Revista poética Almacén
Colaboraciones

A propósito de Nietzsche: verdad y mentira en sentido extramoral

Ximo Ferrando


"En algún apartado rincón del universo, desperdigado en innumerables sistemas solares centelleantes, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más mentiroso de la «historia universal»: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Después de respirar la naturaleza unas pocas veces, el astro se entumeció y los animales astutos tuvieron que perecer. –Alguien podría inventar una fábula como ésta y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lamentable, cuán sombrío y caduco, cuán inútil y arbitrario es el aspecto que tiene el intelecto humano dentro de la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió; cuando de nuevo se haya acabado, no habrá sucedido nada. Pues no hay para ese intelecto ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano y solamente su poseedor y progenitor lo toma tan patéticamente como si en él se moviesen los goznes del mundo."

Nietzsche, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral», en Antología, Barcelona, Península, 1988, pág. 41. Traducción de Joan B. Llinares.

Comienza con una fábula, como dándonos a entender que su exposición es ella misma un engaño, y que las palabras que usa podrían muy bien no ser usadas, y el mundo seguir igual. Nos muestra la ironía del escéptico: el conocimiento, ese invento en el que se enzarzaron unos animales astutos, pudo ser soberbio, sí, pero al final esa soberbia sólo dura un minuto, y con ese minuto se extinguen soberbia, intelecto e individuo, dejando que el universo continúe gravitando en paz sobre ninguna parte.

La realidad es inasible para el ser humano a través del conocimiento, y todo intento que urda para alcanzar la verdad está condenado al fracaso. Para Nietzsche, la realidad fluye como el río de Heráclito, y ese fluir constante la hace insoportable a la razón, que necesita de cimientos sólidos sobre los que asentarse. Es por ello que la razón elabora el concepto, a partir de la metáfora inicial, con el objetivo de comprender no sólo el mundo, sino también su propia existencia en ese mundo. El mecanismo de defensa actúa desde ese preciso instante cubriendo con un velo el entendimiento: nada existe sino a través de los cauces de la razón, pues el conocimiento de las cosas es la única fuente de verdad para el hombre.

Y esa es la trampa en la que cae el ser humano: si al principio sólo disponemos de sensaciones irrepetibles y únicas, si somos uno más entre los objetos innombrados y únicos del universo –y somos, por ello, también innombrables–, que fluyen al ritmo del constante devenir, imparables en su incesante movimiento, terminamos produciendo en nuestro intelecto imágenes deformadas de las cosas, mediante la igualación de objetos esencialmente desiguales. Extraemos algo así como propiedades o cualidades parecidas para configurar los conceptos: ahí sucumbe el ser y nace el conocer. A partir de esa transformación tan "inteligente" y tan "astuta", el hombre se crea una "telaraña" de conceptos en la que es capaz de autoinmolarse en beneficio de la seguridad de su existencia: ¿fue el temor? ¿fue el vértigo ante el constante ir y venir de un mundo enloquecido? Jamás lo sabremos, pues sólo sabemos lo que el conocimiento nos permite saber. Estamos abocados al nihilismo total para Nietzsche, pues tampoco podemos escapar a las garras del intelecto. ¿Y por qué no podemos?

Para contestar a esa pregunta entra necesariamente en acción el lenguaje. Somos porque nos decimos y porque decimos las cosas, –e incluso porque no las decimos también somos: el callar no es sino ausencia de lenguaje. El lenguaje nos abre la puerta de una habitación cerrada a cal y canto e inhóspita, pero a cambio de darle la llave: de ella no saldremos jamás. El hombre ha elevado a norma el producto de su intelecto: las leyes del lenguaje, nos advierte Nietzsche, son las primeras –y únicas, añadiría yo– leyes de la verdad admitidas por el hombre engañado. Sólos en el mundo, nuestra existencia es cruel y sanguinaria, por lo que necesitamos un tratado de paz: el lenguaje es el instrumento, la palabra es el cauce por el que se logra ese tratado. Mediante las designaciones de las cosas, convenimos una verdad admisible, y en ella nos congratulamos: su uso inveterado por los pueblos transforma esas designaciones, esas palabras, en cánones, en normas consuetudinarias. Ya tenemos verdad y mentira en sentido extramoral: todo aquello que se aparte del cauce de la verdad convenida, obtenida a raíz de la firma del tratado de no agresión, será condenado a la ignominia.

¡Pero qué grandísimo engaño! ¡Y qué obra arquitectónica tan colosal! Nietzsche admirará al hombre por esa gran capacidad constructiva, con tanta intensidad como lo detestará por su soberbia y por su embaucadora artimaña. Somos hombres porque somos seres pensantes, y somos seres pensantes porque poseemos lenguaje, y es ese lenguaje el que nos hace conocer la verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos: en el pozo de la ciencia toda verdad es recuperable para el hombre racional, pues nada escapa a su intelecto. Ahí se envalentona el hombre de letras, el filósofo, el científico, el sabio: construyendo un andamio sobre el que erigir, paso a paso y concepto a concepto, verdades cada vez más lustrosas y esenciales, leyes de la naturaleza cada vez más objetivas e inatacables, axiomas y dogmas indestructibles, caminos que nos lleven hacia el progreso de la razón por la razón misma. ¿Pero no es acaso un engaño, un antropomorfismo burdo y descarado, someter la naturaleza a las leyes que nuestra razón le dicta, como si nuestra razón se erigiera en directora de una orquesta en la que, antes que llevar la batuta, no es realmente sino uno más de los instrumentistas? ¿Pero existe realmente una orquesta a la que dirigir? ¿No estamos con ello diciendo metáfora tras metáfora, construyendo orquestas donde no hay músicos, simulando conocer algo que ni siquiera existe en la realidad: conceptos, abstracciones, castillos en el aire embaucador del intelecto?

La salvación del hombre tampoco está en la mudez, pues entonces dejaría de ser hombre: no tiene salvación, sencillamente. Abocado a la desdicha, el conocedor de esa imposibilidad esencial no puede optar sino por la recuperación del estado preconceptual del intelecto. Acude así en busca de la metáfora y el tropo como única salida a su desesperada existencia: el arte y el sueño son sus báculos, sus irreductibles auxilios, pues en ellos encuentra apoyo necesario para promover la ruptura, el desgarro del concepto, la abolición del pensamiento abstracto y mentiroso. Sólo en el arte el hombre recupera su primera visión, y lejos de esconderse en la habitación del intelecto, –aun no pudiendo salir de la habitación, pues el lenguaje disolvió en ácido la llave y soldó la cerradura (¡metáforas sobre metáforas!)– abre por lo menos los postigos y las ventanas, y deja que la luz entre por ellas y regenere los rincones apolillados de nuestro ser.

Apolo frente a Dionisio, razón frente a intuición, equilibrio frente a variabilidad, concierto frente a desconcierto; el artista y el soñador por lo menos se sumergen en el río de la vida y se colocan a la altura necesaria para no sobresalir, y situado junto a los otros seres no se preocupan tanto por conocer como por ser, y en la dicha o el sufrimiento –¿pero existen entonces la dicha y el sufrimiento para ellos?– son hasta la extenuación, son con plenitud, son en la plétora de su propio ser. Nietzsche nos empuja a vivir, en definitiva, porque intuye –¿sabe?– que en la vida está la única alternativa liberadora del entramado conceptual del intelecto.

En el arte y en el sueño se rompe el andamio conceptual del filósofo y del científico, y esa estructura arquitectónica tan compleja se acaba usando como un juguete, al igual que el niño usa los objetos cotidianos, pues lejos de su uso normal, les descubre nuevas y sorprendentes facetas: curiosas perspectivas que el uso cotidiano oculta, esconde, atrofia; en realidad, la creatividad del poeta y del artista no es sino un esfuerzo de reutilización del mismo material que usa el hombre racional para mantener en equilibrio sus conceptos; con gran habilidad, sabe mover el hilo justo, la tuerca precisa, para que el andamio se desmorone y caiga hecho trizas. Y entonces, ¿qué nos queda?: multitud de escombros, pero también multitud de perspectivas, campos inmensos sin labrar, espacios donde las tormentas no nos dejen indiferentes, poesía en estado natural, en definitiva.

Pero el lenguaje nos hace dar vueltas alrededor de un mismo punto, como si arrastráramos penitentes una rueda de molino. Pues en esta reflexión que acabo de exponer, mis palabras no son sino metáforas de lo mismo, formas de decir que se superponen a lo que Nietzsche quiso decir, y que se quedarán en lo que son, en palabras. Ya nos dijo J.L. Borges que apenas hay tres o cuatro argumentos de ficción, y que sólo se trata de construir maneras diferentes de contarlos. Mi atrevimiento rectifica a Borges: sólo conozco un argumento, y en ese argumento nos consumimos diciéndonos a nosotros mismos constantemente; encerrados en esas cuatro paredes nos repetimos y repetimos y repetimos hasta el hartazgo.

Concluyo citando de nuevo –¿no es toda cita una redundancia?: nos citamos a todas horas, pues sólo en la tradición subsistimos–, esta vez a G. Colli, cuando en su libro “El nacimiento de la filosofía” (Ed. Tusquets, Col. “Cuadernos ínfimos”, Barcelona 1994), dice a propósito de Heráclito algo que ratifica Nietzsche al rechazar que los conceptos –esas palabras-metáforas transformadas por la razón– puedan ser vehículos apropiados para el conocimiento de la verdad, cuando condena el hecho de transformar la aprehensión sensible sensorial en algo estable, existente fuera de nosotros [...] Heráclito no cree que el devenir sea más real que el ser; cree simplemente que «cualquier opinión es una enfermedad», o sea, que cualquier elaboración de las impresiones sensoriales en un mundo de objetos permanentes es ilusorio. Ya que dice por ejemplo: No es posible entrar dos veces en el mismo río. No existe un río fuera de nosotros, sino sólo una fugaz sensación en nosotros, a la que nosotros damos el nombre de río, de un mismo río, cuando se presenta ante nosotros varias veces una sensación semejante a la primera: pero, en todas las ocasiones, la única cosa concreta que existe es una sensación instantánea, a la que no corresponde nada objetivo. Sobre todo, tales sensaciones no documentan nada permanente, aunque sean semejantes: si queremos designar cada una de ellas con el nombre de río, podemos hacerlo, pero en todos los casos se tratará de un río nuevo.


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Comentarios

HOLAAAAAAA!!!!!!!!!!!!

DISCULPA...PERO ME PODRÍAS EXPLICAR MÁS CLARAMENTE ESTO.....................

ES QUE TENGO QUE HACER UNA MONOGRAFÍA Y EN VERDAD NO ENTIENDO MUCHAS COSAS ACERCA DEL PENSAMIENTO DE ESTE FILÓSOFO..

PORFAVOR..TE LO AGRADECERÍA ETERNAMENTE..............

Comentado por ROCÍO el 7 de Agosto de 2003 a las 01:36 AM