Revista poética Almacén
Colaboraciones

Ana con un puzzle, sentada en la alfombra

Franca Velasco


En mitad de mi apabullante felicidad (trabajo, amor, un hogar, dos pequeños hijitos y un embarazo de dos meses que prometía traerme el tercer y ansiado retoño) una tarde del pasado mes de Agosto sonó mi teléfono móvil interrumpiendo el café que tomaba en casa con mis amigas.

Fue el día que murió Paco Rabal, y lo estábamos comentando sentadas a la mesa.

La tarde aún brillaba afuera, y podían escucharse los gritos de algarabía de mis niños jugando en el patio.

En numerosas ocasiones le había dicho a mi marido, como sintiendo un extraño pálpito desagradable, un anuncio del Destino, que había tenido demasiada suerte en la vida, y que temía que algún día, esta vida que siempre me había mimado, me diera un revés.

La voz que escuché al teléfono no era conocida. Era una mujer con un indescriptible tono mezcla de culpabilidad, de tristeza, de miedo, de resignación, de impotencia contenida, que me preguntó si yo era la hermana de Anuska. Cuando contesté que sí, empezó la pesadilla.

El revés de la vida había llegado.

Mi única hermanita de 25 años acababa de morir en un accidente de tráfico, en una lejana carretera de un pueblo desconocido en la provincia de Huesca, mientras se dirigía a Vilafranca del Penedés a actuar con el Teatro del Azar.

Sólo supe repetir, como una máquina estropeada, "¿qué me estás diciendo?", una y otra vez, con la mirada perdida en algún azulejo de mi cocina, intentando ordenar en mi mente las ideas de muerte, Ana, carretera, accidente, furgoneta, Guardia Civil, atestado, mientras mis amigas preguntaban a mi espalda qué estaba pasando, y la luz de fuera dejaba de brillar para convertirse en anochecer.

No fui capaz de llorar. Comuniqué de una salvaje forma, fría, distante, de autómata, a mis padres y a mi hermano lo que había ocurrido, y luego se lo dije a mi marido, sin prestarle demasiado crédito a mis propias palabras, sin creer en lo más profundo de mí que nada de lo que estaba ocurriendo fuera real. Dejé a los niños en la bañera, a mi marido destrozado, y fui a pasar la noche, la peor noche de nuestras vidas, con mi madre, mientras mi padre y mi hermano salían de viaje hacia el fatídico punto de la carretera donde el cuerpo de Ana había dejado de funcionar.

Del día siguiente sólo recuerdo el reposo de mis manos sobre mi vientre, intentando proteger a mi pequeño embrión, mi madre abrazada a un osito de peluche, las infinitas llamadas telefónicas que me traían al oído amigos y familiares que no dejaban de llorar, el personal del cementerio pidiéndome que eligiera el tamaño de la esquela y el color de la urna para sus cenizas,las horas pasando lentamente, frente a las sonrientes fotos de Ana capturadas en felices momentos de lo que ya era el pasado, las llamadas de mi hermano desde Huesca contándome lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba, y cuándo volverían con el cuerpo de esa Ana rota que ya no funcionaba.

Arranqué a llorar al escuchar llorar a través del auricular a un amigo de mi padre, ese señor tan correcto, y tan simpático al mismo tiempo, que siempre me había provocado respeto.

Cuando escuché sus lamentos y sus gemidos preguntándome si era ella la Ana que había muerto en el accidente que referían las noticias de la radio, entonces tomé contacto con la realidad.

Aquella noche, cuando el cuerpo de Ana llegó y lo ví, magullado, supe que ella ya no estaba allí dentro, ¿dónde estaba Ana? ¿dónde su alma, su forma de sonreir, su mirada llena de chispitas, su futuro incipiente en el cine, su carácter, todo lo que había dado vida a ese cuerpo durante veinticinco años?

En el homenaje del mundo de la cultura de Valladolid en el Teatro Calderón sonó una gaita a la que un compañero consiguió sacar sentimientos humanos. El sonido de esa gaita en el salón y dentro de mi pecho me trajeron el lamento de Ana por el alma perdida.

Sus amigos me pidieron que cuidara ese embrión en mi interior para que fuera una niña que heredara de ella el alma perdida.

Y creí en ello.

Me dió la sensación de que ella no había perdido su alma del todo, porque ese alma iba a vivir en mi interior en los próximos meses y volver a nacer a la vida para terminar lo que Ana comenzó.

¿Sería posible? ¿Existe en realidad la reencarnación, como creen algunas culturas? Ella tenía que sobrevivir entre nosotros de alguna manera. Sin embargo, el día que se cumplió un mes de su muerte, el embrión murió también en mi vientre, y en mi corazón ella volvió a desaparecer.

No tendré la oportunidad de ver nacer a Ana por segunda vez, y es ahora cuando dudo de la existencia de ese alma del que hablan los hombres.

Me asalta la duda de si el alma la inventó, por necesidad, el primer ser humano que sintió el vacío que yo siento ahora, la duda de si somos al fin y al cabo sólo animales, sólo materia que a causa de su inteligencia tiene que pensar en algo más para no perder la razón cuando los seres queridos se pierden.

La última vez que ví a Ana, sólo dos días antes de morir, era el cumpleaños de nuestro hermano. Estuvo compartiendo la tarta, el cumpleaños feliz, el café, las risas, y jugó a hacer puzzles con mis niños sentada en la alfombra.

Hoy es la primera fecha señalada desde entonces, es el día del Pilar, y el cumpleaños de papá, y el primer día en que su ausencia será casi una realidad física entre nosotros.

Llevo un mes y medio pidiendo una señal de que su espíritu aún existe en alguna parte, y hoy estoy perdiendo la esperanza, al escuchar llorar a mi padre a través del teléfono cuando le he llamado para felicitarle.

Sin embargo, mi hijito de cinco años dice que Ana está en el cielo, que nos está esperando allí y que sonríe.

¿Será posible que los niños, dueños de esa ilusión infantil, lejos de la lógica de los adultos y de nuestra incredulidad, vean lo que nosotros no podemos ver?

¿Será posible recuperar esa visión del mundo para olvidar el dolor que se siente cuando no se confía en él?


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