Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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Los tertulianos

Las tertulias radiofónicas han desarrollado un culto desaforado a la opinión, un exagerado respeto por la pluralidad como elemento constitutivo de pretendidas esencias democráticas, un afán desmedido por expresarse a todas horas y en cualquier lugar sobre cualquier tema. Toda opinión, según esas tesis, es respetable. Ha perdido fuerza el procurar una investigación trabajosa y esforzada de la verdad, y gana terreno la prioridad de lo inmediato, el afán por decir en cinco minutos lo que debería decirse en un extenso tratado de quinientas páginas. No hay tiempo, nos dicen, para abordar con detalle los temas (el aumento exponencial de la velocidad en todos los órdenes de la vida es el paradigma de lo contemporáneo).

Hoy, más que nunca, sería sano recuperar ese escepticismo activo que preconizaba Montaigne, cuando usó la palabra "ensayo" para titular sus escritos, como modo de admitir que, probablemente, nuestras propuestas no sean las únicas aceptables. Lejos de ello, decir ahora que tratas de aproximarte con esmero y afán a la verdad, sin cerrar las puertas a otras posibles aproximaciones, es interpretado como debilidad o evasiva argumental, pues no caben sino afirmaciones categóricas, posturas férreas, opiniones veloces -que estúpidamente riman con feroces- y apenas fundadas, que se pretenden en posesión de la mágica varita de la verdad, y con la que se tocan los temas más dispares, pues todo parece caer a su alcance. Todo es opinable, manejable, maleable.

Y que no menten la Atenas democrática, como me pareció escuchar un día en las ondas a un troglodita mdash;léase: un habitante de la caverna— participante en una tertulia (¿pero con qué derecho usan la palabra "tertulia" para definir lo que ellos hacen?), alucinado sin duda por la indescriptible visión de sí mismo. Tamaño desvarío me llevó a pensar acerca de la transposición tergiversada que se hace de la práctica democrática ateniense a nuestros días: si allí cualquier ciudadano que acudía a la asamblea hablaba, y hablaba tratando de convencer, qué mejor que recuperar esa práctica y legitimarla advirtiendo que el hablar es de por sí consustancial a toda democracia, su pura y última esencia. No importa lo que se diga, ni cómo se diga. Lo que importa es decir, hablar por hablar. Pero la democracia ateniense, se olvidó añadir nuestro vocinglero cavernario, estaba pensada para esa ciudad, fue construida por sus propios ciudadanos para soportarse mutuamente, y es común a los historiadores y filósofos el considerarla como intransferible, pues falla hoy el elemento de origen que la justificaba: la ciudad, en sus dimensiones reducidas, que la hacía capaz de ser asamblearia. (Hoy sólo conozco como experiencia equiparable, por las noticias de prensa, Porto Alegre. De todas formas, la viabilidad de Porto Alegre sería la excepción que confirma la regla, y en nada afectaría, creo yo, a la validez de mi argumento).

Sigamos con Atenas. En los aledaños de la asamblea ateniense creció el parásito de la sofística, y los ciudadanos consideraron que aprender a hablar bien era fundamental para defender sus intereses. Pronto los maestros del habla se forraron dando clases, y desarrollaron técnicas refinadas de decir sin decir nada, hasta convertir el habla en un mero instrumento de ocultación, donde lo que no se decía o callaba pasaba a ser lo importante. La demagogia tomó cuerpo entonces, y no nos ha abandonado hasta nuestros días, en los que ha sido reforzada gravemente por los profesionales de la (in)comunicación —conocidos de forma insultante para la razón con el apelativo de comunicadores—. Hoy los sufrimos más que nunca, pues la masa clama enfervorizada —¿o calla ensordecida?— al hilo de sus palabras. ¿Y a quiénes eligen los comunicadores para sentirse acompañados en sus peroratas? A los tertulianos.

Entre los tertulianos —¿pero no llamábamos "contertulio" al que participa en una tertulia?: parece que ellos mismos tienen reparos en llamarse contertulios, como si percibieran un uso improcedente del término—, los comunicadores y los políticos profesionales hay un fino hilo conductor que mueve los entresijos del poder: todos ellos creen en el lenguaje como arma de dominación de masas. No importa lo que se diga; antes bien importa decirlo adecuadamente. Ese famoso trípode jesuítico —"firmeza en la sintaxis; precisión en los términos; fuerza oratoria"mdash; que servía a los alumnos aventajados como norma para salir al paso en situaciones comprometidas, parece hoy reconvertido por los tertulianos en sus arengas. Hoy no prima tanto la fuerza como la opulencia en la oratoria; en la sintaxis caben los más variados y maleables desplazamientos retóricos; y qué decir de los términos ambiguos e imprecisos.

Todo vale con tal de provocar el aturdimiento del oyente. Hablar es un poderoso mecanismo de dominación, que descubre en el oyente su causa final, su justificación última, su necesario complemento. Y así, el oír hablar a los otros se ha convertido en un ejercicio de pasividad ciudadana extendidísimo, cuyo resultado final es, cuando le toca hablar a ese empequeñecido ciudadano de a pie, hacerlo por boca de esos otros a los que antes escuchaba: su opinión deja así de ser suya y pasa a ser mero altavoz de la opinión de los otros, que de forma sutil e imperceptible ha pasado a través de las ondas a ser parte inescindible de su mirada sobre el mundo. Cuando escuchas a la gente hablar de temas cotidianos, polémicos, actuales, te aparecen siempre las dos o tres posturas canónicas en litigio, y en torno a ellas se agrupan las personas, convencidas de acudir al dictado de sus propias ideas, cuando esas ideas no son suyas en absoluto: han sido inoculadas por el gran hermano comunicador y sus secuaces, dispuestos estratégicamente por el poder en las esquinas de ese rectángulo donde su juego, y sólo el suyo, está permitido.

Por suerte para la radio, no todo en ella son espacios tertulianos. Pero deberíamos tomar nota: saber apagarla a tiempo, e impedir que sus ondas tertulianas (¡calificadas así, parecen como venidas de otro mundo!) lleguen a nuestro cerebro, es un saludable ejercicio que nos permitirá respirar un aire menos contaminado, y en todo caso, pensar por nosotros mismos.


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