Revista poética Almacén
Colaboraciones

A un descendiente

Meirande


Desconocido descendiente:

Te preguntarás por qué se me ocurre escribirte a tí, precisamente a tí, a quien no conoceré. A tí, que no sé si serás mi tataranieto-a o mas tatarás...; o que, a lo mejor, eres simplemente mi biznieto-a. (Cuando yo estudié gramática elemental, el género masculino hacía a la vez de neutro, es decir si escribía nieto en general servía para designar nieto o nieta; pero ahora no debe de ser así, pues a las mujeres les parece muy mal esta regla - que por cierto no sé si fue cambiada por la Academia de la Lengua -, y por eso empleo el tan incómodo o-a). La técnica avanza hoy a tal velocidad (¿ por qué no lo hará, a la vez, el sentido común ?) que es imposible predecir si mi biznieta-o ya no conocerá los trenes de estos tiempos -más o menos evolucionados- o si será mi tataranieto-a al que estos trenes le parezcan fósiles, historia muy pasada. Porque ya a mis hijos-as cuando les digo que para ir de La Coruña a Madrid tardaba veinte, veinticuatro o más horas, “alucinan” (por decirlo con su irremediable expresión). Y cuando les describo alguno de aquellos viajes en los que podía pasar cualquier cosa, entonces creo que piensan que su padre es un exagerado o, quizá, que aquellos hechos ocurridos hace tiempo aumentan y se expanden ellos mismos con el encanto y la magia del recuerdo.

Y tú, ¿qué pensarás de mí? No lo sé ni -¡ qué quieres que te diga !- me importa mucho. O sí me importa, ni yo mismo lo sé. Porque la verdadera razón de esta carta no es otra (y acabo de darme cuenta ahora mismo, al ir escribiendo, que muchas veces hacemos las cosas sin saber por qué cuando en realidad todo tiene su “por qué”) que la de endilgarte un relato que escribí, no hace muchos años, durante mi primer viaje en el tren llamado Talgo, que a mí me gustaba (el relato, bueno, y el tren) y que me parece que puede ser interesante, y que sin embargo no encuentro contemporáneo al que endosárselo para que lo lea -¡ ya no digamos para que lo publiquen !- y me dé su sincera (¡ o no tan sincera !) opinión. Ya he renunciado a esto -lo de publicar- pero,¿qué quieres?, no renuncio a la posteridad, y tú eres la posteridad. Y como perteneces a la familia, pero menos, como ya no esperas nada de mí, podrás leerlo con un poco de curiosidad y con absoluta imparcialidad, y pensar después lo que quieras de mí; y este simple hecho de pensar en mí, tu antepasado, colmará mis aspiraciones de posteridad. Ya ves que me conformo con poco.

Te contaré a grandes rasgos el más singular de mis múltiples viajes a Madrid, hace unos cincuenta años, en el “exprés” (había el “exprés” y el “correo”, y el primero era mucho más rápido que el segundo; bueno, también había el “shanghai” que de La Coruña a Barcelona, con ese acertadísimo apodo popular, no te puedes ni imaginar lo que tardaba). Ocupábamos un departamento de 2ª clase (había 1ª, 2ª y 3ª clase, aparte de los coches-cama, que eran para nosotros un sueño tan deseado como inalcanzable) siete estudiantes más o menos amigos y una chica que trabajaba en Madrid de corista en un café-cantante o en una sala de fiestas, no sé, no muy fina ni de trato ni de carnes, abundosa de piernas y de pechuga. Iba a decir que ya te puedes imaginar la que se armó, pero lo más probable es que ya no existan este tipo de chicas (y yo no digo que te pierdas mucho, aunque tampoco digo lo contrario) y por tanto no te puedas imaginar nada, eso suponiendo que la imaginación siga formando parte de vuestro mundo previsor y programado.

Al principio la chica se hizo la estrecha, pero no le sirvió de mucho entre aquella caterva de muchachotes lanzados y, a poco, sucumbió a nuestras bromas, a nuestro cachondeo (bueno, al de algunos de mis compañeros de viaje porque yo, la verdad, a qué engañarte, no me daba mucha maña para esta clase de ligues , y mi timidez era poco propicia para desmadrar a la muchacha), y al cabo de unas horas de traqueteo -me refiero al del tren- aquel departamento se convirtió en una especie de sala de fiestas de vía estrecha (mira por donde, hablando de trenes, el símil viene a cuento). Mientras unos tarareábamos y otros palmeaban, ella nos interpretó todo su repertorio, que no era ni muy variado ni muy selecto, acompañada por un estudiante que, con mucha gracia, taconeaba y la seguía como si de su pareja artística -por decir algo- se tratase. Como el viaje duró cerca de veinticuatro horas, hubo tiempo para todo. Contamos chistes verdes, anécdotas picantes, merendamos, cenamos, desayunamos y comimos, repartiendo lo que llevaba cada cuál y comprando algo en alguna de las desesperantes esperas en las estaciones; y hasta la hicimos (y lo cierto, y sin querer vilipendiarla -¡nada más lejos de mi intención!- es que no se hizo rogar demasiado) enseñarnos sus bragas, pues habíamos hecho apuestas para ver quién acertaba su color, entrevistas a menudo en los avatares de los bailes. Apenas dormimos pues la excitación y la juerga (dejando a un lado las nada cómodas condiciones en que íbamos alojados, que esa es otra historia) nos lo impedían. A todo esto, las dos o tres veces que apareció el revisor por el departamento nos amenazó con hacernos bajar del tren en la primera estación, pues nuestro jolgorio, según él, impedía dormir a casi todo el vagón (tengo que insistir aquí en el optimismo del revisor por cuanto aún sin jaleo -¡ y a fe que si lo había !- no era nada fácil conciliar el sueño en asientos tan estrechos y nada blandos por cierto); no le hicimos ni caso y no pudo hacer nada. Yo no te digo que sea un ejemplo a seguir, pero la juventud es así, ¿ó tampoco es así en tu tiempo?.

Tú no conocerás ya estos trenes, ni siquiera los de hoy, que tardan en el mismo trayecto algo menos de siete horas. Tú seguramente ni viajarás. Todo lo harás, todo lo verás, en la pantalla de tu ordenador personal sin más que pulsar una tecla o simplemente hablándole como si fuera una persona. No necesitarás ir a Madrid a estudiar la carrera escogida porque todo lo aprenderás sentado tranquilamente en tu casa. Los raros viajes que emprendas -llevado quizá de un desmedido gusto por la aventura, y que así sea- serán en cápsulas espaciales en las que no verás los paisajes al natural sino en el monitor en circuito cerrado que llevará la cápsula, y llegarás a tu destino en un quítame allá esas pajas. Tu destino puede ser una ciudad al otro lado del planeta (para tí, los antípodas serán como para nosotros los vecinos del sexto, en el peor de los casos), otro planeta de nuestro sistema solar o, quizá, de otra galaxia. Pero no creo que nunca puedas describirlo con la fruición con que yo te describiré un simple viaje en Talgo ni, desde luego, podrás esperar y disfrutar aventuras tan extraordinarias y suculentas -me refiero al propio viaje- como la que someramente te narré.

Tus viajes tendrán todo perfectamente programado y nunca gozarás de un inesperado retraso de varias horas (a lo sumo explotará la cápsula de improviso, sin dar explicaciones que, eso sí, averiguarán después pormenorizadamente analizando con detenimiento vuestra caja negra -¡ y tan negra !); nunca tendrás que ir a comer a la cantina de una estación perdida en la inmensidad de Castilla (que, por cierto, para tí ya no tendrá nada de inmensidad, ni de Castilla, ¡ tú te lo pierdes !) o a tomar un bocadillo (bocatas les llaman mis hijos) de chorizo con una gaseosa; y tampoco podrás ligar nunca con una chavala del pueblo en el que el tren está detenido y que va a la Estación -así, con mayúscula- a ver caras nuevas y, ¿por qué no?, a ligar si puede; y que en las dos, tres o más horas que te dejaba el dichoso retraso para pasear arriba y abajo el andén da tiempo para todo, hasta para lo más inaudito. No, tú saldrás a la hora en punto -con décimas de segundo incluidas- y llegarás en el minuto y segundo programados, sin opción para lo inesperado, lo insólito, lo absurdo.

Porque eso es lo que podían ser en mi juventud los viajes en tren: inesperados, insólitos, absurdos, con todo el encanto de estos tres adjetivos. Ya, ya, ya sé que no todo era encantador, ni mucho menos. Ya sé que nos desesperábamos muchas veces, que llegábamos tarde a nuestros exámenes si no éramos previsores y salíamos un día antes por si las moscas, que perdíamos -perdían- de hacer determinado negocio sin poder reclamar a nadie, que dejábamos plantada a aquella chica con la que nos habíamos citado precipitadamente; que echábamos pestes de aquellos trenes lentos, sucios, neveras en invierno y hornos en verano. Ya, ya sé que pensarás (¿tú, o tu inteligente ordenador?) que el recuerdo de la juventud rodea todo de una especial atmósfera en la que se rememora lo agradable y se olvida, o se guarda bajo siete llaves en un rincón de la memoria, lo desagradable; y tienes razón en pensarlo, y espero y deseo que cuando tú vivas siga siendo así, porque sino en esta vida no tendríamos para consolarnos, para ir tirando, ni siquiera el recuerdo. Y entonces, ¿qué?. No quiero relatarte con detalle lo que me contaba mi padre de sus viajes en coches de caballos, con cambio de tiro cada treinta kilómetros o así, y refuerzo en las cuestas empinadas (eran auténticas diligencias como las que vimos en las películas del Oeste americano, pero sin bandidos, rifles ni galopadas frenéticas); y no quiero porque estoy seguro de que pensarías que tu ascendiente estaba loco, y lo pasarías mal con la posibilidad de heredar esa locura (escribo y escribo y no me doy cuenta de que cuando tú vivas es probable -seguro- que los genes hayan sido vencidos y su manipulación sea cosa corriente y frecuente; con lo que, si quisieras, mis genes te tendrían sin cuidado -y no te lo reprocho, porque no te pierdes mucho, acaso mi nariz chata y mi interesante calva)..

Aquellos trenes de la época en que estaba estudiando en Madrid solían llevar una hilera interminable de vagones que eran arrastrados por máquinas de vapor de enorme potencia , hermosos y gigantescos dragones que arrojaban humo y fuego por todos lados, y que tenían nombres sonoros y definitivos como la poderosa “Santa Fe”. Todo trepidaba a su paso y en varias decenas de metros a su alrededor, como si la tierra protestase y se doliese. Las estaciones -las grandes estaciones- eran un tanto irreales, siempre envueltas en humo más o menos espeso y en vapor más o menos tenue. Todo esto podrá parecerle a mis nietos agua pasada; pero para tí el último grito actual (o el penúltimo, que acaso ya no esté muy al día), el “Eurotrén Monoviga” será historia olvidada de la que solo te enterarás extrayéndola de un Banco de Datos.

La literatura se ocupó con frecuencia de este tema. Supongo que ya no tendréis libros (¡ qué dolor !) pero de alguna manera (pasando siempre por vuestro sofisticado ordenador personal) podréis leer -o quizá ver, no sé- lo que escribieron vuestros antepasados. Por si te interesase profundizar en el tema te citaré sólo entre los poetas al menospreciado y olvidado -ya ahora- Campoamor, que escribió un extenso poema titulado “El tren expreso” (no te rías, pero en dos de sus versos decía, completamente en serio,

“andar tantos kilómetros por hora

causa al alma el mareo del vacío”

y ya te imaginarás que a finales del siglo XIX su velocidad no pasaría de 50-60 km/h); y al genial Antonio Machado, que dedicó al tren varios de sus poemas : “En tren”

(“Luego, el tren, al caminar

siempre nos hace soñar;

y casi, casi olvidamos

el jamelgo que montamos.”)

y “Otro viaje”,

(“Trás la turbia ventanilla

pasa la devanadera

del campo de primavera.

La luz en el techo brilla

de mi vagón de tercera.”).

Y hay grandes novelas en las que el tren juega papel importante, pero te recomiendo una pequeña, triste y encantadora de Simenon (un escritor francés contemporáneo mío, famoso por sus novelas policíacas del inspector Maigret -.inefable y entrañable inspector Maigret- pero magnífico autor también de otro tipo de novelas) titulada precisamente “El tren”, en la que éste es el auténtico e insustituible protagonista.

Y paso ahora -después de este, quizá, prolijo prólogo- a transcribirte el relato de que te hablé al principio. Dice así :

“Ante mi pantalla particular -ventanilla- pasan las tierras, verdes o rojas, fértiles o áridas; pasan los árboles, en bosque o solitarios -o en fila los cipreses, altos hieráticos, de los cementerios-; pasan los hombres y las mujeres, de tarde en tarde. Pasan las vacas (rubias -marelas- o arlequinadas), pasan las inquietas ovejas, los toros negros paciendo o tumbados, pero inmóviles como en un cuadro, y alguna acémila tirando paciente de un carro o girando incansablemente alrededor de un pozo. Pasan también, pasando eternamente, los regatos y los ríos. Pasan los postes que llevan la energía a algunos sitios, pero no a todos. Y pasan las nubes, negras o blancas, grises, después rosas, después rojizas, más tarde fuego. Y pasan, raudos, los coches. Y los apeaderos pasan y alguna estación detiene la imagen de fondo para mover los personajes con bultos y maletas. El cielo, arriba, en el horizonte, parece siempre el mismo, pero no lo es; también él pasa del azul celeste al gris, y al casi blanco y al casi negro. Y pasa con lentitud algún pueblo o ciudad, sus casas, sus antenas, sus camionetas, sus deshechos de plástico, sus bicicletas, sus humos blanquecinos o negruzcos, sus infelices habitantes ...

Pasan de nuevo los campos extensos y las plantaciones geométricas, y los miles de frutales de perfil que simulan fantasmales ejércitos; y pasan los montículos y las lejanas montañas; y las fincas pequeñas, amontonadas, como vergonzantes retales en rebajas, y las grandes, inmensas, con sus cierres perfectos de kilómetros, que no se pueden andar ni menos correr, insultantes, amenazadoras, repletas de esos carteles “Coto privado de caza” (¿ también serán de ellos las nubes y los aviones que las sobrevuelan, y el aire ?)

Y pasan los pájaros (golondrinas, gorriones, palomas, alondras. jilgueros, lavanderas y, quizá, allá arriba, un águila) y se levantan en bandada, asustados (¿ de qué, si dentro del tren somos inofensivos ?), los cuervos.

Y pasa un tractor que parece un animal antediluviano tirado en el campo como si estuviese muerto. Y pasan los caminos que no deben de llevar a parte alguna. Y un tren se cruza como un estampido, como varios estampidos de luz y sonido, que se nos viene encima pero que no nos toca. Y pasa a mi lado, sin cristal por medio (algo así como por el revés de la pantalla) el revisor, un revisor mas amable en este Talgo que en otros trenes más modestos (¡ faltaría más !). Y pasan unos puentes por debajo de nosotros y otros por encima, y nos metemos sin remedio en esos tubos negros, abracadabrantes, que son los túneles. Y roza mi hombro pegado al pasillo un señor mayor, una señora magnífica ya, un ejecutivo aún.

Y pasan las cosas más insólitas, desde un cementerio de coches -la civilización tira sus cadáveres en medio del campo, sin pudor alguno- hasta una fuente cristalina y que se adivina cantarina, desde el sol espléndido a la lluvia y a la nieve como si tal cosa. Desde el semáforo verde o amarillo o rojo a un luminoso grande en el que se lee NAVALGRANDE -así, con uve- en el interior de Castilla; desde las casuchas humildes que casi no se dejan ver porque son pequeñas y están adaptadas al entorno, como camufladas, a los chalets detonantes como disparo a bocajarro; desde la espadaña escueta., pobre pero honrada, de una iglesia de pueblo, a las cúpulas solemnes de un monasterio,

Pasan las cercas de piedras pequeñas en equilibrio increíble, y las de “pastas” de granito, y las de alambres de púas y postes de hormigón, y las horribles -grises- de bloques de cemento. Pasan las viñas altas ahora, después bajas, pegadas a la tierra, menos mágicas. Y pasan los colosales silos (¿ qué imaginaría D. Quijote ante estos desaforados y desafortunados monstruos ?) rompiendo la escala humana.

Pasa la torre en ruinas de un castillo castellano y pasa el castillo enorme, como nuevo, como acabado de levantar con su historia y todo. Pasan las vías paralelas, tercas en su infinitud, que siempre acaban, antes o después -¿será su muerte?- absorbidas por nuestro tren. Y pasa -¿ ó queda ?- el paso a nivel cerrado, con su cola (cometa variopinto y terrestre) de coches, carros, furgonetas, algún camión, alguna bicicleta y, es posible -ya no alcanzo a verlo- que alguna repelente excavadora.

Y pasa Arévalo, que abre la espita de mis recuerdos, por la que se van a chorro casi todos mis mitos, mis vivificadores mitos. Y me invade una tristeza - anunciada, esperada, deseada, temida?- que ya no me abandonará en todo el viaje.

Y pasa durante bastante tiempo, o mas bien espacio, una carretera estrecha, muy estrecha, fantástica, sorteando abismos y despeñaderos, como la huella de unos esquís en la nieve, que debe de ascender hasta un palacio encantado, sino no se explica.

Pasa durante kilómetros la “cola” de una presa con su tragicómica estela de árboles surgiendo del agua, árboles ya secos a pesar de su permanente inmersión, como muertos haciendo aspavientos con sus brazos esqueléticos levantados, suplicantes.

Y vuelven a pasar las tierras cultivadas, recién aradas, y los eriales, los valles umbríos y las llanuras pedregosas, los poderosos acantilados y las mesetas que semejan senos cortados, rebanados poco más abajo del pezón.

Pasa todo. Lo único que parece no pasar es el tiempo, porque querríamos llegar ya. Pero si el tiempo existe, pasa también inexorable. Y por eso pasa igualmente nuestra vida, inexorable, hacia el fin. Pero no, nada pasa, ni siquiera yo (al fin y al cabo soy como la mosca que permanece volando en el espacio del departamento recorriendo, eso sí, kilómetros y kilómetros). Porque es el tren el que pasa por todo, mágicamente, llevándome, llevándonos.”

Y aquí acaba lo que mis hijos tildarían de “rollo”. Ya puedes, si has aguantado hasta el final, echar pestes de tu antepasado, aquel ser casi primitivo que gozaba escribiendo, sintiendo e intentando transmitir a los demás cosas como éstas. Pero pienso que aquellos trenes, aquellas estaciones, aquellos pasos a nivel sin guarda, aquellos retrasos, la Santa Fe y el Talgo, todo aquello, te hará también a tí pensar en tus ascendientes -sin los que, por cierto, tú no hubieses existido, ¿ te das cuenta de nuestra importancia ?- y en sus “cosas”; y que algo sacarás de provecho, aunque sólo sea que podíamos vivir sin ordenadores (reconozco que a mí también se me hace cuesta arriba pensar que mis ascendientes podían vivir sin automóviles -¡ qué felicidad !- y sin cuartos de baño -¡ qué guarrada !) y a lo mejor incluso ser más felices -no, me equivoqué, quise decir menos infelices- que tú.

Un abrazo póstumo de tu desconocido ascendiente.


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