinolento; volvió a poner el pantalón en su sitio y se acostó a esperar acontecimientos.

Antes nos lo dijo a nosotros tres, sus paisanos más amigos. En principio nos pareció tal cabronada que tratamos de disuadirlo, pero después nos picó la curiosidad, el morbo y la mala leche que más o menos todos tenemos, y nos hicimos cómplices, esperando en nuestra habitación, oído avizor, la llegada del pecador.

Llegó sobre las dos de la madrugada, no encendió la luz para no despertar al compañero (¡mal sabía que el compañero estaba fingiéndose el dormido, quieto como un muerto!), se desnudó, se puso el pijama y se acostó. Pasaron unos minutos ( nosotros ya estábamos a la puerta, expectantes ) sin que ocurriese nada pero poco después, en algún movimiento, aquél líquido espeso le mojó el pene y al notar aquello encendió la luz, se destapó, se bajó el pantalón y al ver sangre y restos de lo que él creía semen ( supongo que muy influido por el arrepentimiento de lo que consideraba una mala acción ) se asustó muchísimo y empezó a gritar, casi sollozando : “¡La muy puta! ¡La muy cabrona! ¡Qué purgaciones! ¡Zorra, más que zorra!”

El coñón saltó de la cama a la vez que nosotros entramos en la habitación, todos con tal ataque de risa que el sentido común volvió al pobre muchacho y dándose cuenta de la broma fue a nosotros a quiénes llamó cabrones e hijos de puta.

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Y voy ahora con lo que quería contar desde el principio, pero me fui liando con otros recuerdos, sino tan pintorescos al menos bastante chocantes.

Estábamos los tres en la habitación. Entra un compañero de otra habitación y nos dice -¡muy en secreto!- que en el piso de abajo -el segundo, en el que había otra pensión- se hospedan chicas nórdicas (rubias y buenísimas, por supuesto) del ballet sobre hielo que actuaba en un local de la capital; y que desde dos de las ventanas del pasillo que dan a uno de los patios se ve a una de ellas desnudarse cuando vuelve de actuar, sobre la una de la madrugada; que no se lo digamos a nadie para que no se organice jaleo, cosa que prometemos -después de cerciorarnos debidamente de que no se trataba de una tomadura de pelo, cosa por otra parte muy corriente entre estudiantes- para ser los afortunados mortales que podamos disfrutar de tan suculento y lujuriante -no puede ser menos, estas nórdicas vienen a España a lo que vienen, atraídas por nuestra fama de machos ibéricos- espectáculo.

Quedamos citados para esa noche. Un poco antes de la hora fijada, nerviosos -¡á qué negarlo!- nos dirigimos con cautela a las ventanas del pasillo, esperando ser los primeros o, a lo sumo, encontrar allí al compañero que nos había hecho la confidencia. ¡Sí, sí! Nuestra sorpresa fue enorme cuando vemos que los pensionistas en pleno (podía faltar alguno, pero lo dudo) ocupaban ya el pasillo, y no digamos nada de las ventanas -eran dos o tres, no recuerdo bien- en las que se agolpaban sin dejar no ya un hueco, ni un resquicio. ¡Un secreto a voces! Nuestro informante no sabía como disculparse ni se explicaba qué había pasado, cómo la noticia se había expandido como un gas en el aire. Pero nuestro sentido del humor funcionó y nos reímos a carcajadas, si bien los imperiosos ¡chist! y los apagados pero categóricos ¡silencio! nos obligaron a seguir riéndonos pero hacia dentro (hay que reconocer que había dos peligros: que la nórdica al entrar en su habitación oyese el ruido y tomase las lógicas precauciones, o que se enterase nuestras patrona y entonces todo se vendría abajo).

A pesar de todo no nos fuimos. Nuestra curiosidad -¿malsana?- triunfó y pasamos a formar parte de aquel rebullir silencioso y expectante, cuchicheante, tenso, coñón pero menos.

Dio la una. La luz de abajo seguía apagada. La una y cuarto, la una y media. Nada. Los comentarios -a soto voce desde luego- sobre lo que veríamos eran para todos los gustos, pero todos ellos por lo menos picantes cuando no pornográficos. Eso sí, mucho cachondeo, pero nadie se movía ni cedía un centímetro en su conseguida posición... Nuestra paciencia no se agotaba. Resistíamos como un solo hombre, prietas las filas. Dos menos cuarto; nada. Las especulaciones sobre el destino de la bella nórdica (que sobre su exótica y sensual belleza no había discusiones) iban tomando derroteros pesimistas. Seguro que se fue a acostar con alguien, la muy ... A lo peor tuvo un accidente. Puede que esté enferma y se haya acostado temprano. Las dos, y todo igual. El desánimo empezaba a cundir, y el aburrimiento -agotadas ya las frases ingeniosas, los chistes, la imaginación daba paso al sueño, al bostezo incontrolado. Y el sentido del ridículo comenzaba en algunos a vencer a la curiosidad morbosa y al deseo reprimido.

De pronto -claro- se enciende la luz de la habitación objeto de nuestras esperanzas y tribulaciones. La sorpresa fue superada enseguida por la emoción, y el esfuerzo por encontrar un huequecillo desde el que poder ver mejor hace que las voces y los ruidos alcancen niveles peligrosos, capaces de ser oídos por la sensual -estábamos seguros- rubia. ¡Silencio! Y la rubia -porque en efecto era rubia- aparece, púdicamente vestida; es guapa y tiene buen tipo, y responde, al menos físicamente, a nuestras esperanzas e ilusiones. La emoción alcanza cotas elevadas; los cuchicheos y los movimientos en busca de mejores y más cómodas posiciones -como avezados estrategas -son constantes. La nórdica da unas vueltas por la habitación, abre un armario -suponemos- y desaparece de nuestra vista. ¡Decepción! Sólo momentánea, porque pensamos que enseguida volverá a aparecer ya desnuda o en paños menores o, mejor todavía, vestida aún para desnudarse ante nuestros lúbricos ojos. Y esperamos y deseamos -con toda la carga de deseo contenido y agazapado que llevamos dentro- que una vez desnuda se ponga a contemplarse delante del espejo del armario e incluso -por qué no si estas nórdicas dicen que son muy ardientes, apasionadas y desinhibidas- empiece a acariciar su maravilloso cuerpo lascivamente.

Pero nada de esto ocurre, todavía. La espera se hace larguísima. ¿Se habrá ido, dejando la luz encendida? Es poco probable. Entonces volverá. Yo no sé lo que pasó por todos los cerebros allí reunidos pero estoy seguro de que hubo pensamientos para todos los gustos.

Reaparece. ¡Oh, nueva decepción! Lleva puesto un camisón de lo más púdico, sin escote y casi hasta los pies y, desde luego, de una tela que nada tiene de ligera ni transparente. El pelo recogido en una malla. Las mangas hasta las muñecas. Desilusión enorme, sí, a qué negarlo, pero esperanzas de que no esté todo perdido, de que todavía pueda hacernos una sabrosa exhibición.

Se dirige hacia un lado, suponemos que hacia donde está la cama pues se ve su final. Desaparece, aparece, vuelve a desaparecer y a aparecer. El silencio en nuestras filas -más prietas todavía- es ahora total, la tensión y la emoción máximas.

Desaparece de nuevo. Pasan los minutos, eternos. Laten los corazones acelerados pero nadie diría que hay allí reunidos decenas de muchachos ávidos de mujer pues si hubiese moscas se oiría perfectamente su vuelo.

Y de pronto reaparece con un orinal en la mano, lo pone en el suelo y, pudiquísimamente, sin que se vislumbre ni un ápice de su magnífica anatomía, se sienta sobre él y se pone a hacer pis.

¿Que qué pasó? ¿Verdad que te lo imaginas, avispado lector? Pues claro. El alboroto fue mayúsculo; caímos unos sobre otros a carcajadas, liberando en segundos la tensión acumulada tanto tiempo, y la conciencia, en informe montón. Ella, ¡cómo no!, nos oyó, y rápidamente se levantó y apagó la luz. Pero nosotros ya no nos ocupábamos de ella. Nuestra vergüenza y nuestro sentido del ridículo explotó en risas estruendosas y se diluyó en nuestros esfuerzos por levantarnos y recuperar una posición normal. Y... para qué te voy a contar más, cansado lector. Sólo te diré que en el casi apocalíptico guirigay, a un pensionista se le rompieron las gafas y un cristalito se le incrustó en el ojo; se improvisó en la habitación más próxima una camilla y un médico que estaba haciendo la especialidad de oftalmología y que formaba parte también de los “mirones” -no miento, de verdad- efectuó allí mismo la delicada operación de extraerle el cristalito incrustado, con total éxito.

Por fortuna -e incomprensiblemente- nuestra patrona no se enteró.

¿Y la nórdica? Es fácil de comprender que ni nosotros volvimos a esperar en aquellas ventanas del pasillo su llegada ni ella volvería a hacer sus necesidades tan ingenua y despreocupadamente. Pero yo muchas veces he pensado que su versión de los hechos -la de la nórdica, si tenía un mínimo sentido del humor- habrá hecho reír -y alucinar, ¿ó quizá no tanto?- a sus fríos y serios compatriotas.


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