Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Como pez en el agua

Identidades asesinas, o cómo domesticar a la pantera. ¿Por qué a la pantera? Porque mata si se le persigue, mata si se le da rienda suelta, pero lo peor es dejarla escapar en la naturaleza después de haberla herido. Pero también a la pantera porque, precisamente, se la puede domesticar.
Del libro “Identidades asesinas" de Amin Maalouf (Ed. Alianza LB)

Asumimos la placidez de nuestros días como el pez, que desconoce otro medio que no sea el agua en la que nada. Vivimos inmersos en una tupida red de espejismos que nos atenazan los juicios, y presos del azar, creemos sobrevivir a nuestro antojo, como si en nuestras acciones se debatiera el libre albedrío con el determinismo más áspero. ¿Cómo inventarnos, si no es creyéndonos dueños de nuestro destino?

Los pitagóricos afirmaban –cito a Aristóteles– que “resulta armonioso el sonido de las estrellas en su movimiento circular”. Consideraban que el rozamiento de los astros generaba un ruido constante y de fondo, y llegaron a afirmar que los hombres, cual forjadores habituados al ruido de la fragua, no atinan a distinguir ese sonido armonioso de las estrellas, que nos resulta así imperceptible.

Movemos los hilos de la identidad al igual que antaño manejaban las lanzas los guerreros: las proyectamos a una distancia adecuada para evitar que el enemigo se aproxime demasiado, y defendemos así nuestro territorio y nuestras formas de vida del invasor. Es indudable que todo ser humano es fruto de multitud de factores que convergen en formarlo y en dotarlo de una concreta forma de ver el mundo. Esa convergencia de factores resulta complejísima, y en ella no debe descartarse el azar. Basta con pensar en el momento mismo de la concepción para darse cuenta de las infinitas posibilidades que se abrían antes de que las células responsables del evento se decantasen por conformarme a mí tal como soy, y no a otro individuo con distinto sexo, con otra piel, con otro cabello, con otro color de ojos, con otra nariz, etcétera.

Pues crecemos y aprendemos a hablar de una determinada manera, paseamos por unas calles o por unos campos y no por otros, adaptamos nuestras miradas a un paisaje, a una luz, jugamos al balón o a la rayuela, a tirar piedras o al escondite, comemos productos cocinados de una forma determinada y no de otra, compramos en esas tiendas que conocemos porque son parte de nuestra ciudad, de nuestro entorno, y vemos la televisión, escuchamos la radio o leemos libros, acudimos a salas de cine para ver películas, estudiamos o trabajamos en locales específicos destinados a ello, vestimos esta ropa y no otra, y solemos trazar idénticos recorridos cada mañana. La identidad se forja a fuerza de costumbres y de hábitos, y en esa intrincada red de actos que nos configuran, cobra fuerza cada vez más la sensación de que el grupo al que pertenecemos está dotado igualmente de identidad, tiene una vida propia, e incluso es susceptible de ser definido como un ente capaz de poseer caracteres propios, como si fuera un ser vivo, y como si le otorgáramos similares características que a éste. Y así, comenzamos a preguntarnos por los elementos que configuran esa particular esencia del ente grupal al que pertenecemos. El individuo cede su esfera vital a favor de un pretendido bien colectivo. Se siente parte de un engranaje, y sabe que la máquina funciona gracias a su aportación, aunque desconoce qué es esa máquina, ni puede tampoco identificarla, pues es algo intangible. Si se le inquiere por ella, contesta que es un sentimiento, un afán, algo así como una pasión innata que mueve sus resortes más íntimos. La patria se transforma poco a poco en su ideal de vida, y morir por ella es poco menos que su destino natural, pues su vida sólo cobra sentido formando parte de esa vida más amplia que lo engloba.

El proceso de transformación del individuo es sorprendente. Ese sentimiento de pertenencia a un grupo atrofia su espíritu crítico, tamiza la realidad y la discrimina en función de su adaptación a ese destino natural al que se siente ligado. Y a partir de él, considera a los otros en función de una mal disimulada complicidad: si eres de los nuestros, pasa; si no, quédate fuera. El ruido en el que se fragua su identidad le impide escuchar el sonido de otros pasos, de otras vidas, de otros mundos que también son de este mundo. Los lazos que unen a los individuos entre sí y con el grupo hacen las veces de frontera, también intangible, para los que no pertenecen a él. Nada sucedería si esa frontera fuera permeable, pero es de sentido común pensar que las fronteras están pensadas como paraguas, como protección frente al peligro de los agentes externos. Y traspasar la línea se antoja, cada vez más, una quimera.

Conformar una mirada del mundo que me rodea es también entrar a formar parte de un grupo, más o menos numeroso, que me abre las puertas de la realidad. No lo niego. Pero una vez abiertas las puertas a esa realidad, ¿qué hacemos? ¿Nos dedicamos a cuidar las puertas, o salimos a conocer la realidad? ¿Hacemos acaso como el que se queda mirando al dedo que señala, en lugar de dirigir la mirada hacia aquel lugar que está más allá del dedo, más allá de la puerta? Como peces nadando en el agua de nuestra identidad, damos vueltas alrededor de nosotros mismos, y de tanta vuelta que damos reclamando ser reconocidos, no concebimos la posibilidad de que otros peces hayan logrado salir al aire libre y vivir en otras condiciones distintas a las nuestras.

Y es que el mestizaje, amigos, es la última tabla de salvación que nos queda.


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