Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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El pintor

Dirigida por la inercia del olvido, la luz se oculta en las esquinas de la memoria, alejada del mundo que se deja ver. Llueve a escondidas en el patio de la aurora y las nubes cantan la virgen de la cueva. Hoy no hay colegio. A media tarde escampa, y se abre el cielo limpio de abril tras la ventana. Un pintor despliega el lienzo ante la mirada atenta de los niños. Ensimismado en su quehacer diario, escucha los comentarios infantiles y se guarda una sonrisa en el bolsillo. Sabe de la infalible ley del tiempo, y su certeza le sirve de consuelo. Afila el lápiz y dibuja un horizonte de torres y edificios en constantes altibajos. Parece una sierra, piensa alguien que no lo dice y callado escucha el roce del lápiz sobre la tela.

El espacio de la tarde se ensancha con la paleta llena de colores, dispuestos en manchas de contornos imprecisos. El olor de la pintura deja un rastro de vagas ensoñaciones, de irrealidades y fantasías. Comienza la liturgia con un gesto que se revuelve sobre sí mismo. Acariciando el óleo, el pintor le da vueltas al pincel con fruición, mientras sus ojos vagan por la blancura del cuadro que no es todavía un cuadro pero que está en el espacio inasible que va de su mirada al lienzo. Y va más allá. Va hasta las mansiones olvidadas, hasta los cielos donde los fantasmas habitan. En un trazo imperfecto lanza una mancha, y otra, y otra, hasta dar con una tonalidad de cielo despejado y abierto, alto, ancho, grande. A estas alturas los niños se restriegan los ojos y comen chicle, observan el paso de las moscas y se cuentan chismorreos. Alguno calla y mira al frente, quietos sus ojos, absorto en la ejecución del cuadro. Aprovechando que el pintor comienza a cerrar la puerta de amplios cristales de su estudio, los niños se van a cambiar cromos y gusanos de seda a la Plaza Redonda.

El estudio del pintor es hoy un edificio rehabilitado destinado a oficinas. Nada en él recuerda su paso. Será que las piedras también sufren amnesia. Mientras largaba amarras en la nave del olvido, alguien cuyo nombre conjuga la cadencia de los días cruzó una apuesta y me narró los detalles de esta historia fugitiva, escrita en el aire por un brazo que nace de lo profundo de la tierra, unido en su raíz a los peldaños iniciales de la vida en la calle del Salvador, allá por los años sesenta del pasado siglo, cuando un pintor llamado a ser escrito se disponía cada tarde a copiar por encargo postales urbanas de Valencia.

En medio del océano se debaten los recuerdos mecidos por el vaivén de las olas, expuestos al juego incesante del pincel sobre el lienzo de la memoria. Y la nave va.


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