Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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El viaje

La experiencia del regreso enfrenta al viajero a la estela que dejó al partir, y en esa observación termina por reconocerse a sí mismo. Las huellas delatan su paso allá por donde va. Pero sólo él es capaz de reconocerlas. Y es que el viajero es esencialmente anónimo, pues en su conciencia sabe que el efímero transcurrir de los días dejará a los demás apenas un rumor de su existencia, para esfumarse luego en un suspiro. Nada ni nadie advertirá que un día estuvo sentado en el banco de esa plaza tan bella. Sólo él sabrá de la existencia de esa plaza con él sentado en el banco. La fotografía de ese instante será fantasmal, pues en su recuerdo se irán borrando los contornos. Pero eso al viajero no le intimida. Antes bien le motiva a seguir viajando, a seguir llenando su retina de plazas nuevas, a sentarse en nuevos bancos, a pasear por avenidas desconocidas.

Desconocidos. Esa es la condición que exigirá siempre el viajero a cuantos lugares acuda, ya sean éstos exteriores o interiores, pues el viajero lo es también hacia el interior de sí mismo. Por eso el regreso es una experiencia fantasmal, pues la estela que dejó al pasar no es sino pura memoria, simple recuerdo elaborado por neuronas caprichosas. La actitud del viajero es abierta, y no podría ser de otro modo, pues desconoce lo que le espera al doblar la esquina. El interrogante deja de ser para él una espada de damocles a punto de caer sobre su cabeza y se convierte en puerta, en un lugar de paso, en una forma de estar en el mundo, pues incluso sentado en el sillón de su casa o en la cocina el viajero no deja de ser viajero, ya sea leyendo un libro o cocinando un plato.

La seducción del nómada frente al anquilosamiento y la atrofia del sedentario. He ahí el meollo de la cuestión. Por eso difiere tanto la actitud que adopta el viajero de la que adopta el turista. Porque éste no sale de su casa aunque se encuentre a mil kilómetros de distancia: sus pesadillas, sus costumbres, sus estereotipos no variarán aunque se dirija a las antípodas, aunque cubra su viaje de un aura de aventura trepidante, pues el turista sabe que a su regreso la seguridad del hogar le espera. Y es que a menudo confundimos salir fuera con salir de nosotros mismos, y cuando llegamos a nuestro destino comprobamos que seguimos siendo nosotros mismos –¡faltaría más!–, y que no hemos logrado salir de nuestro interior como pretendíamos: esa es la frustración del turista, que sale eufórico y vuelve hundido. El viajero, por el contrario, no intenta salir de sí mismo: antes bien se ofrece su propia imaginación como lugar de viaje, se revuelve como un ovillo y se deja llevar por el oleaje, y dando vueltas como una noria, acaba por romper los engranajes que le atan a su estructura y da así rienda suelta a su cabina: sale volando hacia ninguna parte, pues es en el volar mismo donde se identifica.

Puestos a buscar, la literatura de viajes nos da un ejemplo paradigmático de viajero que nunca salió de su casa: Julio Verne le facilitaba a su imaginación las suficientes dosis de aventura, y no necesitó dar muchas vueltas alrededor del mundo para escribir acerca de la posibilidad de dar una en ochenta días. Así el viajero, a menudo, decide dar una vuelta por su barrio y, tras doblar una esquina, nos engaña al hacer como si volviera a su casa.


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