Revista poética Almacén
Colaboraciones

[Los raros]


Ramón y las mujeres inertes, II

Sebastián Garduña
sgarduna@bigfoot.com

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Leer la primera parte de la entrevista


Tras el hallazgo de la mujer disecada pedí un descanso. Entre el asombro y la nausea bajé a la cafetería "El bardo" y con el café solo doble repasé mentalmente la conversación con Ramón. Tuve la sensación de que, aunque yo apenas había hablado era él quién me había entrevistado a mí, o, mejor dicho, era él el que había decidido sobre qué hablar, qué mostrarme, de qué reírse. Por un momento pensé en no volver a subir: la incomodidad de su mirada, el olor a podedumbre plástica que pesaba en toda la casa, las cuencas vacías del cuerpo embalsamado, la incómoda percepción de que todo aquello me resultaba placentero, de que envidiaba su radical rechazo del mundo, su elección de una libertad escasa pero profunda e ilimitada en su recinto.
Subí con otro café en un vaso de plástico y el helado de vainilla que me había pedido Ramón.

Ramón: ¿Qué? Sin drogas no somos más que mierdas, ¿no? [Señalaba mi café] Hace por lo menos 20 años que, aparte de la Coca cola, no pruebo nada: ni café, ni té, ni tabaco, ni nada de nada.

Yo: Sí, yo sin el café no soy nadie…

Ramón: ¿Y con el café?

Yo: No entiendo…

Ramón: Ya. Déjelo.

[Ramón coge la tarrina de medio litro de vainilla y comienza a engullirla con una cuchara sopera]

Yo: Antes mencionó su proyecto de construir una mujer de carne y hueso.

Ramón: De carne, de carne sólo; el hueso para los perros.

[Se carcajea escandalosamente y algunas partículas de vainilla me manchan el pantalón. Por un momento acompañé sus carcajadas con una risa forzada con veracidad, pero me sonrojé al pensar que ya no tenía yo edad para fingir tan estúpidamente. Esperé con paciencia a que se calmara.]

Sí… por aquella época conseguí un catálogo de una casa americana… ya no recuerdo cómo se llamaba, pero esos hijos de puta yankis sabían muy bien lo que hacían. Me dejé llevar por el realismo, como un mal escritor [deja todo el peso de su voz para las últimas sílabas y las estira mientras sonríe y me mira fijamente en pose de malo cinematográfico]. Empecé a visitar hospitales y fiambreras, pero me escupían mierda cuando les decía qué quería. Cuando ya estaba pensando en cómo robar restos frescos tuve un encuentro. Paseaba por un barrio de putas y vi a una gacheta que se me ofreció; normalmente le hubiese llenado el coño de insultos, pero sentí algo que me lo impidió. Subí con ella a la habitación. Me bajó el pantalón y empezó a chupármela, pero no se me atiesaba ni metiéndome una fregona por el culo. Entonces la puta se dio la vuelta y se me sentó en la boca y cuando estaba a punto de vomitarle en el culo, en el forcejeo por sacármela de encima rocé su mano izquierda y una certeza indudable me puso la polla más dura que una piedra: era de plástico: me corrí tres veces seguidas mientras me pajeaba con su mano postiza.

Yo: Entonces sí estuvo con una mujer…

Ramón: Técnicamente no: sólo con su mano de plástico. Y nunca más [Hace una pausa para llevarse un par de cucharadas de helado a la boca]: no soy tan gilipollas como para pagar por algo que tengo en casa. Mira, las manos de Carla son cojonudas [señala a la muñeca de lencería fina y realismo sorprendente]. No pago más, no.

Yo: ¿Y el proyecto?

Ramón: Pues eso, que qué cojones mujer de carne si lo que me gustaba era el plástico, la quietud, el frío. Hasta tuve que cancelar el pedido que ya había hecho de un congelador de esos en forma de arcón… Joder, qué loco estaba…

[Ramón se levanta y sale de la habitación, no sin antes acariciar levemente a Julia. Al poco vuelve empujando una silla de ruedas donde se sienta una muñeca extraña: quizás un metro sesenta, pelo negro, un vestido verde rasgado por algunas partes, y pequeñas grietas en el cuerpo y la cara; el ojo derecho despintado]

Ramón: Le presento a Luisa. [Yo dudo entre levantarme y presentarle mis respetos o quedarme quieto y callado. Finalmente muevo ligeramente la cabeza en señal de aprobación] Mire sus manos, tóquelas, tóquelas…

Yo: Muy suaves. ¿Por qué la tiene en una silla de ruedas?

Ramón: A Luisa la compré hace unos 12 años. En París. Me recordaba a una puta que salía en una película húngara de 1917; en realidad es idéntica.

Yo: ¿De qué director?

Ramón: Pero hombre, yo qué sé como se llamaba el director. Era una película pornográfica, magnífica, toda llena de mujeres mancas y cojas, con piernas y brazos de plástico…

Yo: Pero…

[Ramón no me deja seguir; repentinamente se gira y golpea a la muñeca de la silla de ruedas en la cara, con brusquedad tal que me sorprende que no se le haya caído la cabeza. Ahora me mira con provocación y cometo la torpeza de entrarle al trapo]

Yo: Hay cosas con las que no se bromea.

Ramón: Estamos jodidos. ¿Pero quién le ha dicho a usted que yo estaba bromeando? [Coge a Luisa por la nuca, la yergue en la silla y me la acerca] ¿Pero no era de plástico? ¿Es que no puedo romper una muñeca de plástico? ¿No tienen muñecas rotas su hijitas?

[Mientras me habla o grita con rabia contenida está retorciéndole un dedo]

Yo: ¿Es algún tipo de terapia? Me da la impresión de que lo hace sólo para provocarme.

Ramón: Lo que no entiendo es por qué cojones le provoca. ¿Cuantas veces le hubiese metido un puñetazo a su mujer si de sus ganas dependiese?

Yo: Ninguna, y en cualquier caso uno no puede hacer todo lo que desea: en eso consiste vivir en sociedad.

Ramón: Claro, por eso yo no lo hago. La mujer que vive en el primero tiene los ojos morados 365 días al año. Luisa me irrita. Le doy unas hostias y ya.

[Se levanta, empuja la silla de ruedas contra una estantería y se va hacia el pasillo]

Me voy a cagar.

[Me quedo sólo durante unos quince minutos. Un hormigueo incómodo me recorre el cuerpo desde que entré allí y no me abandona. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de hasta qué punto Ramón está gozando de mi presencia: ha preparado la escena a su gusto, como una representación teatral con la mejor de las escenografías: sus mejores muñecas: sus joyas de la colección: Julia, la bella mulata; la muñeca de perfectas formas y tecnología punta; Luisa, la maltratada; la representante del universo de cerámica; la mujer disecada. Tiene decenas de ellas más, pero en esta sala ha reunido lo mejor. Me suben los colores a la cara y siento un fugaz ardor en las mejillas. Miro a los ojos de todas ellas y temo que en cualquier momento parpadeen.
Me levanto y paseo por el pasillo de la casa. Se asemeja a un túnel de cloacas romanas, con las muñecas apiñadas a los lados, caídas unas, en pié otras, vestidas y desnudas, morenas y rubias, muertas y vivas. Las habitaciones están abiertas y en su interior Ramón parece haber dispuesto algunas muñecas de manera tal que representen una escena: cuatro elegantes muñecas se sientan alrededor de una mesa y simulan tomar café y charlar alegremente; sus vestidos y tipos me hacen pensar que de esta habitación sacó a Julia, la mulata colonial, para mostrármela. En otra habitación varias mujeres mantienen una orgía: desnudas, están entremezcladas, tocándose, introduciéndose grandes consoladores, besándose… una de ellas está tumbada en el suelo con las piernas abiertas apuntando justo a la entrada y la cabeza levemente erguida, mirándome. Las paredes de esa estancia están pintadas de un rojo leve y huele a incienso quemado; un poco aturdido salgo y continúo mi periplo. La siguiente habitación a la izquierda parece vacía. No tiene luz y sólo la que se filtra por las fisuras de la persiana permite ver algo; no hay muebles y las paredes están descascarilladas; sin embargo hay alguien: en una esquina una mujer acuclillada mira al suelo y se ciñe el cuerpo con sus brazos, como aterida. Al salir al pasillo me llama la atención una puerta cerrada, la única, al fondo a la derecha. Me acerco y, con la seguridad de estar haciendo algo que no debo, empujo el pomo. Con el graznido de los goznes reconozco el olor a podedumbre plástica que pesaba en toda la casa, y que me inunda con una intensidad grotesca. Agarrado a los marcos de la puerta contemplo la estancia: piernas, manos, abdómenes, caderas abarrotan el suelo y decenas de cabezas cuelgan del techo, se clavan a las paredes, cabezas destrozadas, cabezas demediadas, dedos, ojos estrellados contra los pavimentos, sin color, ningún color salvo el de la carne imitada y pálida.
Con la nausea, corrí apresuradamente hacia la entrada y, mientras salía, bajo el estruendoso sonido de la cadena del váter, pude ver a Ramón en el pasillo, con una sonrisa franca y los ojos intensos, como de vidrio.

Siempre me he arrepentido de haberme marchado así; no por Ramón, claro, que gozó conmigo tremendamente, sino por mí, porque sigo sintiéndome ridículo por no haber sabido afrontar todo aquello, y porque quizás mi precipitada marcha me impidió desvelar algo más de ese hombre y de sus causas. Si las hubiera.]


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