Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Un silencio en la tormenta

Nada más llegar al espigón nos saludó una ola encrespada, y apunto estuvo de choparnos con ese afán tan íntimo que ponen a veces las olas en mojar a todo el que se ponga por delante. Anduvimos hacia la punta del rompeolas con cuidado, mirando hacia el lado norte, porque era de allí de donde venían las embestidas del mar, y no pudimos o no quisimos detenernos hasta llegar a nuestra meta. Nuestros chubasqueros estaban ciertamente mojados cuando nos sentamos, más tarde, sobre las rocas de un pequeño acantilado, pero ni nos dimos cuenta de ello, absortos como estábamos en la contemplación del temporal. Desde la orilla alguien parecía hacernos señales de aviso, moviendo los brazos y haciendo aspavientos, como si nos advirtiera de algún peligro. Pero ese aviso no fue más que una breve concesión a nuestras espaldas, porque inmediatamente, y ambos a la vez, volvimos a encararnos al mar, a ese mar embravecido que nos tenía como hipnotizados en sus vaivenes, en sus oscuras oscilaciones, en sus simas y en sus crestas exageradas, como si todo fuera excesivo.

La tormenta iba en aumento, y los relámpagos alumbraban por instantes la tez oscura de la tarde. El mar era gris, marrón incluso. Entre nuestras manos se resbalaba un fino hilo de agua salada, y al pasarlas por la comisura de nuestros labios, nos dejaban como un diminuto sabor a sal que nos embriagaba y encendía nuestro anhelo aún más si cabe. Todo parecía dispuesto para la satisfacción de nuestros deseos. Todo el mundo era nuestro mundo. Todas las cosas estaban ahí sin otro afán que el de cumplir rigurosamente con el destino que les habíamos marcado. ¡Éramos los dueños del paisaje!

El éxtasis se debe parecer a todo esto, pensábamos mientras nos dejábamos llevar, ahora ya sin cuidado de mojarnos, por la respiración profunda y cadenciosa de las olas. Acabamos respirando a su ritmo, y la satisfacción invadía todos nuestros miembros, todas nuestras caras eran una sola cara en ese instante tan fugaz como eterno en el que decidimos lanzarnos cogidos de la mano al vacío inconmensurable de las olas, guiados por el azaroso volar de una gaviota que pasaba por allí. Nada hay que se parezca a esto, afirmamos mientras penetrábamos en el aire enrarecido de la tormenta. Nada puede ser tan fascinante, tan íntimo como el acto de volar sin alas, sabiendo que llega el fin que no es sino el principio de todo, el silencio que pausado alcanza aquellos lugares donde nada ni nadie es capaz de llegar. Abrazados al aire nos encogimos de dicha, y notamos al instante un breve chasquido que nos dejó como aturdidos, para ser al siguiente instante nube y ala, luna y ola. Un silencio total que nos liberó por fin de las palabras vanas.


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