Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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¿A qué huele una guerra?

La palabra y la imagen suelen ser los instrumentos más usados cuando se trata de describir una guerra. Los periodistas se hinchan los carrillos desplegando adjetivos, y nuestros televisores se llenan de estampas bélicas a cualquier hora. Todo transcurre según una tácita aceptación de la realidad expuesta a través del filtro del mensajero. Emitido el mensaje, el receptor se sitúa en un lugar acrítico, más propio de un jugador de videoconsola, e incluso más pasivo que éste, al que se le exige continuamente que interactúe con la máquina. La palabra y la imagen nos invitan entonces a escuchar y a oír lo que sucede lejos de nosotros, y ese acto lo llevamos a cabo mientras comemos unos bocadillos, bebemos un refresco o, simplemente, nos rascamos el cogote. Pero viendo esas imágenes y oyendo esas voces, tengo la sensación de que algo se nos escapa. Como si les faltara esa emanación que a menudo acompaña a algunas palabras cuando se pronuncian.

¿Pero acaso huelen las palabras? ¿Y las imágenes, qué aroma expelen? ¡Qué distintas serían las cosas si las palabras y las imágenes expelieran el hedor de los cadáveres! Si atrajeran a las moscas verdosas como a la mierda. Si se pudiera transmitir el olor de la guerra, los hogares de occidente cerrarían las ventanas de sus aparatos para no captar lo que ocurre ahí afuera. La percepción sensorial del olfato actúa como telón de fondo sobre el que se despliegan el resto de sentidos. Vemos y oímos a todas horas y en todos los lugares, y esas percepciones son tenidas por las únicas reales, las únicas capaces de informarnos de lo que sucede en el mundo. Pero el olor está también ahí. Su presencia es más constante incluso que la de la luz o la del sonido: en una habitación oscura e insonorizada seguimos oliendo; y el olor de nuestro cuerpo nos acompaña allá donde vayamos.

Dicen que el olor a carne quemada es insoportable. Y que al percibirlo se ven las cosas de otra manera. ¿A qué huele una guerra? Muy pocos de nosotros lo sabemos. Tumbados sobre la hierba contemplamos el mundo y lo reciclamos desde el interés que nos procura el placer de la vida fácil, alejada de los sinsabores de esa realidad que se empeña en ser tan cruda como feroz. Os dejo con dos fragmentos de un artículo de Robert Fisk, publicado en el diario "The Independent" del día 26 de enero de 2003, y transcrito recientemente por la Cartelera Turia de Valencia (traducido por Gabriela Fonseca). Su título ya revela la intención del periodista: "¿Sabrá Tony Blair cómo son las moscas cuando devoran cadáveres?":

En el camino de Basora, la ITV filmaba perros salvajes que destrozaban cadáveres de iraquíes. A cada rato, una de estas bestias hambrientas arrancaba delante de nosotros un brazo en estado de descomposición y se echaba a correr con él por el desierto: los dedos muertos dejaban surcos en la arena, los restos de una manga quemada ondeaban al aire. “Sólo para documentarlo”, me dijo el camarógrafo. Claro. Porque ITV jamás mostraría tales imágenes. Las cosas que veíamos –la inmundicia y la obscenidad de los cadáveres– no puede mostrarse. En primer lugar porque no sería “apropiado” enseñar esa realidad por televisión a la hora del desayuno. En segundo lugar, porque si la televisión la mostrara nadie volvería jamás a respaldar la guerra. Esto ocurrió en 1991. (...) ¿Qué saben de esta realidad? ¿Acaso George, quien declinó servir a su país en Vietnam, tiene alguna idea de cómo huelen los cadáveres? ¿Tiene Tony alguna pálida noción de cómo son las moscas, esos insectos grandes y azules que se alimentan de los muertos en Medio Oriente y que se te paran en la cara o en la libreta?

[Hoy, añado yo, el destinatario de esas preguntas es también nuestro Josemari]

¿Qué sabemos de la guerra? ¿Cómo podemos aceptar descripciones asépticas, imágenes obtusas, palabras inodoras? Tristeza de mundo, incapaz de olerse a sí mismo. Se vomitaría de angustia.


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